De extranjeros a prójimos

Cosa cierta y sabida es que en cualquier sociedad humana, la hospitalidad y la solidaridad son esenciales. Requieren la acogida a los forasteros, migrantes y personas sin hogar. Sin embargo, cuando nos enfrentamos a la inseguridad, la sospecha y la violencia, tendemos a desconfiar de nuestros prójimos. La hospitalidad es un testimonio importante del Evangelio, sobre todo en contextos de pluralismo religioso y cultural. Acoger por eso al «otro», y ser a su vez por él acogido, está en el centro del diálogo ecuménico y forma parte del entrañable amor de Cristo a Su Iglesia con otros misterios de gran secreto y de gran peso. Los cristianos tienen ante sí el desafío de convertir sus Iglesias en posadas donde puedan sus prójimos encontrar a Cristo. Tal hospitalidad es un signo del amor que nuestras Iglesias tienen entre sí. Cuando nosotros, como seguidores de Cristo, vamos más allá de nuestras tradiciones confesionales y elegimos practicar la hospitalidad ecuménica, pasamos de ser extranjeros a prójimos.


Feliz y bien traída idea la de san Juan Pablo II incluyendo en su Carta apostólica Salvifici Doloris (11.2.1984) la parábola del buen samaritano (cf. n. 28-30), de la que afirma, entre otras oportunas reflexiones: «Pertenece también al Evangelio del sufrimiento […] Indica, en efecto, cuál debe ser la relación de cada uno de nosotros con el prójimo que sufre. No nos está permitido «pasar de largo», con indiferencia, sino que debemos «pararnos» junto a él. Buen samaritano es todo hombre, que se para junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género que ése sea […] es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que «se conmueve» ante la desgracia del prójimo.[…] Por lo tanto, es necesario cultivar en sí mismo esta sensibilidad del corazón, que testimonia la compasión hacia el que sufre. A veces esta compasión es la única o principal manifestación de nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que sufre» (n. 28).


Es buen samaritano, en definitiva, el que ofrece ayuda en el sufrimiento, de cualquier clase que sea. En ella pone todo su corazón y no ahorra ni siquiera medios materiales. Se puede afirmar que se da a sí mismo, su propio «yo», abriendo este «yo» al otro. Tocamos aquí uno de los puntos clave de toda la antropología cristiana. El hombre no puede «encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás».

«Siguiendo la parábola evangélica, se podría decir que en sí misma expresa una verdad profundamente cristiana, pero a la vez tan universalmente humana. No sin razón, aun en el lenguaje habitual se llama obra «de buen samaritano» toda actividad en favor de los hombres que sufren y de todos los necesitados de ayuda» (n.29).

Al hilo de lo cual, se puede, por otra parte, admitir que san Juan Pablo II extiende la fuerza del argumento -actividad del samaritano misericordioso- a las formas institucionales organizadas y al terreno de trabajo en las respectivas profesiones. ¡Cuánto tiene «de buen samaritano» -precisa aquel Papa que tanto supo del dolor- la profesión del médico, de la enfermera, u otras similares! Por razón del contenido «evangélico», encerrado en ella, nos inclinamos a pensar más bien en una vocación que en una profesión.

Esta parábola entrará, finalmente, por su contenido esencial, en aquellas desconcertantes palabras sobre el juicio final, tan relacionadas con las obras de misericordia […]: «Venid, benditos de Mi Padre […] Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; preso, y vinisteis a verme».

No puede, por eso, faltar esta vez en el Octavario el controvertido nombre de Gaza marcado por el dolor en sus más viles facetas del terrorismo y de la violencia criminal. Tampoco se han de pasar por alto, ante lo perpetrado en su Franja los tenaces esfuerzos de intermediarios que han sabido dialogar hasta la puesta en libertad de numerosos rehenes. Ecumenismo y diálogo interreligioso, a ejemplo del buen samaritano, tan certeramente comentado por san Juan Pablo II en Salvifici Doloris, han sacado lustre, claro que sí, al valor salvífico del sufrimiento. Al acercarse unos a otros mientras ofrecían al mundo el amor y la misericordia de Cristo, el Buen Samaritano por excelencia, ayudaron a tantos hombres que, en estos días de la Semana, elevan oraciones en los actos interconfesionales de saludable culto. Bien dice san Juan Crisóstomo al afirmar que «el Señor sabe que la violencia no se vence con la violencia, sino con la mansedumbre» (De las hom. sobre el Ev. de san Mateo: Hom. 33, 1.2). Ojalá lo supieran así los hombres.

Oración: Padre de amor: en Jesús, Tu Hijo, nos mostraste el significado de la hospitalidad, cuidando de nuestra frágil humanidad. Ayúdanos a convertirnos en comunidad que acoja a quienes se sienten abandonados y perdidos, a base de construir una casa donde todos sean bienvenidos. Que nos acerquemos mutuamente mientras ofrecemos al mundo Tu amor incondicional. Te lo pedimos en la unidad del Espíritu Santo. Amén.

Por Pedro Langa Aguilar, O.S.A. Publicado en Equipo Ecuménico de Sabiñánigo

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