Una tarea irrenunciable e inexcusable

Homilía de Francisco Prieto, arzobispo de Santiago de Compostela, en la misa por la Festividad de Santiago Apóstol

“Por mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo”. Así nos


resume el libro de los Hechos la acción evangelizadora de aquellos primeros discípulos en la bulliciosa y cosmopolita ciudad de Jerusalén: lo hacían con mucho valor; y se los miraba con mucho agrado (cf. Hch 4,33). En aquel inmenso atrio que rodeaba el templo de Jerusalén, en el pórtico de Salomón que miraba el amanecer, todos se reunían con un mismo espíritu.

A aquel grandioso patio acudían no sólo judíos, sino también todos aquellos que no profesaban la fe judía y quisieran orar al Dios de Israel. En aquel inmenso espacio se colocaban en apretada multitud los cambistas, paseaban los curiosos, se sentaban los escribas y maestros de la ley. Aquel templo recibió el homenaje de muchos pueblos y personajes a lo largo de los siglos. Ya en la oración con la que fue dedicado el primer templo, el de Salomón, el rey sabio le pedía a Dios que escuchase también al extranjero y al gentil que no pertenecen al pueblo de Israel cuando lleguen de un país lejano y oren en el templo, “porque oirán hablar de Tu fama, de Tu mano fuerte, de Tu brazo extendido” (1 Re 8, 41-43).

Hoy, en esta Jerusalén del Occidente, a esta nuestra querida ciudad de Santiago de Compostela, también llegan hasta esta Catedral, que alberga la tumba del hijo del Zebedeo, el amigo del Señor, tantos peregrinos, previamente acogidos en la pétrea belleza de una plaza que los recibe como un lugar de búsqueda de itinerarios comunes, sin ningún atajo y sin ninguna distracción o dispersión, en el cual la escucha pasa a ser primordial a pesar de las diferencias. Un espacio abierto a quienes buscan a Dios o se interrogan por Él, y también a quienes nos les causa inquietud (los indiferentes). Aquí resonó la llamada de san Juan Pablo II: “te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces(Discurso en el acto europeísta, 9 nov 1982); aquí el papa Benedicto recordó que “la Europa de la ciencia y de las tecnologías, la Europa de la civilización y de la cultura, tiene que ser a la vez la Europa abierta a la trascendencia y a la fraternidad con otros continentes, al Dios vivo y verdadero desde el hombre vivo y verdadero” (Homilía en la plaza del Obradoiro, 6 nov 2010).

Esta plaza, como esta ciudad, nacidas en torno a la memoria y la tumba del Apóstol, evocan la necesidad de una misión compartida, de un ágora contemporánea donde la fe cristiana propone y muestra, no al Dios inventado o pensado, sino al Dios revelado, aquel que no es un pensamiento, sino un acontecimiento, un encuentro: la Palabra hecha carne, que fue colgada de un madero y resucitada por Dios para darnos la salvación y el perdón, tal como Pedro anunció ante el Sanedrín judío (Hch 5, 27-33). Conviene un camino de humildad para acogerla y responderle. Una humildad razonable y una razón humilde.

Como cristianos y como Iglesia estamos comprometidos en la construcción de la urbe humana y social, y vocacionados a la esperanza de aquella Urbe eterna. Como se decía en el siglo II sobre los cristianos, “toda tierra extraña es su patria; y toda patria les resulta extraña”. Pero estamos llamados a ser alma del mundo, o sea, parte viva y vivificante, con ánimo y ánima. Como dice el papa Francisco: “Deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad (EG 268).

Sin confundir laicidad con laicismo, estamos implantados en la realidad de cada día, vivimos en la ciudad donde cada uno de nosotros se acredita como persona y profesional, como compañero o vecino. Cuando nos desacreditamos en un campo tan fundamental como este, no se tiene credibilidad en lo demás, porque hay palabras sagradas cuya realización o negación acreditan o desacreditan a una persona: libertad, justicia y verdad. Quien carece de ellas (por que se le niegan o las niega en primera persona), carece de dignidad.

Ninguna forma de vida encauza todas las necesidades humanas y ninguna política es plenamente coherente con el reino de Dios, quizá porque aquélla es gestión de los hombres, y el Reino de Dios es Dios mismo. El cristianismo no es una moral, es mucho más, pero nunca menos que una moral.

Es el momento de trascender la banalidad y hacer de la profundidad y de la búsqueda de sentido un lugar y un punto de encuentro. La espiritualidad hace referencia a un plano de realidad superior del ser humano, pero que también puede ser interior a él mismo, frente al cual la persona se sitúa en una actitud de búsqueda, y a la vez de acogida, de realidades que no se poseen suficientemente, dotadas de un espesor que enriquece al ser humano y lo lleva a indagar en lo hondo de la realidad, la propia y la ajena. En el mar de fondo de los anhelos y necesidades compartidas nos podemos encontrar. Hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro (EG 89), porque el que quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor (Mt 20, 26).

