Madre de la esperanza

Dios, a través de María, nos ha ofrecido una perspectiva mucho más profunda, un nuevo “poder-ser” en comunidad con Él. No nos ofrece una imagen de Sí mismo, escribe Moltmann, sino que de una esperanza para marchar hacia la libertad, entre el peligro y las tribulaciones del mundo.

Siguiendo con Moltmann, por medio de María, Dios envía a los hombres al que, “expulsado de Su pueblo y abandonado de Sus discípulos, más aún, abandonado de Su mismo Dios, muere en el patíbulo, será anunciado como el ‘Dios por nosotros, los abandonados’. Muriendo en el infierno del abandono de Dios y de los hombres, trae esta comunidad de Dios que se llama amor, a aquellos que en su infierno dejan marchar toda esperanza, y les abre un futuro”.

Sin embargo, el hombre moderno, como apunta Schiller, piensa y siente diferente. Basta con hacer un repaso por las redes sociales para comprender que no todos comparten esta simpatía por la esperanza. Los herederos de Nietzsche, por ejemplo, la llaman “virtud de los débiles”; que hace del hombre un ser inútil, apartado, resignado, extraño al progreso del mundo. Los herederos de Marx hablan de “alienación”, que mantiene a los hombres al margen de la lucha por la promoción humana. Sin embargo, “el mensaje cristiano —ha dicho el Concilio—, lejos de apartar a los hombres de la tarea de edificar el mundo… les compromete más bien a ello con una obligación más exigente” (‘Gaudium et Spes’, núm. 34, cf. núm. 39 y 57).

María miró de frente a la cruz donde moría su Hijo. La miró sin desviar su mirada. Siempre atenta.


Siempre con esperanza.
María sabía en lo profundo de su corazón que la Cruz es la puerta, como escribe Moltmann, es lo que diferencia a la fe de la superstición, es el punto de diferencia frente a las ideologías y las imágenes humanísticas del hombre, es lo que diferencia a la fe de la incredulidad. Por eso decimos los cristianos, María es “vida, dulzura y esperanza nuestra”. La esperanza es un camino y María nos enseña a subir y nos lleva al Monte Santo que es Cristo. La esperanza es tensión hacia la meta definitiva y María nos abre, glorificada ya en el cielo esa meta definitiva.

Allí en el ‘reino’ consumado, está nuestro verdadero nombre, el nombre que alcanzaremos un día cuando entremos en el reposo definitivo del Padre; y María es la luz que anticipa esta esperanza para todos los que peregrinan. Ella es “signo de esperanza cierta”, como la llama el Concilio Vaticano II. No temas, María, le pide Dios a la Santísima Virgen y al depositar esas palabras en ella lo hace en ti y en mí, ya que, junto a la Cruz, según las palabras de Jesús mismo, te convertiste en madre de los creyentes, madre nuestra. “Con esta fe, concluye Benedicto XVI su segunda encíclica, que en la oscuridad del Sábado Santo fue también certeza de la esperanza, te has ido a encontrar con la mañana de Pascua. La alegría de la resurrección ha conmovido tu corazón y te ha unido de modo nuevo a los discípulos, destinados a convertirse en familia de Jesús mediante la fe.

Así, estuviste en la comunidad de los creyentes que en los días después de la Ascensión oraban unánimes en espera del don del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14), que recibieron el día de Pentecostés. El ‘reino’ de Jesús era distinto de como lo habían podido imaginar los hombres. Este «reino» comenzó en aquella hora y ya nunca tendría fin. Por eso tú permaneces con los discípulos como madre suya, como Madre de la esperanza. Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia Su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino”. Paz y Bien

Por Valmore Muñoz. Publicado en Vida Nueva

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