Te he amado (VII): ¿Veo un estorbo o a un hermano?

 CAPÍTULO QUINTO

UN DESAFÍO PERMANENTE

He decidido recordar esta bimilenaria historia de atención eclesial a los pobres y con los pobres para mostrar que ésta forma parte esencial del camino ininterrumpido de la Iglesia. El cuidado de los pobres forma parte de la gran Tradición de la Iglesia, como un faro de luz que, desde el Evangelio, ha iluminado los corazones y los pasos de los cristianos de todos los tiempos. Por tanto, debemos sentir la urgencia de invitar a todos a sumergirse en este río de luz y de vida que proviene del reconocimiento de Cristo en el rostro de los necesitados y de los que sufren. El amor a los pobres es un elemento esencial de la historia de Dios con nosotros y, desde el corazón de la Iglesia, prorrumpe como una llamada continua en los corazones de los creyentes, tanto en las comunidades como en cada uno de los fieles. La Iglesia, en cuanto Cuerpo de Cristo, siente como su propia “carne” la vida de los pobres, que son parte privilegiada del pueblo que va en camino. Por esta razón, el amor a los que son pobres —en cualquier modo en que se manifieste dicha pobreza— es la garantía evangélica de una Iglesia fiel al corazón de Dios. De hecho, cada renovación eclesial ha tenido siempre como prioridad la atención preferencial por los pobres, que se diferencia, tanto en las motivaciones como en el estilo, de las actividades de cualquier otra organización humanitaria.

El cristiano no puede considerar a los pobres sólo como un problema social; estos son una “cuestión familiar”, son “de los nuestros”. Nuestra relación con ellos no se puede reducir a una actividad o a una oficina de la Iglesia. Como enseña la Conferencia de Aparecida, «se nos pide dedicar tiempo a los pobres, prestarles una amable atención, escucharlos con interés, acompañarlos en los momentos más difíciles, eligiéndolos para compartir horas, semanas o años de nuestra vida, y buscando, desde ellos, la transformación de su situación. No podemos olvidar que el mismo Jesús lo propuso con Su modo de actuar y con Sus palabras». 

El buen samaritano de nuevo

La cultura dominante de los inicios de este milenio instiga a abandonar a los pobres a su propio destino, a no juzgarlos dignos de atención y mucho menos de aprecio. En la encíclica Fratelli tutti el Papa Francisco nos invitaba a reflexionar sobre la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,25-37), precisamente para profundizar en este punto. En dicha parábola vemos que, frente a aquel hombre herido y abandonado en el camino, las actitudes de aquellos que pasan son distintas. Sólo el buen samaritano se ocupa de cuidarlo. Entonces vuelve la pregunta que interpela a cada uno en primera persona: «¿Con quién te identificas? Esta pregunta es cruda, directa y determinante. ¿A cuál de ellos te pareces? Nos hace falta reconocer la tentación que nos circunda de desentendernos de los demás; especialmente de los más débiles. Digámoslo, hemos crecido en muchos aspectos, aunque somos analfabetos en acompañar, cuidar y sostener a los más frágiles y débiles de nuestras sociedades desarrolladas. Nos acostumbramos a mirar para el costado, a pasar de lado, a ignorar las situaciones hasta que estas nos golpean directamente». 

Y nos hace mucho bien descubrir que aquella escena del buen samaritano se repite también hoy.


Recordemos esta situación de nuestros días: «Cuando encuentro a una persona durmiendo a la intemperie, en una noche fría, puedo sentir que ese bulto es un imprevisto que me interrumpe, un delincuente ocioso, un estorbo en mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema que deben resolver los políticos, y quizá hasta una basura que ensucia el espacio público. O puedo reaccionar desde la fe y la caridad, y reconocer en él a un ser humano con mi misma dignidad, a una creatura infinitamente amada por el Padre, a una imagen de Dios, a un hermano redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad al margen de este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano?».  ¿Qué hizo el buen samaritano? 

