Descubramos a Dios en los que han tenido que abandonar su tierra

Una lectura creyente del contexto social discernido desde el criterio de la catolicidad no ignora dificultades en la convivencia, pero resalta y ayuda a reconocer la valiosa aportación de las personas migradas a nuestra sociedad y nuestra Iglesia: 

 a) Trabajo. En primer lugar, las personas migradas aportan su trabajo para el desarrollo del país de acogida e incluso del país de origen a través de las remesas de dinero que envían a sus familias. Como dice el papa Benedicto XVI: «Obviamente estos trabajadores no pueden ser considerados como una mercancía o una mera fuerza laboral». Por otra parte, hemos de tener en cuenta que, la mayoría de las veces, desarrollan trabajos que otras personas del propio país receptor se resisten a realizar. En este sentido, «pueden contribuir al bienestar y al progreso de todos». Sobre todo, cuando se les posibilita el acceso a un trabajo digno y no sometido a la economía sumergida, o se homologan sus titulaciones para la inclusión laboral más específica. 

b) Crecimiento personal. Su presencia nos ofrece también una oportunidad de crecer como personas,


ya que «nos ayuda a recuperar algunas dimensiones esenciales de nuestra existencia cristiana y de nuestra humanidad, que corren el riesgo de adormecerse con un estilo de vida lleno de comodidades». Ellos demuestran el valor de realidades como la perseverancia, la austeridad, la alegría, el sacrificio, la laboriosidad. Tampoco debemos menospreciar, como nos dicen los obispos de las Islas Canarias hablando de los jóvenes hacinados en sus centros de acogida, que rejuvenecen a la vieja Europa y «nos abren al desafío de la diversidad, que tiene tanto que ver con el Dios Trinidad». Por lo tanto, al interesarnos por ellos, nos interesamos por nosotros mismos. Cuidando de ellos, todos crecemos. 

c) Acercamiento a Dios. Desde el punto de vista cristiano, la aportación más grande que nos hacen tiene que ver con la fe. Como nos recuerda el papa Francisco, la migración no está separada de la historia de la salvación, es más, «forma parte de ella». En las migraciones vemos la «acción providencial de Dios con vistas a la comunión universal». Los migrantes nos pueden acercar a Dios y hacer que términos teologales clásicos como liberación, éxodo, pobres, viudas… cobren nueva actualidad y fuerza. Muchos nos han transmitido cómo Dios ha ido apareciendo en sus vidas dándoles impulso y esperanza, de modo que han podido encarar pascualmente las trabas que se les van presentando por el camino. «Con ellos aprendemos a vivir los dolores de la vida, pero en clave de eternidad, en marcha […], en busca de la ciudad futura». 

d) Orientación para encontrarlo. El mismo Señor que un día llamó a los discípulos para que estuvieran con él, sigue invitándonos hoy a buscar Su rostro, para que lo conozcamos mejor, y para que podamos identificarlo en nuestros hermanos empobrecidos o excluidos. Y, puesto que Él también fue migrante, desea que lo descubramos y auxiliemos de forma especial en los que han tenido que abandonar su tierra. De este modo, la diversidad que aportan las personas o familias migradas se convierte en «condición de posibilidad para experimentar a este Dios que, migrante, abraza la multiplicidad pues es esencialmente trinitario». Lo mismo podemos decir de la frontera, lugar que traspasan con facilidad la información y el capital, pero que fácilmente se cierra a las personas. Pues bien, Jesús las atraviesa, las denuncia y nos invita a escuchar Su grito y Su llamada a crear puentes, no muros. 

e) Profetismo. Muchos migrantes son profetas del clamor de Dios que desnuda una religiosidad desencarnada o un sistema político y económico excluyente, y el más salvaje capitalismo que no tiene misericordia con los más pobres… «Los migrantes denuncian de las sociedades el marcado individualismo». 

f) Crecimiento de la comunidad. «En el encuentro con la diversidad de los extranjeros […] se nos da la oportunidad de crecer como Iglesia, de enriquecernos mutuamente». Hasta en las aldeas más pequeñas y aisladas fácilmente podemos encontrar personas llegadas de otras tierras. Su presencia nos interpela y nos empuja a trabajar por una Iglesia cada vez más inclusiva. La Iglesia está llamada a salir a las periferias existenciales para curar al herido, para buscar al perdido, siempre «dispuesta para acoger a todos».

