Esperanza en la oscuridad

Ahora debemos vivir con nuestros peores miedos. Con el tiempo, se escribirán numerosos libros para intentar explicar los errores de juicio de nuestro tiempo. Antes se analizarán sus consecuencias para nuestra nación, la familia humana en general y el planeta.   

Por ahora, mientras emprendemos un viaje inexplorado, no demos tiempo a la autocompasión o la ira debilitantes. Deshagámonos de estas tentaciones por el bien de la salud individual y colectiva. Necesitamos equilibrio e integridad para avanzar y, al mismo tiempo, proteger a los más vulnerables. Necesitamos agudeza mental para decidir cómo apoyarnos unos a otros y a nuestras comunidades. 

No somos los primeros en enfrentarnos a esa oscuridad; ahora nos unimos a innumerables personas que viven vidas inciertas en medio de la agitación. Podemos aprender de ellos, primero dando menos por sentado y luego acercándonos a ellos y al resto de la familia humana para saber mejor cómo mantener la fe, generar coraje y sostener la resiliencia y la resistencia. Nos necesitamos unos a otros más que nunca para evitar la duda y aferrarnos a los principios de justicia, decencia y verdad. Entonces, ¿cuán grande es esta comunidad de la que necesitamos este aliento? Es global, atraviesa culturas, razas y religiones y se remonta a generaciones. 

Necesitamos esperanza. La esperanza genera esperanza. Recuerden, somos personas de esperanza. Crecemos en esperanza al aceptar la interdependencia y la conexión, apoyándonos unos en otros cuando flaqueamos y ofreciendo una mano cuando vemos la necesidad. Nuestra esperanza no se basa en un optimismo fugaz, sino en las verdades perdurables de nuestra fe, cimentadas en los Evangelios, que enseñan un amor sin límites y la creencia fundamental de que la oscuridad no tiene la última palabra.

Recordemos este dicho tibetano: "La tragedia debe utilizarse como fuente de fortaleza". El dolor invita a un propósito. Si no se le presta atención, la desesperación paraliza. Si se le da un propósito, puede convertirse en una poderosa fuerza de cambio. Necesitamos canalizar nuestras luchas internas hacia la acción externa. Sí, tenemos cargas adicionales, pero sí, tenemos nuevos llamados.

Elie Wiesel, superviviente del Holocausto, demostró una notable resiliencia al enfrentarse al mal y a la injusticia. Escribió: "Nunca olvidaré aquellos momentos que masacraron a mi Dios y a mi alma". A pesar de un dolor inimaginable, Wiesel se convirtió en un defensor incansable de la justicia, la paz y la dignidad humana. Nos enseñó que, en los momentos más oscuros, siempre tenemos una opción: dejar que el dolor nos consuma o que nos impulse hacia adelante. Al avanzar, damos voz a quienes no pueden hablar por sí mismos.

Debemos reconocer que nuestras heridas pueden convertirse en fuentes de sanación para los demás. Henri Nouwen lo ilustró hermosamente en  El sanador herido. Nuestras heridas físicas, emocionales o espirituales son parte de lo que nos hace humanos. En lugar de ocultarlas, podemos abrazarlas, permitiendo que nuestras vulnerabilidades nos conecten más profundamente con quienes nos rodean. Jesús mismo es el máximo ejemplo de un sanador herido. Su sufrimiento y sacrificio trajeron amor, esperanza y sanación a un mundo quebrantado. Al seguir Su ejemplo, estamos invitados a transformar nuestra incertidumbre, ira, dolor y decepción en mayor solidaridad, compasión y acción hacia los demás.

Nuestra misión, aunque no es nueva, se ha vuelto cada vez más urgente. Debemos decir la verdad, vivir con integridad, ayudar a los necesitados, construir y preservar estructuras justas y hacer frente a nuestros opresores.

Así que comenzamos a escribir el próximo capítulo de la historia de nuestro mundo y de nuestra Iglesia. Que refleja el más sagrado de nuestros valores y un compromiso inquebrantable con la verdad.

Tres puntos:

  • Derrotar la desesperación requiere resiliencia interna, lo que implica cultivar un sentido de gratitud. Incluso en la oscuridad. Especialmente en la oscuridad. Cada reconocimiento de acción de gracias nos recuerda la bondad básica que persiste e impregna la vida, incluso en medio de las dificultades.
  • Nuestras conexiones con los demás nos fortalecen. No estamos solos. Nuestras relaciones con amigos, familiares y comunidad crean una red de apoyo fundamental. Al tender la mano, compartir las cargas y ofrecer apoyo mutuo, reforzamos nuestras capacidades para la resiliencia colectiva.
  • La plena atención, la meditación y la oración nos conectan con la tierra, nos devuelven al momento presente y nos ayudan a manejar los miedos a lo desconocido. Fomentan la calma y la determinación firme y nos empoderan para afrontar el futuro con claridad y paz.

Soportaremos al mal y a sus promotores. Su tiempo pasará. Lamentablemente, causará daños significativos. Sin embargo, podemos, de hecho debemos, limitar ese daño mediante nuestra determinación incansable. Como testigos activos de la justicia y la misericordia, transformaremos la oscuridad en luz y la debilidad en fortaleza para nosotros y para los demás. Cada acto de amor, cada gesto de bondad y sanación construye la comunidad que, por ahora, parece eludirnos.

La esperanza no es un simple sentimiento. Es una elección que hacemos todos los días. Cuando elegimos la esperanza, encarnamos la esencia de nuestro llamado cristiano: un llamado a ser agentes de cambio y testigos del amor que nuestro mundo necesita tan desesperadamente, ahora más que nunca. 

Editorial del National Catholic Reporter, con adaptaciones

Comentarios

Entradas populares