Corazones de piedra

T.S. Eliot publica en 1925 Los hombres huecos, en la plenitud de su infortunio conyugal. El mundo se le ha venido encima, lo asfixia y no encuentra remedio a su desesperación. Canto autobiográfico donde revisa la situación que guarda su ser, su pobre alma convulsa, su relación con la eternidad.

Versos que se tejen a partir de la mirada atenta del poeta sobre otros versos, en este caso, los de la Comedia de Dante. Particularmente el Canto Tercero, donde aparecen unos personajes anónimos que merodean sin consuelo; ni vivos ni muertos, apartados de la inteligencia de Dios, serán la semilla que configura el poema de Eliot.

«Somos los hombres huecos. Los hombres rellenos de serrín que se apoyan unos contra otros con cabezas embutidas de paja», escribe Eliot. Preguntarnos quiénes son esos hombres huecos creo que no nos conduce a nada, si nos olvidamos de indagar en cuál es la causa que los vació de contenido.


Agamben define al hombre hueco, o sin contenido, como un individuo que ha perdido su conexión con la tradición, la cultura y la historia, y que se encuentra a la deriva en un mundo sin valores ni referencias claras. El hombre que ve su identidad diezmada, perdido en un terrible proceso de despersonalización por el énfasis en la técnica y la eficiencia, entre otros aspectos, de la sociedad moderna. Un hombre con el corazón oscurecido.

En este contexto, me viene a la mente el proceso de conversión de Pablo. En su caso, un hombre enceguecido por la ley, su corazón se fue oscureciendo. No comprendió que la plenitud de esa misma ley es el amor, la caridad. Su corazón se enfrió, se oscureció.

Los propios discípulos de Jesús dieron muestras de tener el corazón oscurecido e imposibilitado para comprender el proceder del Maestro. Esto impulsó al papa Francisco preguntarse ¿cómo se endurece un corazón? Ante todo, dijo, el corazón «se endurece por experiencias dolorosas, por experiencias duras». Es la situación de quienes «vivieron una experiencia muy dolorosa y no quieren entrar en otra aventura».

Otro motivo que endurece el corazón, señala Francisco, es también «la cerrazón en sí mismo: construir un mundo en sí mismo». Esto sucede cuando el hombre está «cerrado en sí mismo, en su comunidad o en su parroquia». Se trata de una cerrazón que «puede dar vueltas alrededor de muchas cosas»: del «orgullo, la suficiencia, de pensar que yo soy mejor que los demás» o también «de la vanidad».

El mundo de hoy, no solo abona el camino para el aislamiento individualista, sino que lo potencia hiperbólicamente, domesticando al hombre y a la mujer para que se miren solo a sí mismos, encerrándose en los universos limitados de su propio ego.

Volvemos a Francisco cuando, recordando a los discípulos, señala que el corazón de los discípulos «estaba endurecido porque todavía no habían aprendido a amar». Entonces, nos preguntamos: ¿Quién nos enseña a amar? ¿Quién nos libera de esta dureza? ¿Quién nos brinda el fuego para iluminar nuestro corazón? La respuesta nos devuelve a Pablo. Cuando conoce a Jesús, entonces vio la luz; y esa luz que brilló en su corazón le abrió el camino para poder comprender el drama de los corazones que no se dejan iluminar por ella.

La mirada de Pablo, aferrada al Corazón de Jesús, le granjeó una nueva visión del misterio del pecado, allí, justo donde comienza el oscurecimiento del corazón y nos aparta de la sabiduría que nos abre el camino al amor y al conocimiento.

«Medita en los preceptos del Señor, aplícate sin cesar a sus mandamientos. Él mismo afirmará tu corazón, y se te dará la sabiduría que deseas» (Sir 6, 37). El papa León XIV nos orienta, como Sucesor de Pedro, a acercarnos nuevamente a Dios como humanidad sin miedo y con confianza digamos: «Señor, hoy vengo a Tu tierno Corazón, a Ti que tienes palabras que encienden el mío, a Ti que derramas compasión sobre los pequeños y los pobres, sobre los que sufren y sobre toda miseria humana».

Realmente, no hay otro camino, más allá de las fórmulas pseudo filosóficas o de espiritualidad sospechosa que fragua el propio mundo. Solo el Espíritu Santo, señala Francisco, «mueve tu corazón para decir padre»; solo Él «es capaz de aplastar, de romper esta dureza del corazón» y hacerlo «dócil al Señor. Dócil a la libertad del amor». Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.

Por Valmore Muñoz. Publicado en Vida Nueva

Comentarios

Entradas populares