Desplázate hacia el otro lado

La pobreza en cuanto carencia de lo más básico para vivir es una desgracia. Los responsables de los estados, los organismos, las instituciones tienen la obligación de eliminar la pobreza en todas sus dimensiones. La existencia de los pobres, si recordamos el Deuteronomio (15,7-9.11), es un hecho escandaloso. No obstante, todo el evangelio está lleno de denuncias y críticas de quienes provocan la pobreza. Y así seguimos en el siglo XXI.

Jesús nos advierte contra la servidumbre de la riqueza: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13), “El que amasa riquezas para sí no es rico ante Dios” (Lc 12,21) ya que ésta conlleva muchos peligros: “Es difícil que un rico entre en el reino de los cielos” (Mt 19,23). El hambre debe combatirse como un mal. No hay derecho que los/as pobres sean ignorados, explotados, maltratados, despreciados. La pobreza, secularmente, tiene rostro de mujer. Actualmente la brecha entre ricos y pobres se ha incrementado con respecto al siglo pasado. Los ricos viven a costa de los pobres. (Los datos, muy numerosos, se pueden verificar en internet).

No obstante, la desigualdad extrema no es inevitable, hay suficientes recursos para todos; es una cuestión de voluntad. Por otra parte, el hambre es ocasión de manifestar la misericordia de Dios y la justicia de los/as profetas. Dios ama a los pobres y los saciará. Es su esperanza. Asimismo, concita la solidaridad de quienes luchan contra ella.

Cristo se identificó con los pobres y proclamó bienaventurada a la pobreza (Mt 5,3) (Lc 6,20) como disponibilidad total para con Dios y los hermanos/as, basada en la entrega, en la comunicación cristiana de bienes, en la generosidad. Además, es indicativo de una vida sencilla, exenta de codicia, ambición, egoísmo, pero también la ausencia de riquezas aligera la conciencia del peso de las preocupaciones/tentaciones que nos pueden desviar de nuestra opción fundamental. La Palabra de Dios es una espada cortante, categórica, que inquieta la cómoda seguridad de nuestras conciencias conformistas, resignadas, adormecidas, indiferentes.


En el evangelio de hoy, Jesús, camino de Jerusalén, sigue enseñando a Sus discípulos/as. Se le acerca un joven a preguntarle qué hacer para heredar la vida eterna. Y habla de la riqueza. Nos habla. Por tres veces en el texto, se destaca la mirada de Jesús. Nos mira. Y nos dice: “Sígueme”. Pero para llegar al compromiso del seguimiento hay que liberarse de las riquezas, de la seducción o el señuelo consumista del tipo que sea, que son un obstáculo que dificulta gravemente la relación con Dios y con los hermanos.

“El joven se entristeció porque era muy rico”. La tristeza como compañera de camino de quien se empeña en pasar por encima de los demás, en no seguir la voz de Dios que grita en el corazón de nuestra conciencia, ésa que va a contracorriente de lo establecido. La tristeza como compañera inseparable de las sociedades que se constituyen alrededor del tener, del poder, del aparentar, de la mentira, de la ambición, de la violencia de cualquier tipo. Y en ellas, paradójicamente, la presencia también de seguidores/as que responden con valentía, con decisión, rompiendo moldes y obstáculos que hacen renacer la verdad, el amor, la justicia, la paz, la esperanza. La verdadera riqueza está en el seguimiento de Jesús, en vivir gozosamente la fraternidad-sororidad. Y eso solo se puede entender desde la gratuidad para así, caminar juntos.

El hombre trata de reafirmarse en su ego, en su falso “yo” identificándose con las riquezas materiales, psíquicas, buscando en lo externo el sentido de su ser. Ese rico es al que se refiere Jesús: “Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios”. De lo que se nos habla es de que el alma, mi “yo” original, ha de saber liberarse de los apegos, de las dependencias para que, al fin libre de engaños y artificios, del yo soy esto, yo soy más… o yo soy menos…, yo tengo tal título, yo poseo mejores creencias, yo no necesito a nadie…, encuentre su verdadero Ser. Solamente los que son “como niños”, el hombre y la mujer natural, esencialmente buenos pueden acceder y saborear esa Verdad. El alma que se abandona en Dios se fía de Él, acepta su voluntad en cada instante, se deja llevar sin preguntar a dónde ni por qué…, “porque quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta.”

¡Shalom!

 

Por Mª Luisa Paret. Publicado en Fe Adulta

Hay páginas del evangelio que molestan, que producen un cierto escozor. Una de ellas la que leemos este domingo. No está mal. Eso indica que entendemos bien la propuesta de Jesús. El evangelio no es para agradar, sino para iluminar la vida.

Dice Jesús en el evangelio a aquel joven rico, nos dice a nosotros: VENDE LO QUE TIENES Y DÁSELO A LOS POBRES. Esto nos parece algo inasequible: ¿voy a vender mi casa, mi coche, mis muebles y dárselos a los pobres? El evangelio no nos puede pedir lo que, realistamente hablando, no podemos hacer. ¿Hemos, pues, de dejar de lado esta página del evangelio? No.

Puede sernos útil si entendemos el “vender y dar” como un desplazamiento. Se trata de desplazarse hacia las pobrezas: que te interesen más las situaciones de los pobres, que te informes más, que colabores más, que te descubras haciendo cosas que no son comunes a favor de otros, que te importen los dolores ajenos. Normalmente nos desplazamos en nuestra vida hacia el brillo, el poder y el dinero. Desplázate hacia el otro lado. Algo de eso sería el “vender y dar”.

¿Cómo hacerlo de manera realista y posible?

· Nueva mirada: comienza por mirar de manera distinta a las pobrezas; ponte en su lugar: ¿cómo hubieras querido que te trataran caso de estar en una situación como la de ellos?; míralos como familia, hermanos al fin y al cabo. Si miras aviesamente nunca los entenderás.

· Nuevas palabras: ten cuidado de cómo hablas sobre los pobres y las situaciones de pobreza; no hables despectivamente, desgarradamente, inconsideradamente. Recuerda muchas veces aquello que decía san Francisco de Asís: “Hablar mal de los pobres es hablar mal de Jesucristo”.

· Nueva identidad: nosotros estamos muy orgullosos de nuestra identidad, de nuestra pertenencia a una región, a una ciudad, a un pueblo, a una patria. Hacemos de eso un coto privado. Habría que abrir esa puerta para dejar entrar a los inesperados hermanos que son los humildes, los pobres, los inmigrantes, los desplazados.

Cuando el papa dice: “Estoy pensando en ir a Canarias” para tocar allí el doloroso problema de la inmigración irregular muchos lo consideran como una intromisión, un meterse en camisas de once varas que no conviene. ¿Cómo pueden pensar así cristianos que participan en la eucaristía, que leen la Palabra, que tienen tradiciones cristianas? ¿De qué nos sirve nuestro cristianismo si no nos desplazamos hacia el mundo de los frágiles?

Necesitamos pensar todo esto. Necesitamos darle a nuestra fe cristiana un realismo que la meta en la vida. Porque una fe que no toca las situaciones de la vida es una fe de salón, débil, inexistente. Dice un salmo: “Si escuchas la voz del Señor no endurezcas el corazón”. Si leemos el evangelio y nos ablandamos, no nos endurecemos, vamos bien.

 

Fidel Aizpurúa Donazar

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