Pon rostros a la Cruz

Fue un día como este, bajo un cielo no distinto al que hoy nos protege, en esta tierra en la que habitamos cada uno de maneras muy distintas. Era un día como hoy cuando muchos aclamaron a Cristo, unos con palmas, otros con mantos y cantos, pero todos entrando juntos a la Ciudad Santa.

Lo aclamaban porque Le veían especial, veían en Jesús una autoridad distinta, quizás miraban un poco lejos y sin implicarse, pero descubrieron que venía de Dios. Eran los entusiastas, esos que rodeaban a Jesús, esos que sintieron en el corazón algo especial porque Les hablaba del Amor y la Verdad de Dios y porque tenía una autoridad especial.

Entraron en Jerusalén, pero pasaron unos días y todo cambió, y entonces muchos de ellos apoyaron su asesinato público. Le entregaron aquel día el ramo, pero aquel Domingo de Ramos no le entregaron el corazón. A poco, las que fueron palmas se convierten en dagas que se alzan al grito de “Crucifícalo, crucifícalo”. Las mismas manos y voces primero arropan a Jesús y al poco contribuyen a su muerte, la muerte más grande de la historia, una muerte en la que se expone también la muerte de cada uno de nosotros. Le matan unos con su silencio, otros con su indiferencia, pues no les importaba la muerte de alguien marginal y menos a las afueras de la ciudad, el lugar de los leprosos y los malditos.

Otros le matan por intereses políticos, otros por ira, por dejarse llevar por la crispación o por no analizar lo que decían los poderosos y sus ocultos intereses. Pero otros no le matan, solo lloran y se lamentan: serán las mujeres o aquella mujer con su perfume, será José de Arimatea que rompe su anonimato de hombre influyente para hacer lo que nadie se atrevía, pedir el cuerpo roto para enterrarlo con dignidad y entre amigos. Fue un día como este donde comienza la salvación de todos nosotros: incluso de los que matan, incluso de los que callan.

Fue un día como hoy cuando comienza, por parte de Dios, la gran explicación del sentido de la vida, de lo que hay en el corazón de Dios y solo es entendible para quien elige verlo con los ojos del silencio, del amor y de la fe. Porque un día como hoy el Padre nos revela el poder que tiene despojarse de todo para amarnos fielmente: “Habiendo amado a los Suyos, los amó hasta el extremo”.

Un día como hoy comienza un gran juicio: el gran juicio de amor a cada uno de nosotros. Si te das cuenta, nadie se queda sin respuesta ante la Pasión del Señor que hemos escuchado. Es como un gran espejo donde todo el que se pone delante queda de una u otra forma juzgado, pero es un juicio especial encabezado por un juez que juzga ensangrentado, machacado por nuestras culpas y soportando todo por amor a cada uno de nosotros, sin excepción.

Esta Pasión es por ti, por ellos, por mí. La verdad es esta, queridos hermanos: Cristo, en estos momentos como aquel día, entra en nuestra vida para morir por nosotros y así ser resucitados en Él. Yo os invito, hoy con sencillez y pobreza, a dar un salto de fe, al menos por unos minutos. Un salto que esta Semana Santa nos puede dar la vida de nuevo y hacernos crecer como sucede en cada primavera. Un salto de confianza en el Señor para atrevernos, ahora en concreto, a ir con Él donde quiera llevarnos, donde nos esperan en este momento concreto de la vida, aunque sean periferias, aunque sea llevar un perfume o simplemente envolver cuerpos rotos como aquel de Arimatea. Un salto para atrevernos a pasar de ser entusiastas lejanos a ser seguidores, dejar de ser espectadores de Cristo. Decidle cada uno con fe que esta Semana Santa queremos ser más cristianos y queremos crecer de corazón en el seguimiento de Cristo.

Un salto a tomar en serio la Pasión de Jesucristo: aprender de memoria la primera y a dejar que la primera nos ayude a descubrir los lugares donde la reflejan hoy en día. Tomarla en serio para no volverle el rostro a las pasiones que hay a nuestro alrededor. Os invito a asombrarnos, porque sí queridos hermanos, alguien ha muerto por ti y ha dado la vida por ti, el mismo Hijo de Dios para que te des cuenta lo que vale el amor, para rescatarte de todo lo que ha contribuido, de una forma u otra, para matarle. Esto es peligroso.

La fe no es una butaca para esperar la vida eterna ni es un escudo de rezos y prácticas para aclamar y luego crucificar: la fe es un riesgo y sobre todo cuando uno sabe que en cada paso nos jugamos la muerte del Señor mismo. La vida de nuestros hermanos cristianos, la de los mártires, la vida de nuestras comunidades lo testimonian: el amor es bello y es martirial, “si el grano de trigo no muere, no da fruto”. Esto es verdad: Cristo nos juzga y a la vez entrega la vida, aunque todas las piedras que lanzamos contra alguien, siempre le llegan a Él.


Pero, como dice Pablo, todavía falta algo a la Pasión de Cristo: no es una metáfora. Le falta que nosotros tomemos en serio esto ahora y pasemos de ser espectadores a testigos, le falta que no escuchemos un recuerdo como a quien asiste a una moderna performance, sino que notemos que Cristo está muriendo por nosotros y así salva a toda la humanidad.

Por eso, permitidme que os pida esta Semana Santa dar este salto: meditar el dolor de Cristo, contemplar las procesiones que es bello y hondo, ponernos ante la belleza de Cristo, pero ese es el primer paso y a veces puede ser una coartada para no ver nuestros dolores y los de nuestro pueblo. La cruz nunca puede ser un obstáculo para ver las otras cruces que hay alrededor: te pido que cierres los ojos un momento, los ojos de la cara y abras los ojos del alma para ver también la otra Semana Santa.

La que sostiene la de los ramos, la que procesionamos por las calles y celebraciones, la otra Semana Santa de la que tú eres parte. Hoy vamos juntos al calvario, con tus cruces, las tuyas, las que tienes, pero vamos también con las cruces del mundo.

Vamos al calvario donde sufren casi 700 millones de personas en todo el mundo que viven con menos de dos euros al mes, el calvario de nuestros jóvenes que se están suicidando, el calvario de tanta gente que vive sola, el calvario de nuestra desigualdad. Cristo ya no está colgado como la primera vez en la Cruz, pero es la vida de los mártires de la Iglesia perseguida, los cristianos que sangran, que gritan y que sufren y que están tan cerca de nosotros, en esos calvarios siempre a las afueras.

Mira a Cristo como seguidor y no simplemente como admirador de su mensaje.

Atrévete a imaginarte clavado en la Cruz. Pon rostros a la Cruz, solo entonces comprenderás que la Semana Santa está viva y entonces la luz de la Cruz te llegará a rincones insospechados de la vida.

 Cardenal José Cobo, arzobispo de Madrid. Homilía en la misa del Domingo de Ramos

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