No hay Cristo sin pobres
Algo profundamente equivocado está ocurriendo entre nosotros. Y no hablamos solo de la desigualdad obscena, del hambre impune o de las infancias condenadas a la intemperie. Hablamos de algo más profundo: se está intentando convertir al pobre en enemigo, y al migrante en amenaza. Y lo más grave es que este relato del miedo y del descarte no solo se difunde desde sectores políticos con ambiciones de poder, sino que empieza a calar en las conciencias, incluso en aquellas que se dicen cristianas.
La aporofobia, ese nombre que damos al desprecio sistemático hacia quienes nada tienen, ha dejado de ser una actitud aislada o un prejuicio de clase. Se ha transformado en un recurso, en una lógica discursiva, en una estrategia de poder. Y si hay algo incompatible con el Evangelio de Jesús, es eso: utilizar el miedo al pobre como bandera y el rechazo al migrante como forma de cohesión social.
Porque el Evangelio no deja margen de duda. Jesús no “toleró” a los pobres: se hizo pobre. No “asistió” a los migrantes: fue migrante desde el vientre, perseguido desde su nacimiento, refugiado en Egipto. No predicó la exclusión, sino el Reino abierto a todos, empezando por los que el sistema religioso, económico y político de Su tiempo había declarado sobrantes.
Por eso no hay neutralidad posible. No se puede seguir hablando de “valores cristianos” mientras se criminaliza la pobreza, mientras se reprime a quien vive en la calle, mientras se expulsa a migrantes como si fueran mercancía vencida. No se puede hablar del “amor al prójimo” mientras se construyen cercos, muros y discursos que desprecian al que viene de lejos. No se puede nombrar a Jesús sin reconocerlo en quienes hoy duermen entre cartones, cruzan fronteras en busca de pan o esperan una mano que no llegue cargada de caridad condescendiente, sino de justicia real.
El relato aporofóbico, ese que dice que “no hay lugar para todos”, que “los de afuera vienen a quitar lo poco que hay”, que “los pobres son vagos o peligrosos”, no solo es falso: es profundamente anticristiano. Porque no hay nada más contrario al mensaje de Jesús que convertir al que sufre en sospechoso. No hay nada más blasfemo que temerle al rostro del Cristo crucificado hoy en los despojados de todo.
Y, sin embargo, el silencio de buena parte del mundo cristiano es atronador. En vez de escándalo, hay cálculo. En vez de denuncia, hay prudencia. En vez de defensa de los más vulnerables, hay muchas veces acomodamiento con los poderosos. Y ese silencio también mata. Porque permite que el odio se transforme en discurso y que la exclusión se vuelva ley.
Por eso es urgente una conversión pública, no solo de los discursos, sino de las prácticas. El Evangelio no es una metáfora espiritual. Es una exigencia concreta. Y hoy, esa exigencia pasa por ponerse de pie junto a los pobres, caminar con ellos, defender su dignidad no desde el púlpito ni desde las redes, sino desde la calle, el parlamento, la escuela, el comedor, la ley, la economía, la ciudad. No se trata de dar limosnas con culpa, sino de transformar las estructuras de pecado que producen y reproducen el descarte.
Porque la pobreza no es una fatalidad. Es una injusticia sostenida. No hay “pobres porque sí”. Hay pobres porque hay concentración, evasión, extractivismo, privilegio, violencia institucional, desigualdad legalizada. Y todo proyecto cristiano que no se enfrente con coraje a esas causas es, en el mejor de los casos, estéril; y en el peor, cómplice.
Hoy, más que nunca, necesitamos no limitarnos a administrar la pobreza, sino comprometernos a erradicarla con decisión y ternura organizada. No con discursos bien intencionados, sino con acciones públicas que integren, restituyan y reparen: programas de inclusión urbana real, acceso universal a salud y educación, migración con derechos, empleo digno, políticas de tierra, techo y trabajo, reconocimiento de saberes populares, y una economía que no funcione como castigo para los de abajo.
No se trata de gestos aislados ni de promesas para la tribuna. Se trata de construir una estrategia integral y sostenida para salir de la pobreza: no dejando a nadie atrás, sino empezando precisamente por los últimos. La opción preferencial por los pobres no es un slogan: es una dirección concreta. Y es también la única forma seria de sostener la paz, la dignidad y la humanidad.
La esperanza no nace de los discursos tranquilizadores, sino de la lucha organizada por la justicia. No de la resignación, sino de la movilización espiritual y social. Cristo no vino a “acompañar” la miseria. Vino a anunciar que otro Reino es posible. Y esa vida empieza cuando nos atrevemos a reconocer que el pobre no es un problema, sino el centro del Evangelio. Que el migrante no es una amenaza, sino una promesa de humanidad. Que la justicia no es una utopía, sino una tarea pendiente.
No hay cristianismo sin pobres. No hay Reino sin migrantes. No hay Evangelio sin compromiso. Y no hay futuro si no decidimos, de una vez por todas, estar donde Jesús ya está: entre los descartados de este mundo.
Por Fernando Redondo Benito. Publicado en Vida Nueva
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