Dos cuentos de Navidad
En estos tiempos en que algunos felicitan la navidad no para transmitir mensajes de paz, amor o fraternidad, sino para apropiársela y excluir a los demás, en respuesta a otros que intentan ocultarla bajo genéricas apelaciones a unas "fiestas" sin sentido, ¿habrá una forma verdaderamente cristiana de transmitir la felicitación navideña?
La verdad es que "para Dios nada hay imposible" y, cuando escucha la inspiración del Espíritu Santo, para la imaginación humana tampoco. Y en escenarios mucho más difíciles se ha demostrado. No hay más que recordar al autor de Els pastorets, el relato noucentista de Josep Maria Folch i Torres.
Escribir Els pastorets en 1916 fue fácil , pero ¿se hubiera atrevido el prolífico autor a escribir y publicar un tierno cuento de Navidad en la Barcelona de la guerra y los templos incendiados?... Sujétame el cubata
Es el cuento de Navidad más desconocido, disimulado y sensacional del que tengo noticia. Fue publicado por la popular revista infantil En Patufet y se titula Els camins retrobats.
Cuenta la historia de dos chicos adolescentes –Janet y Janot– de un mísero e imaginado pueblo del Pirineo catalán, Vallcatau, que deciden escapar de casa atraídos por la vida y la sensualidad de la metrópoli (¡ay, la tentación!).
“Llegados al suburbio de la gran ciudad, se empezaron a dar cuenta que la gente era más o menos como la de su pueblo (...), y que no todos los olores que sentían eran de perfumería”.
Colgados en la calle, muertos de frío, Janot le pregunta un día a su amigo si es consciente de la festividad que se acerca: Janet había pensado lo mismo. Y, arrepentidos, deciden regresar a casa.
Ya cerca de Vallcatau, exhaustos y con una nevada arreciando, observan “una extraña claridad que teñía de rosado la blancura de la nieve”.
Es un refugio de pastor pirenaico. Al entrar ven a un hombre con un bastón, y a su lado, “reposando en un rústico banco, una mujer, su mujer, mecía amorosamente, encima de su falda, a un pequeño niño con pañales”.
“Es para ellos, para este infante, que he encendido la hoguera –les dice el pastor–. ¡Pobre gente! Iban también de camino y les ha pillado la nevada”.
En Patufet (católicos republicanos catalanistas que surfeaban como podían la guerra, la fe y la represión y de los otros) publicó el cuento el 17 de diciembre de 1937. Era Navidad, pero no se podía decir ni celebrar abiertamente.
El gran Josep Maria Junceda dibujó las tres ilustraciones del relato, y la última fue probablemente, sin que se notase, la única imagen pública del Belén esa Navidad en Cataluña.

Para agradecer el calor que les habían dado, Janet acercó sus labios al niño “y lo besó con reverencia en la frente. Y girándose hacia Janot, que se había quedado contemplándolo, le dijo:
–Venga, dale también las gracias.
–De buena gana –respondió, acercándose para besar al niño”.
Tras beber el tazón de leche caliente que el pastor les ofreció, siguieron su camino para poder llegar cada uno a su casa antes de medianoche.
Al regresar por fin, como el hijo pródigo, al hogar de su padre, “Unos brazos amorosos los acogieron, y un beso selló sus frentes, beso de paz, de aquella paz duradera que, al final de todos los caminos reencontrados, está reservada a todos los hombres de buena voluntad”.
Adaptado a partir de un artículo de Placid García-Planas en La Vanguardia
Cuando era consejero en el Orfanato Angel Guardian en el verano de 1960, me encantaba contarles cuentos a los niños antes de dormir en sus dormitorios. Empezaba y la historia se contaba sola. Su favorito era el cuento de "Christopher Holiday, el niño tatuado".
Christopher vivía con su madre en una cabaña con un jardín exuberante. Ella lo abrazaba y le susurraba: "Recuerda siempre que eres bueno, eres hermoso, eres Uno". Para ser sincero, no sabía por qué decía "Uno", ni siquiera qué significaba.
Un día, una voz extraña atrajo a Christopher al bosque. Se perdió, se durmió y despertó en una habitación oscura. Mirándose en un espejo roto, gritó. Un rostro lo miró fijamente: un rostro con orejas de murciélago, lágrimas de payaso y el ceño fruncido de un payaso diminuto. Mientras dormía, la voz le había tatuado el rostro. Christopher pensó: "Ya no soy bueno, ya no soy hermoso, ya no soy Uno".
Avergonzado, huyó. Vagó entre zarzas y arroyos hasta llegar a un circo ambulante en una ciudad llamada Ninguna Parte. Hambriento y cansado, aceptó un trabajo en el escenario. El pregonero gritó: "¡Miren a Golda, la princesa de tres cabezas! ¡Hércules, el hombre más fuerte! ¡Vera, la mujer barbuda! ¡Pero sobre todo, Christopher Holiday, el Chico Tatuado, bailando para ustedes!".
Christopher bailó con un traje de payaso, haciendo girar un paraguas rojo y blanco. Los niños rieron, los adolescentes se burlaron, los hombres se mofaron, las mujeres se alejaron. Nadie vio la única lágrima en su mejilla. Aun así, bailó.
Una noche, huyó de nuevo. "¡Ayúdenme!", sollozó. "¡Que alguien me ayude, por favor!".
En ese momento oyó las campanadas del tiovivo. El carrusel brillaba a la luz de la luna, con los caballos congelados a mitad del recorrido. Al otro lado estaba sentado un niño, sonriente, radiante, con orejas de murciélago y lágrimas de payaso, ¡igual que Christopher!
"Mi madre ama a cada hijo como si cada uno fuera su único hijo", dijo el niño. "Y ama a todos los niños como si fueran Uno. Dice: 'Eres bueno, eres hermoso, eres Uno'".
"¡Eso es lo que me dijo mi madre!", exclamó Christopher.
El niño se acercó. "Mírame a los ojos. Verás quién soy y quién eres tú".
Christopher miró y vio la imagen perfecta de sí mismo devolviéndole la sonrisa. En ese momento, recordó. La mano de su madre le acarició la mejilla. El amor regresó.
Esa noche, Christopher se sentó en un caballito de tiovivo y escuchó al nuevo chico que brillaba en su interior. El chico que siempre fue. Volvió a conocer el amor, como antes, como siempre.
Esto ocurrió hace mucho tiempo. Pero también ocurre ahora. Ayer, hoy, para siempre.
Viaja a Ninguna Parte. Allí tu madre te abraza, susurrándote: "¡Eres bueno, eres hermoso, eres Uno!".
Y en el límite de Ninguna Parte, en el Circo del Universo, Christopher Holiday sigue bailando —más viejo, pero el mismo— bajo el sol para todos. Bailará para ti, te amará, lo dejes o no. Y cuando lo mires a los ojos, te verás a ti mismo. Te amarás a ti mismo. Y oirás a tu madre cantar: "Eres bueno, eres hermoso, eres Uno".
Bueno, querido lector, esa fue una historia contada hace 65 años, y contada de nuevo a mis propios hijos. ¿Mencioné que Vickie y yo le pusimos a nuestro primer hijo Christopher?
La Navidad es la fiesta de la Unidad. El niño en el pesebre, el niño en el carrusel, es el niño Jesús: el recordatorio de que también nosotros nacimos del amor, inseparables de nuestra madre y unos de otros. Como rayos de sol, brillamos juntos, nunca separados.
Digámoslo juntos: «Soy bueno, soy hermoso, soy Uno».


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