El final solo es Dios y Su abrazo amoroso para siempre
Escuchamos hoy un evangelio que puede removernos profundamente si somos capaces de ser salir de esas dos actitudes que tantas veces nos acechan: la del que ya lo conoce, “lo hemos oído tantas veces” y la del que “esto no va conmigo” ¿Cómo va a ir conmigo eso del templo o lo del fin del mundo? Os invito a salir de ellas y abrir nuestro corazón para escuchar, como si fuera la primera vez, un texto sorprendente que nos trae un mensaje de libertad y esperanza, válido para el presente y para el futuro. Porque en definitiva, ¿en qué momento estamos? ¿Cuál es nuestro tiempo final? ¿Cuál es el de nuestro mundo?
Lo primero que encontramos en este texto es un lenguaje que no nos puede dejar indiferentes. Empieza con una imagen terrible, el templo destruido. Para los judíos contemporáneos de Jesús el templo es el símbolo de la Alianza, la morada de Dios. Destruir el templo es destruir lo más sagrado, hacer que todo lo demás hablando en clave de fe se tambalee… Y después añade, en este mismo lenguaje, que habrá guerras, terremotos, danas, pandemias, persecuciones, pueblos contra pueblos… Y además que en medio de esto nos veremos abandonados de los más cercanos, padres, hermanos, amigos… Pensemos ¿habla del pasado, de los habitantes de entonces, o tiene algo que ver con nosotros? ¿Podemos descubrir que hoy, a nosotros y a nuestro mundo, nos pasa algo parecido?
Y ante todo ello, y esto es quizá lo chocante, nos pide categóricamente dos cosas: “No tengáis miedo” y “Aprovechad la ocasión para dar testimonio”. Pero, ¿cómo no vamos a tener miedo? ¿No sería mejor que nos dijese qué tenemos que hacer para librarnos de todo esto? Y es que, ante el final de nuestra vida, de todo lo nuestro, de nuestro mundo, es fácil caer en el pánico.
Y, como tantas veces, es la última frase del texto la que nos da la clave: “Con vuestra perseverancia salvareis vuestras almas” Perseverancia que puede ser traducida por paciencia. O también por entereza, aguante, capacidad de mantenerse firme ante las dificultades.
Virtudes tan poco cotizadas hoy como necesarias. Porque no se nos habla de resignación, del resistir porque “no hay otra cosa” que tantas veces nos lleva al desaliento, o a la pérdida de sentido para vivir… Se nos habla de esa actitud calmada y serena de quien ha puesto su confianza en un Dios que está presente, amorosamente presente en nuestra historia. Que interviene para salvarnos y sostenernos en ella. Para que “nadie nos engañe” y acertemos a distinguir y descubrir toda la hondura de las realidades, que llevan el signo de Su amor aunque no lo comprendamos muchas veces.
Y ahí viene lo de “que nos sirva de ocasión” para testimoniar nuestra fe. Sin que nos imaginemos grandes juicios o momentos súper especiales. El testimoniar nuestra fe es vivir apoyados en ella. Es hacer patente que nuestra confianza en Dios nos mantiene en calma, que no nos dejamos desquiciar por las injusticias, las violencias sin sentido, o la posibilidad de la muerte, porque aun después de ella nos sabemos en buenas manos. Es mirar la vida hasta en sus peores momentos como salida de las manos de Dios y animada por Su presencia. Descubrir en medio del dolor, gestos de amor, de entrega, de ternura… Es hablar transmitiendo esta esperanza, esta benevolencia, sin juicios precipitados o duros, sin amargura, sin buscar la propia seguridad o defensa… Y todo esto lo podremos hacer porque “se nos dará una sabiduría y palabras tales a las que nadie podrá hacer frente”. Por eso no tengamos miedo. Se nos regalará esta forma de vivir tan solo si tenemos fe, si confiadamente nos ponemos en manos de Dios, sin plazos y sin cálculos… firmes aunque esta vida se nos desmorone porque tenemos nuestra esperanza puesta en el Dios Abbá, amigo de la vida.
Pero, ¿cómo es mi fe? ¿Está mi vida animada por la fe? La hondura de mi confianza en Dios ¿se trasluce en mis sentimientos, actitudes y hechos? ¿Qué trasmito cuando hablo sobre el presente y el futuro? ¿De qué tengo miedo?Que ante tantas dudas que nos llegan cada día, abramos nuestro corazón para acoger esa sabiduría que
se nos regala y así descubrir la acción salvadora de Dios en nosotros y en nuestro mundo, y saboreemos ya esa confianza y alegría que es posible aun en medio del dolor y el sin sentido que a veces nos envuelve, pero que no es el final. El final solo es Dios y Su abrazo amoroso para siempre.
Por Mª Guadalupe Labrador Encinas, fmmdp. Publicado en Fe Adulta


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