La sed de justicia, instrumento clave para construir el bien común
¡Muy buenos días a todos! ¡Bienvenidos!
Queridos hermanos y hermanas:
Me complace darles la bienvenida con motivo del Jubileo dedicado a quienes, en diversas funciones, trabajan en el vasto campo de la justicia. Saludo a las distinguidas autoridades presentes, provenientes de numerosos países en representación de diversos tribunales, y a todos ustedes, que diariamente prestan un servicio necesario para el orden en las relaciones entre personas, comunidades y Estados. ¡Saludo también a los demás peregrinos que se han unido a este Jubileo! El Jubileo nos convierte a todos en peregrinos que, redescubriendo los signos de una esperanza que no defrauda, desean «recuperar la confianza que necesitamos en la Iglesia y en la sociedad, en nuestras relaciones interpersonales, en las relaciones internacionales y en nuestra tarea de promover la dignidad de todas las personas y el respeto por el don divino de la creación».
Qué mejor ocasión que esta para reflexionar más detenidamente sobre la justicia y su función, indispensable tanto para el desarrollo ordenado de la sociedad como por ser una virtud cardinal que inspira y guía la conciencia de cada hombre y mujer. La justicia, de hecho, está llamada a desempeñar un papel superior en la convivencia humana, un papel que no puede reducirse a la mera aplicación de la ley o a la labor de los jueces, ni limitarse a aspectos procesales.
La expresión bíblica «Ama la justicia y aborrece la maldad» nos recuerda y nos anima a hacer el bien y evitar el mal. ¡Cuánta sabiduría encierra la máxima «Dad a cada uno lo suyo»! Sin embargo, todo esto no agota el profundo deseo de justicia que habita en cada uno de nosotros, la sed de justicia que es el instrumento clave para construir el bien común en toda sociedad humana. De hecho, la justicia abarca la dignidad de la persona, sus relaciones con los demás y la dimensión comunitaria de la convivencia, con sus estructuras y normas compartidas. Establece una circularidad en las relaciones sociales que sitúa el valor de cada ser humano en el centro y busca preservarlo mediante la justicia, especialmente ante los conflictos que puedan surgir de acciones individuales o de la pérdida de conciencia comunitaria que afecta a las instituciones y estructuras.
La tradición nos enseña que la justicia es, ante todo, una virtud, es decir, una actitud firme y estable que ordena nuestra conducta según la razón y la fe . La virtud de la justicia, en particular, consiste en la «voluntad constante y firme de dar a Dios y al prójimo lo que les corresponde». Desde esta perspectiva, para el creyente, la justicia nos llama a «respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad entre las personas y el bien común». Su objetivo es garantizar un orden que proteja a los débiles: aquellos que buscan justicia porque han sido oprimidos, excluidos o ignorados.
Hay muchos ejemplos en los Evangelios en los que las acciones humanas se miden por una justicia capaz de superar el mal del abuso. Por ejemplo, está la persistencia de la viuda que insta al juez a recuperar el sentido de la justicia. También existe una justicia superior que paga al trabajador de última hora tanto como al que trabaja todo el día; una justicia que hace de la misericordia la clave para comprender las relaciones y nos conduce al perdón, acogiendo al hijo que estaba perdido y ha sido encontrado; y aún más, una justicia que nos llama a perdonar no siete veces, sino setenta veces siete. Es este poder del perdón, intrínseco al mandamiento del amor, el que emerge como elemento constitutivo de una justicia capaz de combinar lo sobrenatural con lo humano.
La justicia evangélica, por tanto, no anula la justicia humana, sino que la desafía y la perfecciona. Impulsa la justicia humana a ir cada vez más allá, impulsándola hacia la búsqueda de la reconciliación. El mal, de hecho, no solo debe ser castigado, sino también reparado, y para ello es necesario mirar profundamente el bienestar de las personas y el bien común. Esta tarea es ardua, pero no imposible para quienes, conscientes de realizar un servicio más exigente que el de otros, se comprometen a llevar una vida irreprochable.
