A Dios Le importas

Entre las preguntas que los hombres nos planteamos y que atraviesan toda la historia, hay una que no puede ser eludida: ¿Dios, el que ha creado el profundo océano y las altas montañas, se interesa por mí? En medio de la inmensidad del universo, ¿presta atención también a esta mota de polvo que es mi vida? ¿Se preocupa por ella? Los grandes hombres de la antigüedad no pudieron renunciar a estas preguntas. 

En la Ilíada, el primer poema épico de la literatura occidental, los dioses participan de la vida de los mortales constantemente. Toman partido entre los dos bandos, el griego y el troyano, luchan, protegen o castigan a los seres humanos… ¡Cuántas acciones contadas en ese poema tienen su origen en un dios u otro! No obstante, este continuo involucrarse en las vidas de los hombres por parte de los dioses parece, a menudo, un juego; como si nuestros dramas no los afectaran en lo profundo. Los dioses homéricos intervienen en la vida humana, pero el dolor de quienes sufren no les hace mella: a pesar del roce entre lo divino y lo humano, hay una distancia insalvable.  


Cuando en Grecia nace la filosofía se intenta, de alguna manera, purificar el concepto de lo divino tal y como está presente en los poemas homéricos y en la tradición religiosa. Los dioses y sus intervenciones deben estar a la altura de la exigencia de razonabilidad de los filósofos. No es posible que su involucrarse en las acciones humanas sea tan «torpemente humano» como aparece en los versos de Homero. Un ejemplo de esta reflexión filosófica es el Dios aristotélico.

Un episodio de mi labor docente está relacionado con ese pasaje de la Metafísica, de Aristóteles. Un día, en una clase de Historia de la Filosofía Antigua, me tocó explicar el Motor Inmóvil del gran filósofo griego. Este primer Motor, es decir, Dios, es vida. ¿Qué tipo de vida? La más perfecta, es decir, la del puro pensamiento. ¿Y en qué piensa Dios? Dios piensa en lo más excelente: en Sí mismo. Es pensamiento de pensamiento. ¿Pero acaso piensa también en el mundo y en los hombres que habitan en él? La lógica aristotélica es férrea: Dios no piensa en la realidad del mundo ni en mí, porque somos cosas imperfectas y mutables. No puede pensar en algo que no sea noble y elevado; y nosotros, individuos concretos, no somos dignos del pensamiento divino. El Dios aristotélico es objeto de amor, pero no ama; o, en el mejor de los casos, solo se ama a sí mismo. El principio de todo no se inclina hacia los hombres y, menos aún, se inclina hacia el hombre individual (cf. Metafísica 7-9, 1072b-1074b). 

Ese mismo día tuve que impartir clase de Patrística en otra universidad. El temario que me correspondía explicar incluía un texto de un autor cristiano africano del siglo II, Tertuliano, en el que describe la creación del hombre por parte de Dios. Estas son sus palabras: «Aquella ínfima cosa, el barro, se encontraba entre las manos de Dios […]. Cada vez que ese barro era tocado, esculpido, modelado, recibía honor. ¡Reflexiona! Dios estaba totalmente ocupado en aquella materia, y en ella estaba absorbido con Su mano, con Su pensamiento, con Su actividad, con Su prudencia, con Su sabiduría, con Su providencia y, ante todo, con Su amor mismo, que le inspiraba los rasgos que quería conferir al hombre. Porque Cristo era el pensamiento de cuanto expresaba el barro» (La resurrección de la carne 6, 1-3). Ese día, volviendo a casa, pensé: ni la mente más brillante de Grecia, la de Aristóteles, pudo imaginar el anuncio del cristiano Tertuliano: el anuncio de un Dios que se fija en todo hombre, como se fijó al crearnos, al plasmarnos con ternura y amor. Y, al plasmar a cada hombre, Dios ya ponía Su mirada en el centro de la historia, en Cristo. Nos crea con el cuidado y la atención que se merece el cuerpo de Cristo. 

¿No es este el anuncio que la Iglesia dirige a la humanidad en Navidad? Dios tiene pasión por cada hombre: por mí, por ti. Por esta razón, se compromete personalmente con el hombre, asumiendo un rostro humano. Un amigo y maestro contaba la conmoción que le provocó ver a un misionero en Brasil, el cual, en la foresta ecuatorial, se jugaba la piel para ir a ver a una persona. Quien me lo contaba exclamaba, impresionado: «Entendí en aquel instante qué es el cristianismo: una pasión por el hombre, un amor al hombre».

Por Davide Tomaselli. Publicado en Alfa y Omega

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