Para buscar la justicia, no olvides su fundamento en la fe.

El lunes, cité un importante artículo de 2015 en U.S. Catholic, del padre paulista Bruce Nieli. Hoy, quisiera retomar el artículo de Nieli, que era un llamado a recuperar y renovar la Acción Católica en nuestro tiempo y examinar algunas de las cuestiones teóricas que podrían contribuir a su


resurgimiento.

Como señala Nieli, el movimiento surgió a finales del siglo XIX para combatir el anticlericalismo desenfrenado, pero en el siglo XX adoptó una trayectoria diferente. La Acción Católica se convirtió en el esfuerzo de los laicos católicos, en colaboración con la jerarquía y el clero local, para llevar la doctrina social católica a la esfera pública. Involucró diversas iniciativas, como la organización comunitaria, como la del Consejo de Back of the Yards en Chicago; la Legión de María; el Cursillo; y los Jóvenes Sindicalistas.

La Acción Católica, como escribió Nieli, sentó algunas de las bases para el énfasis en el papel del laicado que surgió en el Concilio Vaticano II de 1962-1965, pero desde entonces ha habido una "pausa posterior".

Esto es contradictorio. Si el concilio exigió una mayor participación laica, ¿por qué no creció la Acción Católica?

Existen muchas y complejas razones para este declive. En primer lugar, la prosperidad generalizada de la posguerra acompañó las reformas del Vaticano II. La opulencia, más que como hecho demográfico como actitud, mata la fe.

En el cuarto capítulo del Evangelio de Lucas, Jesús anuncia Su ministerio, diciendo que ha venido a "anunciar la buena nueva a los pobres". Cuando dejamos de ser pobres, cuando nos volvemos avariciosos, cuando empezamos a medirnos por el tamaño de nuestras cuentas bancarias y la calidad de nuestro vestuario, la fe pierde su lugar central en nuestros corazones y su lugar central en nuestra cultura.

El Vaticano II también puso gran énfasis en el ecumenismo y el diálogo interreligioso, algo especialmente importante para quienes vivimos en una sociedad pluralista. Atrás quedaron los días en que al clero católico se le prohibía participar en rituales cívicos junto con el clero protestante y de otras religiones.

Muchos esfuerzos por la justicia social se volvieron menos explícitamente católicos y adquirieron un carácter más ecuménico. Con demasiada frecuencia, esto resultó en su desconexión con las creencias que animan nuestra fe. Debido a los desacuerdos doctrinales con los no católicos, dejamos el dogma en la puerta. Una ética común y compartida era suficiente, o eso parecía, pero la ética católica, ya sea social o sexual, no puede divorciarse de sus raíces en nuestras reivindicaciones dogmáticas.

Además, traer nuestras creencias dogmáticas con nosotros no tiene por qué resultar en un envenenamiento del diálogo ecuménico. Basta con pasar cinco minutos con un rabino inteligente para comprender que la comprensión judía de la ley es mucho más vital y amplia que nuestra experiencia y comprensión católicas de la ley.

Naturalmente, eso no significa que no haya, como dice el Eclesiastés, un "tiempo para cada cosa" y que el trabajo común por la justicia, la paz o la dignidad de la persona con grupos diversos no exija poner más el énfasis en lo que nos une que en lo que nos separa o evitar explicitar innecesariamente fundamentos que puedan resultar divisivos. Pero entre no explicitar continua e innecesariamente nuestros fundamentos y olvidarlos, hay una gran diferencia. 

Hay tres afirmaciones dogmáticas específicas que animan especialmente cualquier esfuerzo por renovar la Acción Católica, y que están íntimamente relacionadas.

La primera es nuestra creencia de que la humanidad, creada a imagen y semejanza de Dios, posee una dignidad trascendente que jamás puede ser violada. Cuando llevamos nuestra preocupación por los pobres y los migrantes al ámbito público, debe basarse en esta creencia. De lo contrario, se reduce a un interés, una perspectiva, una opinión. La preocupación por los migrantes se disocia de la preocupación por los no nacidos y nuestro testimonio se vuelve comprometido e hipócrita.

No podemos avanzar contra esa moralidad más volitiva que insiste en que cada persona es libre de hacer lo que quiera: con su dinero, con su cuerpo, con sus decisiones políticas. No. Los católicos creemos que nuestras decisiones deben ser coherentes con un orden moral inherente a la creación, porque toda la creación fue creada en Cristo.

«La verdad es que solo en el misterio del Verbo encarnado se esclarece el misterio del hombre», nos enseña la Gaudium et Spes. En resumen, sin esta creencia en la dignidad trascendente de la persona humana, podemos imaginarnos dioses, no criaturas, y los hombres que se creen dioses son lo más peligroso.

La segunda creencia dogmática es que somos creados a imagen de un Dios trino y, por lo tanto, nuestro yo individual solo puede comprenderse en relación con otros yo. Cuando confesamos nuestra creencia en la Santísima Trinidad, afirmamos que en el corazón de toda la realidad, en el fundamento mismo del mundo, no hay un individuo atomizado, ni un primer impulsor abstracto, sino una relación definida por el amor.

Ser creado a imagen de ese Dios trino significa ser creado en, por y para las relaciones mutuas. No existe hiperindividualismo en la Trinidad y, de la misma manera, cualquier hiperindividualismo en nosotros mismos es consecuencia del pecado. La Iglesia estará eternamente en deuda con la profesora Meghan Clark, de la Universidad de St. John, por su maravilloso libro "La visión del pensamiento social católico: La virtud de la solidaridad y la praxis de los derechos humanos", que expuso esta conexión entre el pensamiento social católico y la Trinidad.


La tercera creencia dogmática sobre la que construimos nuestro compromiso social es la comunión de los santos. Por nuestro bautismo, nos pertenecemos unos a otros en Cristo. Uno de los grandes logros del Concilio Vaticano II fue reorientar la vida de oración de los cristianos católicos hacia la Eucaristía. Lamentablemente, e involuntariamente, con demasiada frecuencia dejamos atrás la piedad popular.

Gran parte de esa piedad popular se basaba en la devoción a santos concretos y servía como sostén de nuestra creencia compartida. Los trabajadores tenían devociones particulares: Santa Bárbara es la patrona de los mineros, San Florián es el patrono de los bomberos y San Lorenzo es el patrono de los cocineros.

Si la Acción Católica ha de renacer, será desde esta fe. En la práctica, nuestro compromiso con la dignidad trascendente de toda persona humana aportará una clara coherencia a nuestras posiciones sociales, una coherencia que desafía y trastoca las ortodoxias ideológicas actuales. Nuestro compromiso con la creencia de que somos creados a imagen de un Dios trino es la base sobre la que puede surgir una verdadera comunidad. Y reavivar la devoción a santos concretos puede contribuir a que estos compromisos dogmáticos sean vibrantes.

El viernes, analizaremos algunas maneras adicionales, menos teóricas, de ayudar a reconstruir el espíritu de la Acción Católica. Sin embargo, el punto de partida debe ser nuestra propia fe y todo lo que esta nos enseña.

Por Michael Sean Winters. Traducido del National Catholic Reporter


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