Como sabemos, la justicia se concreta cuando se extiende a los demás, cuando a cada persona se le da lo que le corresponde, hasta alcanzar la igualdad en dignidad y oportunidades entre los seres humanos. Sin embargo, somos conscientes de que la igualdad efectiva no es lo mismo que la igualdad formal ante la ley. Si bien la igualdad formal es una condición indispensable para el correcto ejercicio de la justicia, no elimina la realidad de la creciente discriminación, cuyo principal efecto es precisamente la falta de acceso a la justicia. La verdadera igualdad, en cambio, es la posibilidad que se brinda a todos de realizar sus aspiraciones y de que los derechos inherentes a su dignidad estén garantizados por un sistema de valores comunes y compartidos, valores capaces de inspirar las normas y leyes que fundamentan el funcionamiento de las instituciones.
Hoy en día, lo que motiva a quienes administran justicia es precisamente la búsqueda —o recuperación— de los valores olvidados en nuestra convivencia, así como su cuidado y respeto. Este proceso es útil y necesario ante la aparición de comportamientos y estrategias que desprecian la vida humana desde su origen, niegan derechos fundamentales esenciales para la existencia personal y no respetan la conciencia de la que emanan las libertades. Es precisamente a través de los valores que sustentan la vida social que la justicia asume su papel central en la convivencia de los individuos y las comunidades humanas. Como escribió San Agustín: «La justicia no es tal si no es al mismo tiempo prudente, fuerte y templada» . Esto requiere la capacidad de pensar siempre a la luz de la verdad y la sabiduría, de interpretar la ley con profundidad —más allá de su dimensión puramente formal— para captar el significado más profundo de la verdad a la que servimos. La búsqueda de la justicia, por tanto, exige la capacidad de amarla como una realidad que solo se alcanza mediante la atención constante, el altruismo radical y el discernimiento perseverante. Al ejercerla, uno se pone al servicio de las personas, la sociedad y el Estado, con una dedicación plena e inquebrantable. La grandeza de la justicia no disminuye cuando se aplica a los asuntos menores, sino que siempre emerge cuando se ejerce con fidelidad a la ley y con respeto a la persona, dondequiera que se encuentre.
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados». Con esta bienaventuranza, el Señor Jesús expresa la tensión espiritual a la que debemos estar abiertos, no solo para obtener la verdadera justicia, sino sobre todo para buscarla, especialmente por parte de quienes están llamados a realizarla en diferentes circunstancias históricas. «Tener hambre y sed» de justicia significa reconocer que exige un esfuerzo personal para interpretar la ley de la manera más humana posible. Pero, sobre todo, exige aspirar a una «satisfacción» que solo puede alcanzarse en una justicia mayor que trascienda las situaciones particulares.
Queridos amigos, el Jubileo nos invita a reflexionar también sobre un aspecto de la justicia que a menudo se pasa por alto: la realidad de tantos países y pueblos que «tienen hambre y sed de justicia» porque sus condiciones de vida son tan inequitativas e inhumanas que resultan inaceptables. Por lo tanto, al panorama internacional actual deben aplicarse las siguientes afirmaciones, siempre vigentes: «Sin justicia, el Estado no puede administrarse; es imposible tener derecho en un Estado donde no hay verdadera justicia. Un acto realizado conforme a la ley se realiza ciertamente conforme a la justicia, y es imposible que un acto sea verdaderamente lícito si se realiza contra la justicia... Un Estado sin justicia no es un Estado. La justicia es, de hecho, la virtud que da a cada persona lo que le corresponde. Por lo tanto, no es la verdadera justicia la que separa a la humanidad del verdadero Dios» . Que estas palabras contundentes de san Agustín nos inspiren a cada uno a expresar el ejercicio de la justicia como servicio al pueblo, lo mejor que podamos, siempre con la mirada puesta en Dios, respetando plenamente la justicia, el derecho y la dignidad de cada persona.
Con esta esperanza, les agradezco y los bendigo a cada uno de ustedes, a sus familias y a su trabajo.
León XIV. Palabras en el Jubileo de los Trabajadores de la Justicia
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