La pregunta se vuelve urgente, porque nos ayuda a darnos cuenta de una grave falta en nuestras sociedades y también en nuestras comunidades cristianas. El hecho es que muchas formas de indiferencia que hoy encontramos «son signos de un estilo de vida generalizado, que se manifiesta de diversas maneras, quizás más sutiles. Además, como todos estamos muy concentrados en nuestras propias necesidades, ver a alguien sufriendo nos molesta, nos perturba, porque no queremos perder nuestro tiempo por culpa de los problemas ajenos. Estos son síntomas de una sociedad enferma, porque busca construirse de espaldas al dolor. Mejor no caer en esa miseria. Miremos el modelo del buen samaritano». Las últimas palabras de la parábola evangélica —«Ve, y procede tú de la misma manera»Lc 10,37)— son un mandamiento que un cristiano debe oír resonar cada día en su corazón. 

Un desafío ineludible para la Iglesia de hoy

En una época particularmente difícil para la Iglesia de Roma, cuando las instituciones imperiales estaban colapsando bajo la presión de los bárbaros, san Gregorio Magno amonestaba a sus fieles de este modo: «Todos los días, si lo buscamos, hallamos a Lázaro, y, aunque no lo busquemos, le tenemos a la vista. Ved que a todas horas se presentan los pobres y que ahora nos piden ellos, que luego vendrán como intercesores nuestros. [...] No perdáis el tiempo de la misericordia; no hagáis caso omiso de los remedios que habéis recibido». No sin valentía, él desafiaba los prejuicios generalizados hacia los pobres, como los de quienes los consideraban responsables de su propia miseria: «Cuando veis que algunos pobres hacen algunas cosas reprensibles: no los despreciéis, no desconfiéis, porque tal vez la fragua de la pobreza purifica el exceso de alguna maldad pequeñísima que los mancha». No pocas veces, la riqueza nos vuelve ciegos, hasta el punto de pensar que nuestra felicidad sólo puede realizarse si logramos prescindir de los demás. En esto, los pobres pueden ser para nosotros como maestros silenciosos, devolviendo nuestro orgullo y arrogancia a una justa humildad.

Si es verdad que los pobres son sostenidos por quienes tienen medios económicos, también se puede afirmar con certeza lo contrario. Esta es una sorprendente experiencia corroborada por la misma tradición cristiana y que se vuelve un verdadero punto de inflexión en nuestra vida personal, cuando caemos en la cuenta de que justamente los pobres son quienes nos evangelizan. ¿De qué manera? Los pobres, en el silencio de su misma condición, nos colocan frente a la realidad de nuestra debilidad. El anciano, por ejemplo, con la debilidad de su cuerpo, nos recuerda nuestra vulnerabilidad, aun cuando buscamos esconderla detrás del bienestar o de la apariencia. Además, los pobres nos hacen reflexionar sobre la precariedad de aquel orgullo agresivo con el que frecuentemente afrontamos las dificultades de la vida. En esencia, ellos revelan nuestra fragilidad y el vacío de una vida aparentemente protegida y segura. Al respecto, volvemos a escuchar estas palabras de san Gregorio Magno: «Nadie, pues, se cuente seguro diciendo: Ea, yo no robo lo ajeno, sino que disfruto buenamente de los bienes que he recibido; porque este rico no fue castigado precisamente por robar lo ajeno, sino porque malamente reservó para sí solo los bienes que había recibido. También le llevó al infierno esto: el no vivir temeroso en medio de su felicidad, el hacer servir a su arrogancia los dones recibidos, el no tener entrañas de caridad». 

