Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?

Internet ha estado en efervescencia desde que en una entrevista se dijo: "Existe un concepto cristiano según el cual uno ama a su familia y luego ama a su prójimo, y luego ama a su comunidad, y luego ama a sus conciudadanos, y luego de eso, prioriza al resto del mundo. Han invertido eso por completo".

El debate en Internet se ha dividido sobre si este sentimiento es bíblico o no. Muchos cristianos se han apresurado a defender esta jerarquía, citando 1 Timoteo 5:8: "Porque el que no provee para los suyos, y especialmente para los de su propia casa, ha negado la fe y es peor que un incrédulo".

No hay duda de que las Escrituras hablan de nuestra responsabilidad hacia la familia y la comunidad, pero cuando se trata de algo "bíblico", debemos tener cuidado. En las Escrituras se puede encontrar casi cualquier cosa si se busca: historias de guerra, opresión, milagros y amor, todas escritas por personas que luchaban con lo que significaba ser fieles. La Biblia no es un manual rígido, sino un testimonio vivo de las luchas humanas con lo divino.

Éste también es el contexto de 1 Timoteo. La Iglesia primitiva estaba aprendiendo lo que significaba encarnar la comunidad en un mundo dentro de un imperio, definido por la supervivencia. Las viudas, entre los más vulnerables, se convirtieron en una prueba de fuego para ver si el amor de la Iglesia podía ser más que palabras abstractas. Pero había tensión: algunas familias de Éfeso estaban descuidando su responsabilidad de cuidar de los suyos, asumiendo que la Iglesia se haría cargo de todo.

Pablo les recuerda que el amor comienza cerca. Se dirige primero hacia quienes están frente a nosotros, asegurándose de que las viudas no sean abandonadas y preservando los recursos de la Iglesia para quienes realmente no tienen apoyo. Pero no se equivoquen: no se trata de un amor confinado a linajes o límites geográficos. Se trata de un amor arraigado en la responsabilidad, que se expande hacia el exterior. Y era subversivo incluso entonces.

Otros han señalado Hechos 1:8, donde Jesús ordena a Sus seguidores que sean Sus testigos "en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra". Algunos han utilizado esto como modelo para una supuesta jerarquía del amor: nuestra obligación comienza con la familia, pero este no era un mandato de amor en el occidente del siglo XXI; era una directiva geográfica para un pequeño grupo de seguidores en el mundo antiguo. Para ellos, "los confines de la tierra" probablemente significaba Roma, la sede del imperio.

No se trataba de poner límites al amor, sino de derribarlos, de llevar el evangelio más allá de los espacios familiares y hacia espacios controvertidos. En todo caso, los que vivimos en América  somos el fin del mundo, algo inimaginable para los primeros cristianos. Y, sin embargo, el evangelio ya ha llegado hasta nosotros. La verdadera cuestión no es si el amor comienza en casa, sino qué hacemos con él: hasta qué punto estamos dispuestos a cambiarnos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea.

El argumento se hace eco de un concepto medieval conocido como ordo amoris (el orden de la caridad), a menudo atribuido a Santo Tomás de Aquino. La idea es que el amor debe tener un orden jerárquico, que una persona priorice correctamente sus afectos, con la familia en primer lugar. En cierto modo, suena práctico, incluso razonable. El amor no debe ser una abstracción, flotando en ideales sin compromiso con el mundo real.

Pero el problema con esta jerarquía es que alimenta el mito de que algunas personas son más merecedoras de nuestro cuidado que otras. Es un marco que tiene sentido en un mundo gobernado por la escasez y el miedo, donde la protección de unos se produce a costa de los demás. Pero Jesús nunca habla del amor como algo que hay que racionar. Habla del amor como abundancia, una mesa donde hay suficiente para todos.

La ideología colonial nos ha condicionado a pensar en binarios y jerarquías: quién está dentro y quién está fuera, quién es el primero y quién es el último. Luchamos por comprender un amor que no esté clasificado, que no clasifique a las personas en categorías de dignidad. Pero Jesús, en Quien todos hemos sido hechos uno y reconciliados para que ya no haya "judío ni griego, hombre ni mujer, esclavo ni libre", parecía estar invitándonos a un mundo completamente diferente, uno donde el amor se mueve libremente y sin jerarquías, rompiendo las fronteras que nos han enseñado a construir.

Cuando le preguntaron a Jesús: "¿Quién es mi prójimo?", respondió con una historia: un hombre es golpeado y dado por muerto. Los líderes religiosos pasan, sus túnicas no han sido tocadas por el desorden de todo. El samaritano, un extraño, un extranjero, un enemigo, se detiene. Él es el que muestra amor.

El objetivo de Jesús no era priorizar a la familia primero y al prójimo después. Se trataba de demoler las categorías que nos impiden vernos unos a otros como dignos de amor en primer lugar. El amor a la familia y el amor al prójimo no compiten entre sí; son parte de la misma llamada a la santidad. Jesús va aún más allá:

"Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen... Si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludáis sólo a los vuestros, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos?" (Mt 5,44.46-47)

Cuando Jesús habla de familia, no se define por la sangre ni por las fronteras, sino por el parentesco en Dios. Cuando alguien le dice que Su madre y Sus hermanos Lo esperan para hablar con Él, Jesús señala a Sus discípulos: «Éstos son Mi madre y Mis hermanos. Porque el que hace la voluntad de Mi Padre que está en los cielos, ése es Mi hermano, Mi hermana y Mi madre» (Mt 12,48-50).

Jesús redefine la familia, no como una fortaleza que hay que proteger, sino como un círculo cada vez más amplio. Y el llamado al amor no es diferente.

No voy a negar las complejidades, pero enmarcar el amor como algo calculado y condicional es pasar por alto por completo su esencia. Por supuesto, no descuidamos a nuestras familias. Por supuesto, trabajamos en nuestras comunidades locales. De hecho, así es como logramos el cambio más profundo: protegiendo a los más vulnerables entre nosotros, trabajando en el ámbito en el que nuestra acción puede tener unas consecuencias concretas, poniendo nuestro "granito de arena" en el lugar en el que la Providencia nos ha colocado. 

Pero el amor no puede detenerse allí. El amor del que habla Jesús no es un cálculo ni una elección entre nuestras familias o nuestros vecinos. No es un recurso finito que se pueda distribuir en cantidades, sino un río que fluye, salvaje y sin restricciones. La visión del amor del mundo se basa en la escasez, pero el reino de Dios se basa en la abundancia.

Si nos preguntamos: "¿Quién es mi prójimo?", ya estamos pasando por alto el meollo del asunto. La mejor pregunta es: ¿Cómo puedo amar sin límites?

Por Kat Armas. Traducido del National Catholic Reporter, con adaptaciones

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