La Iglesia lleva la protección de la dignidad de la persona y la hospitalidad en su ADN desde los inicios. Así lo refleja su Doctrina Social enraizada en las Sagradas Escrituras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. 

Por tanto, este es nuestro punto de partida: 

A cada ser humano que se ve obligado a dejar su patria en busca de un futuro mejor, el Señor lo confía al amor maternal de la Iglesia. Es una gran responsabilidad que la Iglesia quiere compartir con todos los creyentes y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, que están llamados a responder con generosidad, diligencia, sabiduría y amplitud de miras —cada uno según sus posibilidades— a los numerosos desafíos planteados por las migraciones contemporáneas. 

En este horizonte, el pueblo de Dios se preocupa por todo aquello que está impregnado de sufrimiento, pues se trata de la cruz, donde se hace presente Jesucristo y donde opera la fuerza del Resucitado. Las migraciones constituyen, así, uno de los principales dolores en el momento actual y pueden ser interpretadas como manifestación de las estructuras de pecado . Se trata de dinámicas o estilos de vida que hemos normalizado, egoísmo, estrechez de miras, cálculos políticos errados, decisiones económicas imprudentes, a los que nos hemos acomodado, incluso con nuestra oración, dando por hecho que son realidades inmutables. De esta manera ya participamos en ellas mediante un ejercicio tácito de nuestra libertad. Diagnosticar el mal moral es también identificar adecuadamente, a nivel de conducta humana, el camino que seguir para superarlo.

Somos templo del Espíritu (1 Cor 6,19) que requiere una valoración y protección de la vida en todas sus etapas, desde la gestación hasta la muerte. Abrazar la «cultura de la vida» en todas las circunstancias que componen una biografía nos lleva a decir que no es tolerable que se siga dejando morir a las personas en las fronteras o en su intento de cruzarlas, en los desiertos, en el mar o en cualquiera de las situaciones que implica el viaje de los migrantes. Muchas de las rutas que siguen son trampas mortales, lugares de violencia y abusos frecuentes. Por ello hemos de trabajar para vigilar que, en ellas, toda vida humana y sus derechos fundamentales sean custodiados. Por eso denunciamos y nos oponemos a las mafias de tratantes de seres humanos que se lucran del sufrimiento de las personas a lo largo de las rutas migratorias; han de ser combatidas con las herramientas de cualquier estado de derecho. También nos entristece constatar en ocasiones que algunas personas migradas en su afán de sobrevivir o prosperar puedan llegar a lucrarse de la precariedad de sus semejantes en espacios habitacionales, de trabajo o de acogida, etc. 

Afirmamos el valor y la protección de la vida de los migrantes, refugiados o desplazados, en coherencia y continuidad con el primer e inherente derecho natural que es el de nacer. La defensa de la dignidad humana y la fraternidad que Jesús predicó nos alerta contra la indiferencia que endurece las conciencias y nos deshumaniza. La indiferencia también mata. Aprendamos a no ponernos «de lado», sino del lado de entidades y personas que salvan y rescatan vidas.

La pertenencia a la familia humana otorga a cada persona una especie de ciudadanía mundial, haciéndola titular de derechos y deberes, dado que los hombres están unidos por un origen y supremo destino comunes. Basta que un niño sea concebido para que sea titular de derechos, merezca atención y cuidados, y que alguien deba proveer a ello.

Se necesita, por parte de todos, un cambio de actitud hacia los inmigrantes y los refugiados, el paso de una actitud defensiva y recelosa, de desinterés o de marginación —que, al final, corresponde a la «cultura del rechazo»— a una actitud que ponga como fundamento la «cultura del encuentro», la única capaz de construir un mundo más justo y fraterno, un mundo mejor.

