A veces, la mejor respuesta es negarse a responder

Un amigo mío me dijo una vez que la apologética es una enfermedad mental. Obviamente, se trata de una exageración: existe una larga y noble tradición de apologética católica y muchos grandes autores han producido apologías en nombre de la fe. Sin embargo, sigue siendo cierto que un énfasis excesivo en la apologética puede provocar a veces un estado mental insano. 

La apologética se centra en aquellos aspectos de la fe que son atacados por diversos oponentes, pero si tal foco no se equilibra con una comprensión más holística, puede deformar nuestra perspectiva. Es demasiado fácil ver el catolicismo como antiprotestantismo o antimodernismo o antiateísmo. Es, sin embargo, una visión tediosa y enana: el catolicismo es algo positivo y primario y debería ser visto principalmente en sí mismo en lugar de por oposición a alguna otra cosa.

La apologética también puede conducir a una intelectualización excesiva de la fe si no se equilibra con la oración y la acción. En nuestra era hiperracionalista, es desafortunadamente frecuente ver la fe como una búsqueda intelectual en lugar de como una forma de vida. "Convertirse al catolicismo" puede llegar a significar "asentir a un conjunto de proposiciones" en lugar de "dejarlo todo para seguir a Cristo".

En este artículo, quiero centrarme en un problema estrechamente relacionado, la necesidad percibida de tener una respuesta perfectamente clara y totalmente comprensible a cada pregunta. En un debate, admitir la propia ignorancia es desastroso. Y ya que la apologética no deja de ser, más o menos, un gran debate, los apologistas pretenden proporcionar una respuesta a cada pregunta; no simplemente una respuesta, sino una respuesta definitiva y cien por cien segura. Esto puede conducir a una pérdida de matices y a la negativa a luchar honestamente con preguntas difíciles. También puede conducir a una presuntuosa falta de simpatía o de empatía con aquellos que tienen dudas, que están confusos o no quedan convencidos. Si uno cree que hay respuestas claras, completas y definitivas a cada pregunta, entonces quien no las reconozca inmediatamente debe ser o estúpido o malvado. Si no quedan convencidos por lógica tan impecable, debe haber algo mal dentro de ellos.

En Soñemos, el papa Francisco describe el problema de las "certezas absolutas" y nos recomienda que abracemos el "pensamiento no terminado". Un pensamiento productivo no está terminado: porque no lo está, puede crecer y desarrollarse. En cambio, una actitud "fundamentalista" trata la verdad como algo cerrado, algo terminado, algo que nosotros podemos controlar y utilizar para protegernos de los "peligros" de pensar más profundamente.

Uno de los problemas de un acercamiento puramente lógico, racional, no solo a la fe sino a cualquier ámbito, es que en algún momento esa lógica se rompe o llega a sus premisas iniciales, más allá de las cuales no se puede ir sin trascender a esa pretendida lógica. La lógica puede aclarar el camino; la lógica puede refutar ataques; pero la fe no es al final una derivada de la lógica. No es ilógica, pero si va más allá de la lógica. De hecho, el verdadero valor de la apologética no es proporcionar respuestas; en cambio, la apologética descarta respuestas falsas, simplistas o engañosas, dejándonos libres para aferrarnos a los verdaderos misterios de la fe. Dios siempre es más grande que nuestros pensamientos y por lo tanto siempre habrá mucho que no sepamos. Así como Sócrates fue el hombre más sabio de Atenas porque se dio cuenta de que no sabía nada, deberíamos darnos cuenta de lo poco que verdaderamente sabemos sobre Dios. A veces, la mejor respuesta es negarse a dar una respuesta. Muchas grandes herejías y divisiones han surgido del intento de dar una respuesta clara y simple a una pregunta difícil. Al rechazar esas respuestas simplistas, la Iglesia señala los misterios y aparentes contradicciones de la fe.

Además de misterios como la Trinidad, la fe también incluye otras especies de verdades no lógicas. Por ejemplo, que Jesús, el Cristo, sea Dios. La evidencia fáctica para tal convicción es convincente, pero no es algo que se pueda dar por científicamente probado. Es la interpretación mejor y más plausible de las evidencias existentes, pero nunca se podría probar con certeza matemática. La elección final de la fe es realizada de la misma forma que tomamos otras decisiones en la vida. Incluso aunque la fe en Dios es un don concedido gratuitamente, guarda ciertas similitudes con decisiones más mundanas. Un examen lógico de los hechos puede ser una parte del proceso de toma de decisiones a la hora de confiar en un nuevo amigo, de iniciar un noviazgo, de elegir una carrera o solicitar un trabajo o de decidir trasladarse a una determinada localidad; pero la lógica por sí sola no puede proporcionar la decisión final. Es interesante: el significado bíblico de la palabra "fe" está de alguna manera más próximo al de nuestra palabra "confianza": tener fe en Dios significa que comprometemos nuestra lealtad hacia Él.

