Los frutos del Espíritu (IV): La mansedumbre

Hablar de mansedumbre es hablar de gentileza, de garbo, de ese buen aire que se da a las cosas incluso cuando éstas no son como quisiéramos. La mansedumbre tiene que ver con la capacidad de perseguir el bien difícil, especialmente cuando nos referimos a aquellos bienes del camino espiritual que advienen cuando nos encontramos siguiendo a Cristo.

Este cuarto fruto del Espíritu, como los anteriores, se reconoce porque la vida se empapa de Su presencia, porque el discurrir de los días se sitúan desde esa Presencia de Dios que está, inevitablemente y necesariamente, vinculada con la conciencia de las propias limitaciones. No se trata de una perfección inalcanzable que pueda parecer que nos situamos por encima de todos y de todo, sino que, más bien al contrario, tiene que ver con el reconocimiento de la fragilidad que nos coloca frente a la realidad de otro modo, con otra actitud.


La mansedumbre se comprende bien cuando se conecta con la experiencia que se deriva de la humildad, de esa vivencia concreta que nos coloca en igualdad de condiciones permitiendo que aceptemos a las personas como son, consintiendo que podamos ayudarlas cuando sea posible y necesario. Esta actitud, este fruto, logra que, como decía Basilio de Cesarea, nos hagamos semejantes a Dios al tiempo que lo llevamos en nuestro corazón (Exhortación a un hijo espiritual, 89) posibilitando esa ayuda que se aproxima pero que no pretende cambiar al otro.

Esta presencia de Dios se reconoce por la cualidad de nuestra presencia, por la confianza desde la que vivimos y no por la cantidad de esfuerzo que hacemos. Al Espíritu hay que permitirle actuar, jamás dirigirlo. Su aliento inspira nuestra vida con buenas y sencillas obras que suelen pasar desapercibidas porque carecen de arrogancia ni pompa. 

La mansedumbre es la experiencia de una liberación que nos desata de esas energías hostiles que a veces descentran nuestra vida. Su ejercitamiento siempre nos conducirá hacia una plenitud que no conoce límite alguno, ya que es hontanar de una frescura gratificante. 

Por José Chamorro. Publicado en Religión Digital

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