Prójimos inesperados

 A veces descubrimos prójimos en las personas más inesperadas, aquellas cuyo nombre o ascendencia nos resulta incluso difícil de pronunciar. En el globalizado y proteico mundo de hoy en día, donde la política polarizada enfrenta con frecuencia a personas de diferentes identidades religiosas, Jesús nos sale al camino con la parábola del buen samaritano poniendo el acento en la importancia de nuestra vocación de superar fronteras y abatir muros de separación.


Al igual que el maestro de la ley, también nosotros tenemos a la vista el ineludible compromiso de reflexionar en serio sobre cómo vivimos nuestra existencia, no ya únicamente en términos de si hacemos o no el bien, sino además si, como el sacerdote y el levita, cada uno por su cuenta, estamos descuidando actuar con misericordia.

Jesús no responde directamente a la cuestión que le plantea el doctor de la ley, sino que le pregunta qué respuesta daría él mismo acerca de qué hacer para heredar la vida eterna. Se lo pone comprometido de veras, sin duda.


El interpelado contesta, muy acertadamente, uniendo un texto del Deuteronomio acerca de la primacía del amor a Dios (cf. Dt 6,5), con otro del Levítico sobre el amor al prójimo (cf. Lv 19,18). La cuestión aquí era a quién habría que considerar como «prójimo», y, por ende, objeto del amor.

Jesús le sale al paso con una parábola bellísima y realísima de un samaritano compasivo y misericordioso, cuyo proceder refleja bien a las claras, que el amor ha de ser visible y tangible. Reclama hechos concretos que ayuden a remediar las necesidades específicas del prójimo. Por eso, después de plantear la parábola, Jesús pregunta a su interlocutor: «¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los salteadores? Él le dijo: ‘El que tuvo misericordia con él’» (vv. 36-37).

La pregunta de Jesús se las trae. En el lenguaje del Antiguo Testamento, el «prójimo» (en hebreo, «re‘a») no es cualquier ser humano, sino el que pertenece al propio pueblo. Ciertamente el sacerdote y el levita pertenecían. Pero ninguno de Sus contemporáneos habría dicho que un samaritano fuera su «prójimo». Jesús pone en un compromiso a su interlocutor al preguntarle por «cuál de estos tres» (el sacerdote, el levita o el samaritano) era el «prójimo» de aquel hombre malherido. El doctor de la ley, para no decir lo que parecía obvio, pero era impensable para él –«el samaritano»–, recurre a un circunloquio: «El que tuvo misericordia con él».

«La actualidad de la parábola resulta evidente -comenta Benedicto XVI- […] ¿No encontramos también a nuestro alrededor personas explotadas y maltratadas? Las víctimas de la droga, del tráfico de personas, del turismo sexual; personas destrozadas interiormente, vacías en medio de la riqueza material. Todo esto nos afecta y nos llama a tener los ojos y el corazón de quien es prójimo, y también el valor de amar al prójimo» (Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I. Desde el Bautismo a la Transfiguración [Madrid: La esfera de los libros, 2000], p. 239s).

La parábola de Jesús es provocativa: En la práctica, ¿quién fue «el que tuvo misericordia con él»? Ciertamente, el samaritano fue verdadero prójimo de aquel hombre, pero, también lo fue el posadero. Él fue quien se encargó durante muchos días de curarle las heridas hasta que sanaran, de atenderlo cuando fuera necesario, o de prepararle alimentos que le resultasen apetitosos y le ayudasen a recuperar sus fuerzas. Todo eso sin protagonismo, sirviendo oculto. Como señala el papa Francisco, «el amor, después de todo, nunca podrá ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir cotidiano» (Papa Francisco, Misericordiae vultus, n. 9).

La célebre parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,25-37) introduce en el corazón del mensaje evangélico: el amor a Dios y el amor al prójimo. Pero, ¿quién es mi prójimo?, pregunta el interlocutor a Jesús. Y el Señor responde invirtiendo la pregunta, mostrando, con el relato del buen samaritano, que cada uno de nosotros debe convertirse en prójimo de toda persona con quien se encuentra. «Ve y haz tú lo mismo» (Lc 10,37). Amar, dice Jesús, es comportarse como el buen samaritano. Por lo demás, sabemos que el buen samaritano por excelencia es precisamente Él: aunque era Dios, no dudó en rebajarse hasta hacerse hombre y dar la vida por nosotros.

Por tanto, el amor es «el corazón» de la vida cristiana; en efecto, solo el amor, suscitado en nosotros por el Espíritu Santo, nos convierte en testigos de Cristo. «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis Mis testigos» (Hch 1, 8) [Benedicto XVI].

Oración: Dios Santo, Tu Hijo Jesucristo habitó entre nosotros para mostrarnos el camino de la compasión. Ayúdanos, con Tu Espíritu a seguir Su ejemplo, a servir a las necesidades de todos tus hijos, y así dar juntos testimonio cristiano de Tus caminos de amor y misericordia. Te lo pedimos en el nombre de Jesús. Amén.

Por Pedro Langa, O.S.A. Publicado en Equipo Ecuménico de Sabiñánigo

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