Uno de los puntos en los que la apologética se rompe es al intentar explicar el problema del mal. La existencia del mal es un misterio, el "mysterium inequitatis". Es, en un sentido, algo muy difícil de comprender. Si Dios es todo bueno, ¿de dónde procede el mal? Culpar a los espíritus diabólicos tampoco nos lleva muy lejos: después de todo, Dios los creó y los mantiene en la existencia.

Cualquier explicación solo puede ir hasta un cierto punto. Algunas de las respuestas apologéticas a esta pregunta son útiles e interesantes, otras son notablemente débiles. Lo que es peor, algunas nos llegan como insensibles y contrarias a la caridad. Particularmente me ofende la explicación del "castigo por el pecado": "¡Podría haber sido peor! ¡Todos nos merecemos sufrimiento infinito! ¡Dios te lo está dejando fácil!". Aunque estoy seguro de que contiene una pizca de verdad teórica, hace que Dios parezca un padre abusador -y la pregunta es fácil, si Dios puede dejárnoslo barato, ¿por qué no nos lo deja gratis?-.

Una respuesta mejor es que Dios saca bien del mal y lo permite por una buena razón. Es verdad. En cierto sentido, es la única respuesta posible a esta cuestión. Sin embargo, corre el riesgo de presentar a Dios como un ser limitado, que necesita del mal para alcanzar sus fines. Si Él es todopoderoso, podría en teoría traer cualquier bien sin necesidad de pasar por el sufrimiento y el mal.

En el mundo moderno, afrontamos un nuevo problema con estas respuestas apologéticas. A lo largo de la historia del cristianismo, ha sido común culpar de todos los males, incluidos los males naturales como la muerte de los animales, a las consecuencias del pecado original. Los seres humanos se cayeron de su lugar en el esquema de las cosas, y así introdujeron el caos y la destrucción en el mundo natural.

Tal respuesta todavía dice algo en el plano filosófico y en el poético. Podemos ver esta caos parcialmente resuelto en figuras santas como Francisco de Asís, que podía predicar a los pájaros y amansar animales salvajes. En materia de hechos históricos, sin embargo, este argumento ha caído. La ciencia ha demostrado concluyentemente que el mundo existió mucho antes de que la humanidad llegase a escena, y los fósiles que nos cuentan esta historia están llenos de conchas y de huesos, los vestigios de incontables criaturas que murieron mucho antes de la caída de Adán. Unida a una empatía creciente hacia los animales, esta revolución científica nos exige reconsiderar la cuestión del mal natural. Podemos pretender menospreciar el sufrimiento de los animales en un intento por evitar el problema, pero sean cualesquiera sus méritos, esta respuesta nos llega como insensible y monstruosa.

El Libro de Job es la exploración más profunda en la Biblia del problema del mal. Y la aproximación racional, apologética, no sale bien parada. En respuesta a las quejas de Job sobre su sufrimiento, sus amigos le proporcionan una respuesta sencilla. Job debe haber pecado y esas calamidades son el resultado. Job insiste en su inocencia, pero sus amigos apuntan a que todos somos pecadores ante Dios. Dan muchos buenos argumentos, sus discursos incluyen bellas reflexiones sobre el poder y la justicia de Dios. Pero como muchos apologistas modernos, su explicación se queda corta. Es demasiado simplista, demasiado racional, demasiado antropomórfica. Sus respuestas están todas muy bien expresadas -y son terriblemente insensibles para el desgraciado-. En vez de confortar a Job, solo le hacen sentir más miserable.

Al final, Dios aparece en un soplo de viento para responder a la queja y el desafío de Job. Pero no le complacen sus amigos. De hecho, sus racionalizaciones parecen enfadarle más que las quejas de Job. Solo son perdonados porque Job intercede por ellos.

¿Qué clase de respuesta obtiene Job? Dios ciertamente responde, pero en un sentido no es una respuesta en absoluto. En cambio, es la negativa a dar una respuesta. Dios solo apunta lo obvio: Job no es Dios. Job no ha creado el mundo. Job ni siquiera puede comprender las profundidades del mar, las estaciones que cambian o los cuerpos celestes; ¿Cómo podría comprender el problema del mal? De hecho, Job ni siquiera podría luchar contra un cocodrilo o un hipopótamo, ¿y todavía quiere desafiar los planes de Dios?

Frente a esta no- respuesta, Job admite que ha hablado tontamente, y retira su desafío. Y sin embargo, aunque Job se de por satisfecho, tal vez la respuesta no nos satisfaga completamente a nosotros. Será verdad: probablemente nuestras limitadas inteligencias sencillamente no pueden  comprender el problema del mal. Tal vez cualquier respuesta que Dios nos diese sonaría a un físico intentando explicar la teoría cuántica a un bebé. Pero esta respuesta basada en la superioridad de Dios le deja pareciendo un tanto... superior. Parece demasiado despreocupado por el sufrimiento y el dolor de Sus criaturas, demasiado remoto y lejano.

