Si quieres que los jóvenes vayan a misa, no los expulses

Cada año, alguien escribe sobre bebés llorones y niños pequeños incapaces de estarse quietos en misa; rogando a la congregación que comprendan que los padres están haciendo el mayor de sus esfuerzos por calmarlos; que simplemente quieren que estén presentes en la Eucaristía. Conozco esa vida, la he vivido. He sentido las miradas y los gestos de desaprobación. Pero ahora tengo adolescentes.

Estos días, soy una madre más mayor con varios hijos que luchan sobre si seguir o abandonar una fe que espero que un día perciban como plenamente suya. Sí, uno tiene pelo sobre sus ojos y vaqueros rotos y permanece sentado todo el tiempo. Sí, otro lleva pantalones cortos, aunque sea invierno, y gorra. Sí, otra coge el móvil y se pasa la misa mirándolo, aunque le he hecho guardárselo. Y cada uno de ellos va al servicio en algún momento durante la homilía.

Me encantaría que estuviesen plenamente presentes. Sería magnífico si pudiera convencerles de que se vistan con mayor formalidad. Sin embargo, por el momento simplemente me alegro de que vengan. Recuerdo la parábola de los dos hijos, uno que dice "sí" pero que no hace lo mandado y otro que dice "no" pero termina haciéndolo. ¿Quién cumplió la voluntad del Padre? El que hizo lo que se le pidió. Les pedí que viniesen y han venido. Y sí, eso cuenta.

Mi esperanza es que, con el tiempo, al asistir a misa encontrarán en ella Algo que les hable. Que sus


vidas les lleven a un punto en el que esperen algo grande y descubran que está aquí, que aquí estará y aquí ha estado todo el tiempo. Personalmente, sería una gran alegría para mi, pero esto no va sobre mi alegría. Simplemente quiero que sepan que Dios existe, que Dios les ama y que Dios escucha todos los sollozos de sus corazones. Quiero que sepan que este lugar, esta iglesia, esta Eucaristía, cada Eucaristía, es una invitación personal a cada uno de ellos. Quiero que sepan que ellos pertenecen aquí, se muestren como se muestren.

Ellos podrían preguntar: "Bueno, si Dios escucha el clamor de tu corazón para que volvamos, ¿por qué nosotros no lo hemos hecho? Sabemos que tú tienes fe". Es ese el don de la libertad, les contestaría, el generoso regalo de un Dios Amor. Él no insistirá en Su Voluntad sobre nosotros en ningún momento de nuestra vida terrena. Mis hijos siempre son libres de elegir continuar con nuestra fe o no. Creedme, me encantaría insistir y a veces desearía que Dios lo hiciera.

Sin embargo, confío y sé que Dios desea que ellos descansen en Su Corazón por su propia libre voluntad, incluso más de lo que lo hago yo. Y sé que Dios no está ahí arriba cortejando sus almas a todas horas, con cada regalito a Su disposición. Por eso aguardo en alegre esperanza, por la llegada de ese día que sea a un tiempo Pascua y Navidad en sus vidas de fe, cuando todo lo que Dios les ha dado penetre, con su pleno consentimiento, en sus corazones. Es mi esperanza, mi oración, el sollozo de mi corazón. Y sé que Dios lo escucha.

Como madre de hijos que están luchando internamente sobre su fe católica, tengo que esperar que un día la profundización de su fe llegará. Y espero que mis hermanos católicos en los bancos ayudarán a demostrar que la Iglesia, más allá de mi misma, también les quiere aquí. Es un camino más difícil si el mensaje que obtienen de otros en misa es una mirada irritada que se traduce en "Tú no encajas aquí".

Si la fe perfecta fuese requisito de admisión para asistir a misa, ciertamente los templos se quedarán vacíos. Ninguno de nosotros teníamos plena madurez en la fe a los quince ni a los veinte años y si por madurez se entiende una coherencia sin mancha, contradicción ni duda alguna, tampoco la tendremos por muy "adultos" que seamos. Y a nivel estético o de comportamiento, ¿estamos seguros de que nada de lo que hacemos o llevamos puesto habría escandalizado a nuestras bisabuelas? Nosotros -todos nosotros- en algún punto estamos buscando y dudando, y sin cierto nivel de duda tampoco hay fe posible. Todos nosotros a veces nos preguntamos si lo que hemos aprendido es parte de nosotros o es aparte de nosotros, algo que nos han impuesto y nos hemos acostumbrado a asentir.

Cuando veas a un padre con hijos adolescentes en misa y algo sobre cómo esos adolescentes están sentados, cómo visten comience a hacerte levantar las cejas, tal vez en lugar de comenzar a juzgarlos deberías elevar una oración a Santa Mónica por la familia. Entre tanto, sonríe cada vez que veas a un adolescente o a un universitario en los bancos de la iglesia, sin que te importe su apariencia. No te conviertas en la razón por la que dejen de venir.

Todos queremos vivir de una manera que testimonie por qué, a pesar de todos los desafíos, permanecemos en la Iglesia. Intentamos ser los testigos que mostremos por nuestro amor -a Cristo, a nuestros hijos, a cuantos nos rodean en los bancos de la iglesia y a los que faltan- que somos cristianos. En un mundo en el que cualquiera puede presentarse como lo que quiera, por cualquier razón, necesitamos mostrar a los adolescentes y a los jóvenes adultos del mundo, y de hecho al mundo entero, por qué seguimos a Cristo cuando hay un millón de opciones más fáciles. Necesitamos asistir a misa de una forma que revele al mundo que el cielo, toda la alegría, toda la paz, toda la esperanza, puede ser encontrado aquí.

¿Cómo hacemos eso en un mundo cansado y distraído? ¿En un mundo que parece creer con demasiada frecuencia que todas las respuestas se pueden encontrar en una pequeña pantalla y que lo mejor que podemos esperar es estar entretenidos? Irradiando algo vivo en nuestras palabras, nuestros hechos, nuestras acciones y, lo que es más importante, en nuestra presencia. Siendo personas apasionadas de Cristo y amando profundamente a aquellos que Él ama. Requerirá nuestro constante asentimiento. La luz atrae. La alegría invita. El amor revela. Debemos llevar estas tres ofrendas al altar. Cristo las multiplicará y tendremos una iglesia vibrante de vivaces adolescentes y ruidosos bebés y nos alegraremos de estar rodeados de gente.

Por Sherry Antonetti. Traducido de America Magazine

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