La salvación llegará cuando dejemos de escondernos tras la máscara
Nietzsche escribió que si los cristianos tuvieran cara de salvados podría creerlos. Lo decía seguramente por los rostros de su hermana y de su madre. Por el resentimiento en las críticas del bigotudo alemán es razonable presuponer en ellas un pietismo feroz, de mirada oscura y gesto amargado. Pecado y vida debían de ser para ellas casi lo mismo.
Pero lo cierto es que la crítica de Nietzsche no es menos pietista. La salvación debe aparentarse, debe verse. Forma parte de la tradición protestante enseñar que Dios nos predestina de manera unilateral a la salvación o a la perdición. Desde esa perspectiva, nada pueden hacer los hombres por forjar su destino. Está escrito desde siempre y para siempre un cielo inconmovible e imperturbable.
De ahí que las sociedades protestantes desarrollasen la necesidad angustiante de averiguar su destino: si no depende en absoluto de lo que yo haga, algún signo externo de mi salvación o perdición debe darme Dios. De ahí que asumieran los criterios del Antiguo Testamento. Si me va bien en la vida es que estoy salvado. Si mi vida es un infierno, no conviene esperar otra cosa en la eternidad. La salvación se le debía notar a uno, porque internamente no había nada que notar o vivir. La vida en el mundo era algo insalvable, opuesta a Dios.
Como todo en la vida, al final se tradujo en términos económicos y se le puso un precio a la salvación. Ironías de la vida: Lutero democratizó lo que quiso combatir. A grandes rasgos, esa es una de las más interesantes tesis de Max Weber. El sociólogo mostró hace años cómo entre los protestantes en la Alemania del siglo XIX se desarrolló a ritmos pasmosos el capitalismo, con todas sus infraestructuras. Mientras que los católicos seguían por el camino de las humanidades, una gran cantidad de protestantes se volcaron en los estudios de la economía. Ganar pasta era signo de la salvación eterna, y cuanto más se ganase, más obvia sería la salvación. La religiosidad capitalista protestante de Estados Unidos es un ejemplar modélico de esta tesis. Pero lo cierto es que todo Occidente se subió a ese barco. De nada sirvieron las quejas de un solitario Kierkegaard, que quiso recuperar la angustia y devolver la salvación a un cielo puro e inalcanzable.
En esa dirección se explican muchas cosas, no solo nuestra relación con el dinero. De hecho, en Europa narcotizamos la angustia económica desde que, gracias a los servicios públicos, puede cierta mayoría social no sentirse totalmente abandonada por el destino. Quizá no vivamos una confirmación del paraíso, pero nuestra situación económica siempre parece un purgatorio del que algún día saldremos.
Anestesiada en lo económico, la angustia se extiende metastásicamente por todos los rincones del alma. El más claro es la fijación con el aspecto. La salvación se mide hoy en términos de relevancia en redes. El foco está totalmente puesto sobre nuestro cuerpo. Necesitamos, como anunció Nietzsche, tener cara de salvados. Ponemos poses y perfiles y usamos todo tipo de filtros que provoquen esa sensación de tranquilidad adictiva que provocan las visualizaciones de nuestras fotos y los likes. Pero esta práctica es corrosiva. No pocas personas, de hecho, desarrollan un odio patológico a su propio rostro real y vacío, que nada tiene que ver con la felicidad pixelada de sus redes. Se llama trastorno dismórfico y, si está ya reconocido y tratado por los médicos, es que se trata de un fenómeno amplio.
Aunque quizá no estemos todos trastornados, estamos todos infectados. Los rasgos de esa tendencia se extienden por toda la sociedad. Un 40 % de los españoles se ha sometido ya a algún tipo de intervención estética. Bótox, pelo, pecho. La salvación está en una fotografía. Desde hace tiempo me parece en el gimnasio que todo el mundo tiene la misma nariz y los mismos pómulos.
Pero lo más grave es la edad media de la primera intervención en España: hace diez años estaba en 35
años, hoy se calcula que la media ha bajado a los 22. La salvación ya no solo no tiene nada que ver con la eternidad, sino que tampoco tiene que ver con la eterna juventud. La salvación es el disfraz de la normalidad social. Pero la máscara se forma sin descanso, porque muchas intervenciones exigen un mantenimiento. La nueva forma es el inicio de un nuevo modo de vida.
De nuevo, siempre todo esto se traduce en pasta. Por alguna razón los mejores MIR eligen Dermatología y Cirugía Plástica. Algunos aman su disciplina. Pero no nos engañemos: la medicina estética es hoy un gran negocio. Y donde se mueve el dinero, hay mercado negro. La sociedad Española de Medicina Estética ha comenzado una campaña para denunciar que al menos un 65 % de las intervenciones las realiza personal no cualificado: Tu cara ya no me suena, se llama. Porque no es raro encontrarse los efectos terroríficos e inmediatos de prácticas abusivas e irresponsables.
Pero la angustia no disminuye, sino todo lo contrario. Se agudiza y crece. Cuando se busca la salvación en la dirección equivocada, la perdición aumenta a cada paso. Porque la redención que llena la vida no es lo que somos, ni la apariencia ni el dinero que tengamos en los bolsillos. La salvación llegará cuando dejemos de escondernos tras la máscara con la que nos protegemos del mundo. Entonces quizá haya alguien que nos ame porque le da la gana y para siempre, y con ello nos transmita el empecinamiento del cielo por salvarnos. Mientras el modelo de salvación sea Frankenstein, Cupido despojado de sus armas mendigará por nuestras calles avergonzado y con el rostro cubierto.
Por Carlos Pérez Laporta. Publicado en Alfa y Omega
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