Se trata de ofrecer y proponer la fe cristiana como una propuesta humanizadora y trascendente del sentido primero y último de la vida, ya aquí y todavía más allá, desde el Dios de Jesucristo. Llamados a ser levadura en esta masa, a veces tan amorfa y tan líquida (cf Mt 13,33), no podemos ocultar el talento (cf. Mt 25,25), porque la palabra es el primer acto fundante (“En el principio era la Palabra”, Jn 1, 1) y el Evangelio (Palabra definitiva y encarnada) es encuentro: “Creemos y por eso hablamos” (2 Cor 4,13). La luz no oculta los colores, los intensifica.

La aportación de los creyentes, y de la Iglesia en su conjunto, a la plaza pública tiene que ser profética, nunca acomodaticia, y tiene que responder a las necesidades y a las inquietudes del presente, vividos a menudo de forma dramática por la sociedad. Hay una manera profética de estar en el mundo, opuesta por un lado al espiritualismo, y por otro al peligro de erigirnos en árbitros o jueces del mundo. Una dimensión profética realizada con verdad, con lenguaje atractivo y mirada amable, hasta con un sano sentido del humor y una inteligencia suficiente que sepa distinguir lo importante de lo secundario.

Aprendamos a hablar, o mejor, a  vivir, desde el lenguaje del testimonio y del amor, porque “solo el amor es digno de fe”. Ya decía Santo Tomás de Aquino que “en realidades que nos exceden, sobre todo, las de Dios, es preferible el amor al conocimiento” . Un amor incondicional que no distingue a propios de extraños, y que convierte a cualquier ser humano en prójimo, “mi” prójimo: ahí está una permanente prolongación de la Encarnación (EG 179).

Tenemos que amar sinceramente a cada hombre y mujer con el que compartimos ciudad, vida y espacio, poniendo tanto empeño en defender lo justo como en denunciar lo injusto, en rechazar lo malo como en promover lo bueno (sin caer en injenuos buenismos, pero si reconocer y apoyar las sinceras bondades): “el ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente, o el temor de ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual” (EG 88).

No es en la soledad ni en el lamento, sino en la hermandad donde el hombre, cada persona, puede respirar con holgura para alejarse de excesos y colmar sus vacíos. Los cristianos tenemos aquí una responsabilidad única en medio de este ágora: ser testimonios de la paternidad de Dios y de la fraternidad de Cristo.

Debemos ser testimonios al servicio de una vida mas humanizada, entendida como don de Dios y como tarea humana, promotores de una cultura de la vida digna del hombre y de todo hombre. Como ciudadanos y cristianos tenemos unas manos, un corazón y una vida, una tarea irrenunciable e inexcusable: hacer de la fraternidad el sustantivo constituyente del ser humano y, por supuesto, ser y hacer lo cristiano en medio de la sociedad. 

Sr. Oferente, acogemos vuestra ofrenda y la hacemos presente delante del altar. Encomiendo a la intercesión del Apóstol Santiago a todos los pueblos mundo, especialmente los que siguen sufriendo el drama de la guerra, del hambre que tantos exilios forzados provoca; a todos los pueblos y gentes de España, de nuestra querida Galicia, de nuestras familias, que sigan siendo, en estos momentos de crisis e incertezas, refugios de vida y de fe, donde todos, especialmente nuestros niños y ancianos, sean cuidados, queridos y consolados. En el décimo aniversario del terrible accidente ferroviario de Angrois, que nos conmovió en las vísperas de esta solemnidad, quiero recordar a las víctimas y a sus familias desde la esperanza que nos ven desde el Dios de la Vida, desde el consuelo que brota del corazón del Padre misericordioso. Presento al Apóstol a todos los jóvenes que, desde tantos lugares del mundo, acudirán, junto con el papa Francisco, a la Jornada Mundial de la Juventud en Lisboa, para que sean testimonios gozosos de Cristo vivo.*

Pido por aquellos que fueron elegidos en las recientes elecciones generales para que dediquen sus mejores esfuerzos a las exigencias del bien común y al esfuerzo de construir una sociedad en paz, fundada en la verdad, la justicia y la libertad, donde el servir sea siempre el horizonte de la responsabilidad política, por encima de las legítimas diferencias políticas.

Por intercesión del Santo Apóstol Santiago, pido al Señor que bendiga a Sus Majestades y a la Familia Real; también a Vuestra Excelencia, Sr. Oferente, su familia y sus colaboradores. Que, nuevamente desde Santiago, renazca la esperanza que nunca decae y que siempre nos sostiene.

*En gallego en el original, traducción propia

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