¿También nosotros estamos ciegos?

La ceguera suele ser una gran desgracia o desventaja para la mayoría de los que la padecen, aunque a menudo desarrollen otras dimensiones y capacidades que al resto nos faltan.

Estar ciego significa caminar a tientas, tropezar más fácilmente, tiene mayores riesgos.

Significa desconocer lo que hay alrededor, a una cierta distancia:  No poder disfrutar de un paisaje, no reconocer un rostro que se acerca, no distinguir los colores.
No poder hacerse una idea acertada de lo que es un mar, un cielo, una montaña elevada...
No distinguir el día de la noche...
No poder apreciar la mirada cálida de un amigo o de una madre...
Significa tener que pedir ayuda y depender con frecuencia de otros...

Los que tenemos la suerte de «ver» podemos intuir un poco estas dificultades cuando nos toca estar puntualmente a oscuras en esta cultura de la luz y de las luces, en la que tantas cosas nos entran por los ojos (¡de esto sabe tanto la publicidad...!).

El cuarto evangelista ha aprovechado la curación de un ciego de nacimiento, para hacer una reflexión sobre Jesús como luz, y sobre otro tipo de ceguera que, siendo grave, nos cuesta más reconocer: la ceguera interior. Eran las últimas palabras de este Evangelio: ¿También nosotros estamos ciegos?... Como decís que veis, vuestro pecado persiste

Aquel grupo de fariseos que la emprende con Jesús, usando al ciego como excusa, representa una ceguera, una manera de plantearse la vida y la fe... que Jesús considera sin solución. Son los que, ante un problema y una necesidad humana concreta, se dedican a teorizar, a buscar culpables, a aplicar leyes y principios excluyentes, a sacudir con sus creencias y planteamientos religiosos a los que no encajan en sus esquemas (que en este caso son precisamente los esquemas oficiales de la Ley judía), y que dejan al que sufre en su situación desesperada, despojándole de su dignidad, sin intentar siquiera comprenderlo ni ayudarlo. Están llenos de prejuicios: ¿Cómo puede un pecador hacer signos? Es decir: de cierta gente (la que no nos gusta, no son de los nuestros) no se puede esperar nada bueno. Reconocer el bien que hacen otros les cuesta infinito

Por otro lado se dedican a mentir, negando la realidad (ya empezaban entonces los "bulos" que ahora tanto abundan): «No era realmente ciego». Y a insultarte, y despreciarle. Por fin terminan por expulsarlo de la sinagoga, le «excomulgan». La «inclusión», la acogida, el encuentro no son para ellos una Buena Noticia. No saben ni quieren «escuchar» como tanto nos pide el Papa para construir una Iglesia de todos y para todos.

Estos vecinos y fariseos tienen tan claras sus ideas, las leyes, las normas, los principios morales... que son incapaces de adaptarse para acoger el sufrimiento y el dolor de los otros, ponerse en su lugar. Ni se les ocurre sospechar por un momento que pudieran estar equivocados, o que debieran adaptarlos o corregirlos. Saben muy bien lo que dijo e hizo Dios, lo que dijeron los profetas antiguos... pero son

incapaces de reconocer
 lo que Dios dice hoy, ni al profeta que tienen delante. Estos auto-nombrados portavoces de Dios y especialistas de la Ley de Moisés, de una manera tan estrecha e intransigente, terminan por condenar y rechazar la felicidad del hombre. ¡Qué terrible!  Lo mismo harán con Jesús, un poco más adelante, llevándole a la cruz. ¡Y lo harán en el nombre de Dios!    

El problema (creo yo) es que esto que parece tan tan claro en el Evangelio... no lo vemos en nosotros mismos. Miramos la realidad del otro desde nuestras ideas políticas, desde nuestra propia cultura, desde nuestra formación religiosa, desde nuestra posición social y económica, desde nuestra propia historia personal (lo cual es absolutamente normal)... pero sin que se nos ocurra relativizar, cuestionar, ponerlo todo un poco entre paréntesis para acercarnos al dolor, a la necesidad, a la realidad del otro, comprendiendo, empatizando, acogiendo, apoyando... ¡Uffff bien difícil, pero necesario!

Yo siento, después de meditar este Evangelio, una fuerte llamada a reconocer y reconocerme mis propias cegueras:

  • Porque levantarme cada día sin proponerme nada, sin metas, conformado con "lo que me dan", sin esforzarme siquiera un poco en  crecer y mejorar en algo, dejando pasar mis días años sin llenarlos de vida... es caminar a ciegas.

  •  Porque una mirada superficial, rápida, irreflexiva, o mis muchos pre-juicios pueden hacer que Cristo esté pasando a mi lado una y otra vez, y yo no lo vea. Es como estar ciego. No reconocer Sus signos, Sus palabras, Sus propuestas, o reducir Su mensaje a historias del pasado, a simples enseñanzas morales desencarnadas (como les pasaba a los vecinos y fariseos del Evangelio de hoy) es estar ciego.

  • Porque quedarse en las apariencias, en lo primero que se percibe, en los tópicos y las etiquetas al relacionarme con los demás, el menospreciar al otro por ser distinto... es ver muy a medias. El Señor ve el corazón. ¡Cuánto le costó entenderlo a Samuel, cuando buscaba al futuro rey de Israel! Y ¡cuánto me cuesta entenderlo y aplicarlo a mí!

  • Porque no atreverme a mirar el propio interior (o no hacerlo con frecuencia), procurando conocerme mejor, y detectar las tinieblas que se adueñan de mí es lo mismo que no ver. Como dice el libro del Apocalipsisnecesito un colirio para los ojos, de modo que descubra mi pobreza, mi ceguera, mi fragilidad... ¡mi verdad.!

  • Porque si digo que Jesús es la luz del mundo, que el Señor me ha salvado... tendré que aprender vivir -como dice la 2 Lectura-, como hijo de la luzpues toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz. Se trata de mirar el mundo con los ojos de Dios, aprender a mirar la vida, a las personas y a mí mismo con la luz de Jesús, es decir: con profundidad, con esperanza, con atención, con bondad, con justicia, con verdad... 

«Reconocer» que yo estoy ciego y que Jesús es Luz me lleva (como el ciego sanado) a postrarme ante él, para decirle: «Creo, Señor», aquí estoy, a tu servicio, pídeme lo que quieras... y dejar que sea el Señor de mi  vida. Y ya que Él mismo dijo: El Espíritu de Dios está sobre Mí porque Él Me ha enviado a dar la vista a los ciegos, le daré la oportunidad de que me cure, de que me salve. 

Que no tenga que decir de mí, de ninguno de nosotros: "Como dices que ves"... no tienes curación, estás lejos de Dios, no puedo hacer nada por ti.

Por Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf. Publicado en Ciudad Redonda

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