 En medio de este mundo, la Iglesia muestra su catolicidad viviendo la universalidad del género humano mediante el desarrollo de la fraternidad que proviene de la acción de Jesús resucitado. Actualmente vive en un contexto condicionado por una globalización sin reglas y únicamente de naturaleza económica, que fomenta la cultura del descarte, la crisis climática y hace aumentar la desigualdad tanto entre países como dentro de ellos. Esto marca una forma de estar en el mundo y condiciona nuestra propia forma de organizar la vida, los desplazamientos, la movilidad y las relaciones económicas y sociales. ¿No estaremos llamados a buscar juntos alternativas y a proponer con mayor vigor una cultura de la sobriedad y la solidaridad

Nuestro reto entonces consiste en ver cómo caminamos crítica y constructivamente como Iglesia en ese contexto. A la luz del Evangelio y la doctrina de la Iglesia, estamos llamados a habitar la globalización construyendo la «civilización del amor», según la bella fórmula de san Pablo VI, recogida y ampliada por San Juan Pablo II. Eso implica vivir la fraternidad universal como una manera de prefigurar la humanidad «unida en Cristo». Su principio fundamental está en el corazón humano transformado desde la fuente de vida del corazón de Cristo y participando de Él, siendo así sacramento de salvación para nuestros hermanos.

La convivencia con las personas migradas es ocasión para vivir una espiritualidad de pasión, discernimiento, creatividad, hospitalidad y audacia. La experiencia nos dice que nuestras sociedades necesitan abrirse con urgencia al valor de la hospitalidad como principio de humanización y puente entre las culturas y las personas. El sentido de esta cultura de la hospitalidad es el encuentro, como pone de manifiesto el papa Francisco en Fratelli tutti. 

Hospitalidad que, como la acogida, no es asimilación del otro a lo propio, sino un reconocimiento del otro en su alteridad, en su «otredad». Es una apertura al encuentro con el diferente, reconociendo su diferencia, dignidad y valor. En la acogida recíproca se da un enriquecimiento mutuo con el que todos salimos ganando. Eso implica aprender a mirar con los ojos del buen samaritano que es Cristo. 

Nuestro país ya cuenta con comunidades que rezan, celebran, viven y profetizan el sueño de Dios frente a lo que se ha llamado «la globalización de la indiferencia», que abren paso y nos dicen a todos cómo es posible plasmar la armonía en las diferencias. Este es el modelo y el camino, necesitamos que haya todavía muchas más. Practicar la cultura de la acogida mutua tiene un valor transformador en las personas, las instituciones y las estructuras. Requiere cultivar la virtud de la paciencia tan necesaria para iniciar o acompañar los procesos, sabiendo sembrar para que otros cosechen.

Para continuar con la transformación de mentalidades y estructuras pastorales que ganen en cercanía y sean ámbitos de viva comunión y participación orientadas a la misión, proponemos estas cuatro actitudes: 

a) La maternidad de la Iglesia de puertas abiertas, que valora la relación personal, el valor del otro, que en cada uno de sus miembros sabe detenerse a mirar a los ojos y escuchar o renunciar a las urgencias para acompañar a quien lo necesite. La Iglesia como familia que acoge a todos. Comunidades llamadas a ser siempre la casa abierta del Padre, que no sean aduanas, sino escuelas de cuidados. 

b) La mirada contemplativa, que es una mirada de fe, profunda, sobre lo que sucede en la vida cotidiana de las personas, los hogares, las calles y plazas, las ciudades y los pueblos. Dios ya está presente entre nuestros conciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia, de belleza, de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada sino descubierta, desvelada. «Para lograr un diálogo como el que el Señor desarrolló con la samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba saciar su sed (cf. Jn 4,7-26)».

c) La creatividad para imaginar espacios de encuentro, de oración. Para suscitar los valores fundamentales y estilos con características novedosas, atractivas y significativas para los conciudadanos y el entorno. 

d) Salir de las zonas de comodidad para ir a los foros y espacios donde se protege y promueve la cultura de la vida y la dignidad humana. Prestando atención a la multiculturalidad, las periferias físicas o existenciales, con actitud de escucha y diálogo. Porque cada vez son menos frecuentes en las ciudades y en la sociedad en general los espacios de pluralismo y de diálogo entre diferentes. Esta circunstancia empobrece la convivencia y entumece la inteligencia. 

Acoger no es solo dar la bienvenida, sino extraer consecuencias del enriquecimiento mutuo y recíproco entre quienes acogen y son acogidos. Preguntarnos qué dones aportan y no solo qué desafíos traen quienes son culturalmente diferentes. Qué tipo de nueva identidad y nuevo rostro adquiere la comunidad y cómo esto puede suceder sin miedo a sentirnos desarraigados tanto acogidos como acogedores.

Exhortación pastoral de la Conferencia Episcopal Española "Comunidades acogedoras y misioneras: Identidad y marco de la pastoral con migrantes" (selección de extractos)

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