Benedicto, el romántico clásico

En sus últimos tiempos, el cardenal Joachim Meisner, el arzobispo de Colonia, describió a Joseph Ratzinger como "el Mozart de la teología". Otros han sugerido que Carl Maria von Weber o Anton Bruckner serían mejores comparaciones. Ambos son emblemáticos del romanticismo austrohúngaro.

Ratzinger estaba interesado en la relación entre amor y verdad, en la afectividad como en la


objetividad
, en el significado de la historia para la formación personal, en el carácter histórico de la revelación y en el papel de la belleza en la evangelización. La historia, la belleza, el amor y la relación de las tres con la formación del carácter humano son intereses centrales del movimiento romántico y, al estilo de Bruckner, Ratzinger unió sus análisis de esas relaciones en ensayos fuertemente polifónicos utilizando un lenguaje armónico y rico. Fue capaz de poner en primer plano estos elementos relegados en el pensamiento católico sin degradar los que habían llegado a ser comprendidos como los elementos clásicos. En ese sentido, Ratzinger fue el análogo teológico de una síntesis musical entre Mozart y con Weber o Bruckner, si tal cosa fuese posible. Para aquellos que gustan del romanticismo sin lo clásico, él fue un peligroso reaccionario. Para aquellos que gustan del clasicismo sin lo romántico, él fue un peligroso liberal.

Las generaciones por venir formarán su propio juicio a partir de los volúmenes de sus trabajos publicados, que incluyen más de sesenta libros y documentos magisteriales, tanto durante su colaboración durante un cuarto de siglo con el papa Juan Pablo II como prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe como durante su propio papado de ocho años. Sin duda será recordado como uno de los seis teólogos católicos más significativos del siglo XX, junto con Karl Rahner, SJ, Yves Congar, OP, el reverendo Romano Guardini, Henri de Lubac, SJ y el reverendo Hans Urs Von Balthasar. Los dos primeros fueron compañeros de Ratzinger como peritos teológicos en el Concilio Vaticano II, con quienes tuvo colaboraciones positivas (aunque luego se distanció de aquellos aspectos de la antropología de Rahner que derivaban de elementos de la filosofía idealista alemana y, a diferencia de Congar, dimitió del consejo editorial de la revista Concilium cuando la publicación se distanció de enseñanzas oficiales de la Iglesia en los años setenta). Los tres últimos fueron, en diferentes contextos, sus referentes intelectuales. De Lubac también fue su compañero como perito en el Concilio. Ratzinger escribió una vez que era imposible para él decir cuánto debía a De Lubac y a von Balthasar.

Buscando una afirmación breve que pueda resumir la vasta diversidad de contribuciones polifónicas de Ratzinger, llego al siguiente pasaje de Memoria de la antropología teológica de Agustín (2012), de Paige E. Hochschild:

Dios mueve el intelecto y la voluntad por medio del conocimiento que viene por la memoria. Lo universal, para San Agustín, puede ser percibido solo por medio de lo particular. Esto debe, por lo tanto, suceder por medio de la historia, por medio de los trabajos visibles, sensibles, de Cristo, por medio de la práctica de las virtudes, del amor al prójimo, de la vida de la Iglesia, de sus sacramentos y sobre todo de su Escritura. Desde estas experiencias, una persona tiene una visión de aquello en lo que consiste la felicidad del cielo.

Uno podía sustituir fácilmente el nombre de San Agustín por el de Ratzinger en este pasaje y tener una síntesis del pensamiento teológico de Ratzinger. En sus propias palabras, Ratzinger era "un decidido agustiniano" y, como Agustín, creía que Dios solo podía ser percibido en lo particular. Escribió en Principios de teología católica (1982):

El hombre encuentra su centro de gravedad, no en sí mismo, sino fuera de sí mismo. El lugar al que está anclado no está dentro de sí mismo, sino fuera. Eso explica ese resto que siempre se queda sin sin explicado, el carácter fragmentario de todos sus esfuerzos por aprehender la unidad de la historia y del ser. Al final, la tensión entre la teología y la historia tiene su fundamento en la tensión en la naturaleza humana misma, que debe salir de sí misma para encontrarse; tiene su origen en el misterio de Dios que es libertad y que, por lo tanto, llama a cada persona por un nombre por el que ninguna otra es conocida. Así, el todo es comunicado a él en lo particular.

En la misma obra Ratzinger describe el problema de "llegar a una comprensión de la mediación de la historia en el campo de la ontología" nada menos que como "la crisis fundamental de nuestro tiempo".

