Adelante, Dios camina con vosotros
Esta semana la Iglesia nos invita a vivir dos celebraciones profundamente unidas: la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles Difuntos. Dos días que nos llenan de emoción y esperanza, porque nos recuerdan que la vida no termina con la muerte, sino que se transforma.
Hace un tiempo cayó en mis manos un pequeño libro de la doctora Elisabeth Kübler-Ross, titulado La muerte: un amanecer. Aunque no añade nada nuevo a nuestra fe, me conmovió que una voz científica hablara de la muerte con tanta serenidad, describiéndola como un nuevo amanecer. Ella, que acompañó a tantos moribundos, comprendió que morir no es el final, sino el paso hacia la plenitud.
Y esa misma verdad la vivimos los creyentes: la muerte no es una ruptura, sino una metamorfosis. Somos como la pequeña oruga del cuento que soñó con alcanzar la gran montaña. Muchos se burlaban de ella y le decían que era imposible. Pero, guiada por una fuerza interior, siguió caminando hasta construir su capullo. Allí parecía haber muerto, pero, al despuntar el sol, emergió convertida en una mariposa hermosa, capaz de volar hacia la montaña sagrada, la cima soñada.
Así también nosotros —pequeños y limitados— caminamos en esta vida con ilusiones, heridas y esperanzas, impulsados por un deseo profundo de eternidad. Llega un momento en que el cuerpo se cansa y parece que todo termina. Sin embargo, lo que en la tierra se ve como una tumba, en el cielo se abre como un nacimiento. Es el paso del gusano a la mariposa, de la noche al amanecer, del tiempo a la eternidad.
Jesús lo expresó con palabras luminosas: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11,25). Por eso, en este día de los Fieles Difuntos, recordamos con ternura a nuestros seres queridos. No los evocamos desde la tristeza, sino desde el agradecimiento: por el amor que nos dieron, por el testimonio de su vida, por el legado de fe que sembraron en nosotros. Ellos ya han cruzado el umbral y viven en la plenitud de Dios, desde donde nos acompañan y bendicen.
Y en la fiesta de Todos los Santos, la Iglesia nos recuerda que la santidad no es privilegio de unos pocos. El hermoso poema de Francisco Javier Pérez Benedí, Santos sin altares, nos ayuda a reconocer la santidad callada de tantos hombres y mujeres sencillos que jamás serán canonizados, pero cuya vida fue Evangelio vivo: padres y madres, hermanos, abuelos, catequistas, vecinos, sacerdotes, religiosos, jóvenes, personas humildes que amaron sin medida.
Os hago una confesión: a todos aquellos a quienes, durante estos once años, he ido cerrando los ojos en esta tierra bendita, me encomiendo cada mañana. A ellos confío nuestra Diócesis milenaria, misionera, mariana y martirial, que aprendió a sembrarse en esta tierra para florecer un día en las verdes praderas del cielo.
Ellos son los “santos de la puerta de al lado”, como decía el papa Francisco; la semilla escondida que da fruto abundante.
“Pasaron por este mundo,
ocultos, sin meter ruido…
En la Sangre del Cordero
blanquearon sus vestidos.
En el Libro de la Vida
están sus nombres escritos.”
Que este tiempo de memoria y esperanza nos ayude a mirar la muerte no con miedo, sino con fe. A reconocer que nuestros difuntos no han desaparecido: han llegado antes. Y que nosotros, mientras tanto, seguimos caminando —como la pequeña oruga— hacia la montaña sagrada, donde Dios nos está esperando.
Vivamos, pues, con la certeza de que la vida vence siempre a la muerte, y que cada gesto de amor aquí en la tierra es un paso más hacia ese amanecer eterno, donde todo se ilumina con la luz del Resucitado.
Por Ángel Javier Pérez Pueyo, obispo de Barbastro- Monzón
Bienaventurados, y es como decir: en pie, en camino, adelante, vosotros los pobres -André Chouraqui-, Dios camina con vosotros; arriba, con la espalda recta, no os rindáis, vosotros los no violentos, sois el futuro de la tierra; ánimo, levántate y tira lejos el manto del luto, tú que lloras; no te des por vencido, tú que produces amor.
Bienaventurado el hombre, primera palabra del primer salmo. A la que se hace eco la primera palabra del primer discurso de Jesús, en la montaña: Bienaventurados los pobres.
¿Qué significa bienaventurado, este término un poco desusado y descolorido? La mente recurre inmediatamente a sinónimos como: feliz, contento, afortunado. Pero el término no puede reducirse solo al mundo de las emociones, empobrecido a un estado de ánimo aleatorio. Indica, en cambio, un estado de vida, consolida la certeza más humana que tenemos y que nos compone a todos en unidad: la aspiración a la alegría, al amor, a la vida. Las bienaventuranzas son una profundidad a la que nunca llegaré, Evangelio que sigue sorprendiéndome y escapándoseme, y sin embargo hay que salvar a toda costa; nostalgia dominante de un mundo hecho de paz y sinceridad, de justicia y corazones puros, una forma completamente diferente de estar vivos y de ser humanos.