Para nosotros cristianos, la cuestión de los pobres conduce a lo esencial de nuestra fe. La opción preferencial por los pobres, es decir, el amor de la Iglesia hacia ellos, como enseñaba san Juan Pablo II, «es determinante y pertenece a su constante tradición, la impulsa a dirigirse al mundo en el cual, no obstante el progreso técnico-económico, la pobreza amenaza con alcanzar formas gigantescas». La realidad es que los pobres para los cristianos no son una categoría sociológica, sino la misma carne de Cristo. En efecto, no es suficiente limitarse a enunciar en modo general la doctrina de la encarnación de Dios; para adentrarse en serio en este misterio, en cambio, es necesario especificar que el Señor se hace carne, carne que tiene hambre, que tiene sed, que está enferma, encarcelada. «Una Iglesia pobre para los pobres empieza con ir hacia la carne de Cristo. Si vamos hacia la carne de Cristo, comenzamos a entender algo, a entender qué es esta pobreza, la pobreza del Señor. Y esto no es fácil». 

El corazón de la Iglesia, por su misma naturaleza, es solidario con aquellos que son pobres, excluidos y marginados, con aquellos que son considerados un “descarte” de la sociedad. Los pobres están en el centro de la Iglesia, porque es desde la «fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, [que] brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad». En el corazón de cada fiel se encuentra «la exigencia de escuchar este clamor [que] brota de la misma obra liberadora de la gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se trata de una misión reservada sólo a algunos». 

A veces se percibe en algunos movimientos o grupos cristianos la carencia o incluso la ausencia del compromiso por el bien común de la sociedad y, en particular, por la defensa y la promoción de los más débiles y desfavorecidos. A este respecto, es necesario recordar que la religión, especialmente la cristiana, no puede limitarse al ámbito privado, como si los fieles no tuvieran que preocuparse también de los problemas relativos a la sociedad civil y de los acontecimientos que afectan a los ciudadanos. 

En realidad, «cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda subsistir tranquila sin ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia para que los pobres vivan con dignidad y para incluir a todos, también correrá el riesgo de la disolución, aunque hable de temas sociales o critique a los gobiernos. Fácilmente terminará sumida en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos». 

No estamos hablando sólo de la asistencia y del necesario compromiso por la justicia. Los creyentes deben darse cuenta de otra forma de incoherencia respecto a los pobres. En verdad, «la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual […]. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria». No obstante, esta atención espiritual hacia los pobres es puesta en discusión por ciertos prejuicios, también por parte de cristianos, porque nos sentimos más a gusto sin los pobres. Hay quienes siguen diciendo: “Nuestra tarea es rezar y enseñar la verdadera doctrina”. Pero, desvinculando este aspecto religioso de la promoción integral, agregan que sólo el gobierno debería encargarse de ellos, o que sería mejor dejarlos en la miseria, para que aprendan a trabajar. A veces, sin embargo, se asumen criterios pseudocientíficos para decir que la libertad de mercado traerá espontáneamente la solución al problema de la pobreza. O incluso, se opta por una pastoral de las llamadas élites, argumentando que, en vez de perder el tiempo con los pobres, es mejor ocuparse de los ricos, de los poderosos y de los profesionales, para que, por medio de ellos, se puedan alcanzar soluciones más eficaces. Es fácil percibir la mundanidad que se esconde detrás de estas opiniones; estas nos llevan a observar la realidad con criterios superficiales y desprovistos de cualquier luz sobrenatural, prefiriendo círculos sociales que nos tranquilizan o buscando privilegios que nos acomodan. 

Aún hoy, dar

Es bueno dedicar una última palabra a la limosna, que hoy no goza de buena fama, a menudo incluso entre los creyentes. No sólo no se practica, sino que además se desprecia. Por un lado, confirmo que la ayuda más importante para una persona pobre es promoverla a tener un buen trabajo, para que pueda ganarse una vida más acorde a su dignidad, desarrollando sus capacidades y ofreciendo su esfuerzo personal. El hecho es que «la falta de trabajo es mucho más que la falta de una fuente de ingresos para poder vivir. El trabajo es también esto, pero es mucho, mucho más. Trabajando nosotros nos hacemos más persona, nuestra humanidad florece, los jóvenes se convierten en adultos solamente trabajando. La Doctrina Social de la Iglesia ha visto siempre el trabajo humano como participación en la creación que continúa cada día, también gracias a las manos, a la mente y al corazón de los trabajadores». Por otro lado, si aún no existe esta posibilidad concreta, no podemos correr el riesgo de dejar a una persona abandonada a su suerte, sin lo indispensable para vivir dignamente. Y, por tanto, la limosna sigue siendo un momento necesario de contacto, de encuentro y de identificación con la situación de los demás.

