Solo la paz es santa

Palabras del papa Francisco en la oración final del Encuentro de oración por la paz organizado por la Comunidad de San Egidio

Distinguidos líderes de las Iglesias cristianas y de las religiones del mundo, hermanos y hermanas, honorables autoridades civiles:

Agradezco a cada uno de vosotros que estéis tomando parte en este encuentro de oración por la paz. De una forma especial, agradezco a los líderes cristianos y a aquellos de otras religiones, que se han unido a nosotros en el mismo espíritu de fraternidad que inspiró la primera convocatoria histórica deseada por San Juan Pablo II en Asís, hace 36 años.

Este año nuestra oración se ha convertido en una petición de corazón, porque hoy la paz ha sido


gravemente violada
, asaltada y pisoteada y ha ocurrido en Europa, en el mismo continente que el pasado siglo afrontó los horrores de dos guerras mundiales -y estamos experimentando una tercera-. Tristemente, desde entonces, la guerra ha seguido causando derramamiento de sangre y empobreciendo la tierra. Sin embargo, la situación que estamos experimentando actualmente es especialmente dramática. Es por eso por lo que hemos elevado nuestra oración a Dios, que siempre escucha el angustiado ruego de Sus hijos e hijas. ¡Escúchanos, Señor!

La paz está en el corazón de las religiones, de sus escrituras sagradas y de sus enseñanzas. Esta tarde, en medio del silencio de la oración, hemos escuchado ese grito por la paz: una paz suprimida en tantas regiones del mundo, vulnerada por demasiados actos de violencia, negada incluso a los niños y a los ancianos, a quienes no se les ha eximido de los amargos sufrimientos de la guerra. Esa súplica por la paz a menudo es ahogada, no solo por la retórica hostil sino también por la indiferencia. Es reducida al silencio por el odio, que se extiende mientras la lucha continua.

Y sin embargo la súplica por la paz no puede ser suprimida: se levanta de los corazones de las madres, está indeleblemente grabada en los rostros de los refugiados, de las familias desplazadas, de los heridos y de los moribundos. Y este grito silencioso se eleva hasta el cielo. No hay fórmulas mágicas para terminar con los conflictos, pero existe el derecho sagrado a implorar la paz en el nombre de todos aquellos que sufren, y merece ser escuchado ese derecho. Exige con justicia a todos, comenzando por los líderes de los gobiernos, a tomarse un tiempo y escuchar, seria y respetuosamente. Esa súplica por la paz expresa el dolor y el horror de la guerra, que es la madre de toda pobreza.

"Cada guerra deja nuestro mundo peor de lo que era antes. La guerra es una derrota de la política y de la humanidad, una capitulación vergonzosa, una derrota punzante ante las fuerzas del mal (Fratelli Tutti, 261). Estas convicciones son el fruto de dolorosas lecciones del siglo veinte y, tristemente, de nuevo, de esta parte del siglo veintiuno. Hoy, de hecho, algo que esperábamos no tener que escuchar nunca más está amenazadoramente sobre la mesa: el uso de armas atómicas, que incluso después de Hiroshima y Nagasaki siguieron, erróneamente, siendo investigadas y fabricadas.

En este desolador escenario en el que, triste es decirlo, los planes de líderes mundiales poderosos no dejan espacio para las justas aspiraciones de los pueblos, el plan de Dios para nuestra salvación, que es "un plan para la paz y no para el mal" (Jeremías 29:11) nunca cambia. Aquí la voz de los sinvoz es escuchada; aquí la esperanza de los pobres y de los impotentes queda firmemente establecida: en Dios, cuyo Nombre es Paz. La paz es el don de Dios y hemos implorado ese don de Él. Pero la paz debe ser abrazada y alimentada por nosotros los hombres y mujeres, especialmente por aquellos de nosotros que somos creyentes. No nos dejemos infectar por la perversa lógica de la guerra; no caigamos en la trampa del odio al enemigo. Pongamos una vez más la paz en el corazón de nuestra visión del futuro, como el objetivo primario de nuestra actividad personal, social y política a todos los conflictos. Derrotemos al conflicto mediante el arma del diálogo.

En octubre de 1962, en medio de una grave crisis internacional, cuando la confrontación militar y el holocausto nuclear parecían inminentes, San Juan XXIII hizo esta llamada: "Suplicamos a todos los líderes de los gobiernos que no permanezcan sordos a este clamor de la humanidad. Hagan todo lo que esté en su mano para salvaguardar la paz. Librarán así al mundo de los horrores de una guerra cuyas consecuencias no pueden ser previstas. Promover, adoptar y aceptar el diálogo a todos los niveles y en todos los tiempos es una norma de sabiduría y prudencia que atrae la bendición del cielo y de la tierra".

Sesenta años más tarde, estas palabras todavía nos impresionan por su intemporalidad. Las hago mías. No somos "neutrales, sino aliados de la paz" y por esa razón "invocamos el ius pacis (derecho a la paz) como el derecho de todos a resolver los conflictos sin violencia".

En los años recientes, las relaciones fraternales entre las religiones han dado pasos decisivos hacia adelante: "Religiones hermanas para ayudar a las gentes a ser hermanos y hermanas viviendo en paz". ¡Cada vez más, sentimos que somos todos hermanos y hermanas! Hace un año, reunidos aquí frente al Coliseo, lanzamos un llamamiento que resulta todavía más oportuno hoy: "Las religiones no pueden ser utilizadas para la guerra. Solo la paz es santa y nadie puede utilizar el nombre de Dios para bendecir el terror y la violencia. Si ves guerras a tu alrededor, ¡no te resignes! Los pueblos desean la paz".

Eso es lo que nos esforzamos por hacer cada día mejor. No nos resignemos nunca a la guerra; cultivemos semillas de reconciliación. Elevemos hoy al cielo nuestra súplica de paz, de nuevo con las palabras de San Juan XXIII: "Que todos los pueblos vengan juntos como hermanos y hermanas y que la paz que tan profundamente desean florezca y reine en medio de ellos". Así sea, con la gracia de Dios y con la buena voluntad de los hombres y mujeres a quienes Él ama.

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