Las bienaventuranzas no son un precepto más o un nuevo mandamiento, sino la Buena Noticia de que Dios regala alegría a quien produce amor, que si uno se hace cargo de la felicidad de alguien, el Padre se hará cargo de su felicidad.
Vuestro es el Reino: el Reino es de los pobres porque el Rey se ha hecho pobre. La tierra es de los mansos porque el poderoso se ha hecho manso y humilde. A esta tierra, empapada de sangre -la sangre de tu hermano clama a Mí desde la tierra-, planeta de tumbas, ¿quién le regala un futuro? ¿Quién está más armado, es más fuerte, más despiadado? ¿O no es más bien el pacificador, el no violento, el misericordioso, el que cuida?
La segunda dice: Bienaventurados los que lloran. La bienaventuranza más paradójica: lágrimas y felicidad mezcladas, pero no porque Dios ame el dolor, sino porque en el dolor Él está contigo. Un ángel misterioso anuncia a todo el que llora: el Señor está contigo. Dios está contigo, en el reflejo más profundo de tus lágrimas para multiplicar tu valor; en cada tormenta está a tu lado, fuerza de tu fuerza, dique de tus miedos.
Como para los discípulos sorprendidos por la tormenta en el lago durante la noche, Él está allí en la fuerza de los remeros que no se rinden, en los brazos firmes sobre el timón, en los ojos del vigía que buscan el amanecer.
Jesús anuncia un Dios que no es imparcial, que tiene las manos enredadas en la espesura de la vida, que tiene debilidad por los débiles, que comienza por los últimos de la fila, por los subterráneos de la historia, que ha elegido a los desechos del mundo para crear con ellos una historia que no avance por las victorias de los más fuertes, sino por las siembras de justicia y las cosechas de paz.
Por Joseba Kamiruaga, CMF. Publicado en Religión Digital
Bienaventurado el hombre, primera palabra del primer salmo. A la que se hace eco la primera palabra del primer discurso de Jesús, en la montaña: Bienaventurados los pobres.
¿Qué significa bienaventurado, este término un poco desusado y descolorido? La mente recurre inmediatamente a sinónimos como: feliz, contento, afortunado. Pero el término no puede reducirse solo al mundo de las emociones, empobrecido a un estado de ánimo aleatorio. Indica, en cambio, un estado de vida, consolida la certeza más humana que tenemos y que nos compone a todos en unidad: la aspiración a la alegría, al amor, a la vida. Las bienaventuranzas son una profundidad a la que nunca llegaré, Evangelio que sigue sorprendiéndome y escapándoseme, y sin embargo hay que salvar a toda costa; nostalgia dominante de un mundo hecho de paz y sinceridad, de justicia y corazones puros, una forma completamente diferente de estar vivos y de ser humanos.
Las bienaventuranzas no son un precepto más o un nuevo mandamiento, sino la Buena Noticia de que Dios regala alegría a quien produce amor, que si uno se hace cargo de la felicidad de alguien, el Padre se hará cargo de su felicidad.
Vuestro es el Reino: el Reino es de los pobres porque el Rey se ha hecho pobre. La tierra es de los mansos porque el poderoso se ha hecho manso y humilde. A esta tierra, empapada de sangre -la sangre de tu hermano clama a Mí desde la tierra-, planeta de tumbas, ¿quién le regala un futuro? ¿Quién está más armado, es más fuerte, más despiadado? ¿O no es más bien el pacificador, el no violento, el misericordioso, el que cuida?
La segunda dice: Bienaventurados los que lloran. La bienaventuranza más paradójica: lágrimas y felicidad mezcladas, pero no porque Dios ame el dolor, sino porque en el dolor Él está contigo. Un ángel misterioso anuncia a todo el que llora: el Señor está contigo. Dios está contigo, en el reflejo más profundo de tus lágrimas para multiplicar tu valor; en cada tormenta está a tu lado, fuerza de tu fuerza, dique de tus miedos.
Como para los discípulos sorprendidos por la tormenta en el lago durante la noche, Él está allí en la fuerza de los remeros que no se rinden, en los brazos firmes sobre el timón, en los ojos del vigía que buscan el amanecer.
Jesús anuncia un Dios que no es imparcial, que tiene las manos enredadas en la espesura de la vida, que tiene debilidad por los débiles, que comienza por los últimos de la fila, por los subterráneos de la historia, que ha elegido a los desechos del mundo para crear con ellos una historia que no avance por las victorias de los más fuertes, sino por las siembras de justicia y las cosechas de paz.
Por Joseba Kamiruaga, CMF. Publicado en Religión Digital



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