Es evidente, para quien ama de verdad, que la limosna no exime de sus responsabilidades a las autoridades competentes, ni elimina el compromiso organizado de las instituciones, y mucho menos sustituye la lucha legítima por la justicia. Sin embargo, invita al menos a detenerse y a mirar al pobre a la cara, a tocarle y compartir con él algo de lo suyo. De cualquier manera, la limosna, por pequeña que sea, infunde pietas en una vida social en la que todos se preocupan de su propio interés personal. Dice el libro de los Proverbios: «El hombre generoso será bendecido, porque comparte su pan con el pobre» (Pr 22,9).

anto el Antiguo como el Nuevo Testamento contienen auténticos himnos a la limosna: «Pero tú sé indulgente con el humilde y no le hagas esperar tu limosna, […] que el tesoro encerrado en tus graneros sea la limosna, y ella te preservará de todo mal» (Si 29,8.12). Y Jesús retoma esta enseñanza: «Vendan sus bienes y denlos como limosna. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro inagotable en el cielo» (Lc 12,33).

A san Juan Crisóstomo se le atribuía esta exhortación: «La limosna es el ala de la oración; si no le das alas a la oración, no volará». [129] Y san Gregorio Nacianceno concluía una de sus célebres oraciones con estas palabras: «En verdad, si en algo confiáis en mí, siervos de Cristo, hermanos y coherederos, mientras llega el momento, visitemos a Cristo, curemos a Cristo, alimentemos a Cristo, vistamos a Cristo, hospedemos a Cristo, honremos a Cristo; no sólo en la mesa, como algunos; ni con perfumes, como María; no sólo en el sepulcro, como José de Arimatea; ni con lo relativo a la sepultura, como Nicodemo, que amaba a Cristo a medias; ni con oro, incienso y mirra, como los Magos, anteriores a los mencionados; sino puesto que el Señor del universo quiere misericordia y no sacrificio […], ofrezcámosle esa compasión por medio de los necesitados y de los que ahora se encuentran arrojados por tierra, para que, cuando salgamos de aquí abajo, seamos recibidos en las moradas eternas». 

Hay que alimentar el amor y las convicciones más profundas, y eso se hace con gestos. Permanecer en el mundo de las ideas y las discusiones, sin gestos personales, asiduos y sinceros, sería la perdición de nuestros sueños más preciados. Por esta sencilla razón, como cristianos, no renunciamos a la limosna. Es un gesto que se puede hacer de diferentes formas, y que podemos intentar hacer de la manera más eficaz, pero es preciso hacerlo. Y siempre será mejor hacer algo que no hacer nada. En todo caso nos llegará al corazón. No será la solución a la pobreza mundial, que hay que buscar con inteligencia, tenacidad y compromiso social. Pero necesitamos practicar la limosna para tocar la carne sufriente de los pobres.

El amor cristiano supera cualquier barrera, acerca a los lejanos, reúne a los extraños, familiariza a los enemigos, atraviesa abismos humanamente insuperables, penetra en los rincones más ocultos de la sociedad. Por su naturaleza, el amor cristiano es profético, hace milagros, no tiene límites: es para lo imposible. El amor es ante todo un modo de concebir la vida, un modo de vivirla. Pues bien, una Iglesia que no pone límites al amor, que no conoce enemigos a los que combatir, sino sólo hombres y mujeres a los que amar, es la Iglesia que el mundo necesita hoy.

Ya sea a través del trabajo que ustedes realizan, o de su compromiso por cambiar las estructuras sociales injustas, o por medio de esos gestos sencillos de ayuda, muy cercanos y personales, será posible para aquel pobre sentir que las palabras de Jesús son para él: «Yo te he amado» (Ap 3,9).

Encíclica "Dilexi te" del papa León XIV 

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