El escolasticismo postridentino se había enorgullecido de su rechazo de lo que era percibido como una fijación protestante por la historia. Pero en un horizonte intelectual altamente influido por el romanticismo alemán y la filosofía de Martin Heidegger, el compromiso católico con la historia no podía ser desatendido sin que los académicos de la Iglesia perdiesen toda credibilidad intelectual. Fue el círculo de académicos de Munich los que quedaron al frente de aquel compromiso, siguiendo el camino de los teólogos de Turingia del siglo XIX y siguiendo trayectorias similares a las de John Henry Newman. Fue en este ámbito en el que el joven Joseph Ratzinger llamó la atención del cardenal Josef Frings de Colonia que le invitó a asistir al Vaticano II como su asesor teológico.

El documento del Concilio que muestra más claramente las contribuciones de Ratzinger es la "Constitución dogmática sobre la revelación divina". En este texto la doctrina de Suárez sobre la revelación como algo fundamentalmente proposicional, "un conjunto fijado de doctrinas" como a veces se describió, es dejada de lado en favor de un relato histórico que presenta a Cristo mismo como la revelación de Dios Padre a la humanidad. Siguiendo a Romano Guardini, explicó Ratzinger, "la revelación no revela algo, ni revela varios tipos de cosas, sino que en el hombre Jesús, en el hombre que es Dios, somos capaces de comprender la plena naturaleza del hombre". En la obra más conocida de Ratzinger, Introducción al cristianismo (1968), que fue traducida a diecisiete idiomas, explicó la idea en estos términos:

"La creencia cristiana no está simplemente ocupada, como uno podría sospechar a primera vista por todo lo que se habla sobre creer o la fe, con lo eterno, que como lo "enteramente otro" permanecería completamente fuera del tiempo y del mundo humano; al contrario, está mucho más interesada por Dios en la historia, por Dios como hombre. Al buscar así tender un puente entre lo eterno y lo temporal, entre lo visible y lo invisible, al hacernos encontrar a Dios como hombre, lo eterno como temporal, como uno de nosotros, la creencia cristiana se comprende a sí misma como revelación".

Dado el interés de Ratzinger por la forma en la que Dios se relaciona con la persona humana por medio de momentos individuales en la historia, no es sorprendente que dos de sus temas teológicos favoritos fueran las virtudes teológicas (la fe, la esperanza y el amor) y la teología eucarística. Las virtudes teológicas son centrales para el desarrollo de la persona humana y de la amistad con Dios; y es por medio de la recepción de los sacramentos, en particular de la Eucaristía, que uno crece en esa amistad.

Esa amistad no supone la absorción del individuo en Dios, sino más bien la transformación de las diferencias en una unión de amor más elevada. El camino a esta unión más alta supone conversión y purificación y como tal toma la forma de la Cruz.

En su análisis de las virtudes teológicas (que debe mucho al trabajo de Josef Piper, el filósofo tomista que le presentó al cardenal Wojtyla), se incluye un relato de la forma en la que las virtudes han experimentado mutaciones en la cultura moderna y postmoderna. La gente todavía cree cosas, espera cosas y ama cosas, pero en formas que son altamente problemáticas. Hay más fe en la ciencia que en Cristo, más esperanza en la prosperidad material que en la vida eterna, y una gran confusión sobre la relación entre eros y agape. También existe confusión sobre como se relacionan fe y razón. Aquí es significativo que cuando Ratzinger habla de "razón" no quiere decir lo mismo a lo que se refiere Immanuel Kant. Su comprensión de esta relación era agustiniana, no postkantiana, y eso explica su aversión a algunas escuelas del tomismo preconciliar. La filosofía, para Ratzinger, no debería ser la pura razón de Kant o Descartes, sino que debería aceptar la contribución de la revelación divina y así hacerse compañera de la teología al buscar analizar los frutos de la revelación. Esto produce una significativa diferencia en la epistemiología cristiana.

A veces se ha dicho que los Estados Unidos no tuvieron un siglo XIX. La filosofía romántica que tanto influyó en Europa (especialmente en Alemania) en aquel siglo no supo cruzar el Atlántico. Tal vez sea por eso que todavía sea posible encontrar católicos norteamericanos que encuentran difícil comprender porque alguien puede decir que la crisis teológica más seria del siglo XX era llegar a una comprensión de la mediación de la historia en el plano de la ontología. Para aquellos que comprendieron que la intelectualidad católica tiene poca o ninguna credibilidad sin esto y que la nueva evangelización depende de que la Iglesia encuentre una solución a ello, las obras teológicas de Joseph Ratzinger continuarán ofreciendo inspiración en fragmentos del problema.

La vida de Joseph Ratzinger fue un largo y heroico desarrollo intelectual, en el que comprometió todo su corazón -un drama teológico con toda la emoción de un festival de Bayreuth-. En el caso de Ratzinger, sin embargo, la piedad católica bávara triunfó sobre lo que sea que hay en el espíritu alemán que permanece nostálgico de los héroes paganos.

Por Tracey Rowland. Traducido de America Magazine

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