La vida no termina, se transforma

El mes de noviembre comienza con la fiesta de Todos los santos y continúa con los Fieles difuntos. Durante estos días visitamos los cementerios, nos acordamos de nuestros seres queridos, familiares y amigos, que nos han dejado, rezamos por ellos y ofrecemos eucaristías. El covid, en estos últimos años, no ha permitido que nos despidamos debidamente de muchos de ellos. Este año seguramente muchos de nosotros sentiremos más que nunca la necesidad de compartir el dolor de su marcha y honrar con agradecimiento su memoria.

El anuncio del evangelio nos asegura que la muerte no es el final, que la vida no termina, y aunque se deshace nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo. Es algo que supera la evidencia de nuestros ojos, pero no por eso se trata de algo sobreañadido a nuestra condición humana. Es una seguridad que llevamos inscrita en nuestra naturaleza; una certeza natural.

Hace pocos días que ha comenzado el otoño, la estación del año en que se caen las hojas de


los 
árboles, la naturaleza se queda como muerta y comienza como un parón biológico generalizado. Este mismo fenómeno se produce en nosotros mismos. También nosotros estamos sujetos a un ciclo vital: somos de hoja caduca.

A nadie en su sano juicio se le ocurre cortar un árbol, quemarlo o arrancarlo de raíz porque parezca como seco en este tiempo. Más bien, cuando la naturaleza está despojada de todo signo de vida, es el momento de podarla, de cavarla, de cuidar la tierra, de prepararla para la siembra…

Luego el sembrador esparcirá la semilla con la seguridad de que no la está “tirando”, sino que, aunque desaparezca de su vista, se pudra y muera, a su debido tiempo brotará y se multiplicará. Si el sembrador siembra tacañamente, tacañamente recogerá. Tiene la secreta esperanza de que en primavera volverán las hojas, las flores y los frutos, y todo se llenará de vida nueva.

Esta ley que Dios ha puesto en la naturaleza, también nosotros la llevamos inscrita en nuestra carne y en nuestro espíritu desde la creación del mundo.

No podemos admitir que todo se acabe al atardecer de la vida de las personas. Tenemos la serena certeza de que la vida no termina, se transforma. Por eso no abandonamos el cuerpo de nuestros seres queridos difuntos cuando, a nuestros ojos, están muertos. Todo lo contrario: los recogemos, los tratamos con respeto, los honramos… porque tenemos la esperanza del sembrador inscrita en nuestra alma: de que también ellos un día volverán a tener vida en abundancia, reverdecerán, resucitarán.

No lo vemos ni lo entendemos: No sabemos cómo el árbol y la semilla vuelven a la vida cada nueva primavera. No depende del agricultor el crecimiento de la semilla: sin que sepa cómo, sin que haga nada, “la tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano” (Lc 4,28). Con esa misma energía que domina todo, también nuestro cuerpo humilde –de la tierra– pasará a ser un cuerpo glorioso, aunque no sepamos cómo.

Es curiosa la predicación de San Pablo sobre la resurrección: “Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado” (1 Cor 15,13). Seguramente, al ver las tumbas y los grandes mausoleos que los corintios levantaban a sus difuntos a la salida de la ciudad (como nuestros cementerios), san Pablo se basó en esa fe inscrita en el corazón, en la esperanza en ese Dios “desconocido” pero intuido, para dar credibilidad al anuncio de Cristo resucitado.

La esperanza en la vida futura no es ajena al ser humano. No es algo impuesto desde arriba o desde fuera, sino que la llevamos inscrita en lo más profundo de nuestro corazón. Ni esta vida ni la otra dependen de nosotros, pero, al menos para la vida nueva, contamos con un deseo, un germen, una esperanza. Si en esta vida hemos surgido de la nada, la vida nueva es un crecimiento, una evolución, como el de la semilla.

Con mi bendición,


+ Jesús Pulido Arriero

Obispo de Coria-Cáceres

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