Pero, ¿qué son las teorías de género? (II)

Al hilo de la declaración Dignitas infinita, en el que el Vaticano, a través del Dicasterio para la Doctrina de la Fe alerta, entre otros atentados contra la dignidad humana, sobre los peligros de la ideología de género porque «borran las diferencias en su pretensión de igualar a todos», hablamos con una de las referentes eclesiales sobre esta cuestión. Doctora en Filosofía por la Pontificia Universidad Gregoriana, Marta Rodríguez cuenta, además, con un doctorado sobre las raíces filosóficas de las teorías de género y es autora de Género, jóvenes e Iglesia, publicado por Encuentro.

Hay una brecha generacional evidente en todo lo relacionado con el sexo y el género. ¿Cómo salvarla?

Los jóvenes nos miran a los adultos con mucha sospecha. Pero nosotros también pensamos que están perdidos y que tienen ideas equivocadas. Esta desconfianza recíproca se supera solo con unas condiciones de diálogo adecuadas que dejen atrás los prejuicios. Hay que crear un terreno común y escucharse.

Durante años ha acompañado a jóvenes que incluso han empezado con terapias hormonales. ¿Cómo le ha ayudado esta experiencia?

No soy terapeuta, pero tengo una sensibilidad pastoral fuerte. Esta experiencia ha nutrido mi investigación científica. No habría podido hacer el doctorado sobre las raíces filosóficas de los distintos modelos de género si no fuera porque, en el fondo, lo que tenía en el corazón era responder a las preguntas de los jóvenes. Me ha tocado escuchar de todo y acompañar a chicos con situaciones muy complicadas. A veces queremos hacer entrar la realidad en nuestras categorías, pero de cerca es todo más complejo y no podemos cerrarlo con explicaciones simplistas.

Hoy el discurso predominante es que todo es fluido…

Yo parto de la visión antropológica cristiana donde la diferencia sexual es la más radical. No está en el cuerpo, sino que se manifiesta en él. La diferencia sexual toca además a la psique y al espíritu: es una forma distinta de ser imagen y semejanza de Dios. Pero hay que reconocer que, a nivel de identidad psicológica, integrar la propia masculinidad y feminidad no es ni sencillo ni espontáneo. Para abrazar esta categoría biológica hay que encajar también una experiencia de cultura, de educación… Influyen muchos factores. Creo que es importante ponerse de rodillas ante las vidas concretas. Cuando una persona me cuenta que no se identifica con su cuerpo es algo real, no se lo está inventando.

¿Por qué las teorías de género son peligrosas?

Proponen una falsa salida y un engaño perverso ante las angustias vitales. A la larga, suponen una

violencia mayor en la propia historia, porque obligan a poner entre paréntesis aspectos que también forman parte de la identidad de cada persona. Es un espejismo pensar que alguien pueda poner entre paréntesis su cuerpo, como si no dijera nada de quién es. Incluso desde un punto de vista psicológico, su
 yo se ha desarrollado a partir de experiencias corporales. Claro, esto no se puede soltar de forma agresiva, sino que exige mucha delicadeza en las formas. Lo que ahora se hace con las transiciones y con el retraso de la pubertad es una grosería científica sostenida por pura ideología e intereses económicos.

¿Ha fallado la Iglesia?

No hemos estado siempre a la altura. Entiendo que la Iglesia reaccionase con cautela cuando se introdujo el término género en el mundo político. Pero después, durante muchos años, hemos considerado que todo lo que tenía que ver con dicho término era herético o ideológico. Se puede abrazar el género desde una antropología cristiana, como un elemento distinguible, pero no separable del sexo. Como Iglesia hemos tenido una posición excesivamente defensiva. Los jóvenes se alejan por este tema. No podemos seguir haciendo las cosas como las hemos hecho porque los perdemos.

¿Qué tiene que decir la Iglesia, por ejemplo, de los roles de género?

En la Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Pekín en 1995, la Iglesia dijo claramente que no sostenía el determinismo biológico por el cual habría un único modelo estático de relación entre varones y mujeres. La diferencia sexual es muy radical, pero es interpretada por las culturas de una manera que no es absoluta. Las feministas insistieron mucho en separar lo que somos como mujeres de lo que la sociedad ha interpretado de nuestro ser mujeres, y tenían razón en esto.

La revolución sexual fue en el año 1968 y la Iglesia se pronunció casi 30 años después. ¿Un poco tarde?

Yo creo que nos pilló un poco desprevenidos. El término género nace en un ambiente anglosajón, en las universidades de Estados Unidos, entre los años 75 y el 95, cuando la Iglesia estaba en plena crisis posconciliar, por lo que pasó un poco desapercibido. Es verdad que la antropología cristiana previa al Concilio Vaticano II no había reflexionado suficientemente sobre la diferencia sexual y sobre el papel de la mujer. Había una visión del sexo como si fuera casi un mal necesario. Estábamos contagiados de visiones platónicas y se veía el sexo como algo negativo. Muchas mujeres llegaban al matrimonio y descubrían lo que era el sexo la noche de bodas.

¿Dónde estamos ahora?

Creo que estamos en una sensibilidad muy lejana a la que tienen los jóvenes. Muchas veces nos sentimos incapaces de orientarles para salir del laberinto, porque no comprendemos el tema y simplemente les decimos: «Eso está mal», pero es algo más. El mensaje es el mismo, pero hay que distinguir los ámbitos. No es lo mismo estar en el terreno pastoral, ante una persona que está confundida, que en el de la catequesis o en el de la política.

¿Cómo puede ganar relevancia la Iglesia en este debate?

Con los jóvenes que están confundidos, hay que ayudarles a que se planteen preguntas para que ellos mismos encuentren la verdad. La verdad no es algo que hay que imponer desde fuera: se corresponde con los anhelos del corazón, porque estamos bien hechos. Esto no es relativismo, sino saber que la ley natural está escrita en el corazón. En el ámbito educativo tenemos que hacer una propuesta antropológica clara y profunda, pero de forma respetuosa. A veces los discursos, por ejemplo, que se hacen desde los grupos provida, pueden ser muy hirientes. Hay que hablar con cariño de la sacralidad de la vida sin tener que aplastar a la niña que ha abortado.

Por Victoria Isabel Cardiel. Publicado en Alfa y Omega

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