Para una respuesta mejor, debemos volvernos hacia el Nuevo Testamento.  Por un lado, no añade realmente nada a la respuesta dada en el Libro de Job. Cuando los discípulos quisieron saber porque un hombre había nacido ciego, Jesús sencillamente responde que lo permitió "para que la gloria de Dios se haga visible por medio de él". El Evangelio nos dice que a menos que nos hagamos como niños, no entraremos en el Reino de los Cielos. Los niños pequeños confían en sus padres, no tienen que comprender. Así que tal vez la imagen del físico explicando la teoría cuántica a un bebé haya resultado correcta. 

La verdadera respuesta del Evangelio a las cuestiones sobre el mal y el sufrimiento, sin embargo, está en


la Cruz. En un nivel, es el ejemplo definitivo de sacar bien del mal. La subsiguiente Resurrección es un esbozo de la futura restauración de todas las cosas; como Charles Peguy hace decir a Dios "Soy tan resplandeciente en Mi creación. En todo lo bueno y malo que el hombre ha hecho y no ha hecho.  Y estoy por encima de todo ello, porque Yo soy el Maestro, y deshago lo que el hombre ha hecho y hago lo que el hombre no ha hecho". La Resurrección es una reivindicación de una confianza infantil en Dios, incluso cuando Dios parece ausente y el mal parece tener la última palabra. 

En un nivel más profundo, la Resurrección remueve la distancia y la superioridad de Dios. Dios ya no es esa figura poderosa que le dice a Job que no se pase de su limitada capacidad; en la pasión de Cristo, Dios se ha hecho Job. Dios sufre y Dios solloza en aparente desesperación. Este es el misterio más profundo de todos. La muerte de Dios es la respuesta a cualquier acusación de que Dios no esté preocupado por los sufrimientos de Su creación. En cambio, le conmueven tan íntimamente que entrega Su vida por ellos.

A lo largo de todo Su ministerio público, Jesús tendió a contestar preguntas formulando las Suyas propias. Ciertamente parece haber sido un practicante del "pensamiento no terminado". Por Su Muerte, resuelve el misterio del mal reemplazándolo por un misterio más grande. ¿Cómo puede Dios mismo sufrir? ¿Cómo pudo Dios morir? Mientras deja la cuestión del mal tan ininteligible como siempre, la muerte de Jesús nos reconforta en los momentos de duda y de sufrimiento. Nuestro Dios no es una divinidad remota que administra las cosas benevolentemente desde lejos, sino que está con nosotros en nuestro sufrimiento.

Jesús está con nosotros en nuestros sufrimientos y en nuestras luchas. Pero no parece que Él esté con nosotros. Después de todo, sufrió y murió hace casi 2.000 años. Y si la apologética racional no puede satisfacer a aquellos que están sufriendo, ¿qué se supone que vamos a contarles? ¿Qué sean como niños chicos y simplemente confíen en que Dios les quiere? Eso podría ser tomado fácilmente como un insulto.

El cristianismo es un sistema de pensamiento; en cambio, ser cristiano es ser discípulo. Un discípulo es uno que sigue a Jesús e intenta imitarle. Y, por tanto, la única respuesta que podemos dar al problema del mal debe reflejar la que dio Jesús. No podemos explicar el mal en el mundo, pero podemos ayudar a soportarlo. Podemos tomar las cargas de otros sobre nuestros hombros. La única respuesta que podemos dar al problema del sufrimiento es mostrar por medio de nuestras vidas el amor, confianza y com-pasión de Dios. 

La apologética tiene su lugar. Tiene una larga y noble historia. Pero la apologética por sí sola no puede expandir la fe. En cambio, la fe siempre se ha expandido por el martirio en el sentido amplio de la palabra: el testimonio. Cristo vino a mostrar al mundo el amor de Dios. De la misma manera, estamos llamados a ser testigos del amor de Cristo. Habiendo recibido amor y perdón, estamos llamados a mostrar amor y perdón a otros. Durante su visita a Bangladesh, el papa Francisco dijo:

Queremos que el Evangelio se viva como una gracia, como un tesoro, que hemos recibido gratuitamente. Necesitamos pedir al Señor que nos dé la gracia de sentir como lo hizo Pablo: de sentir ese fuego, esa llama en nuestros corazones, para evangelizar. Esto no tiene nada que ver con el proselitismo, nada en absoluto. La Iglesia, el Reino de Dios, no crece por medio del proselitismo. Crece por el testimonio. Eso significa mostrar, con nuestras palabras y con nuestras vidas, el tesoro que hemos recibido. Eso es lo que significa evangelizar.

No es por accidente que el santo patrón de la apologética es San Justino Mártir. Como su nombre indica, entregó su vida en testimonio de la verdad del amor de Cristo Jesús. Su apologética no fue meras afirmaciones verbales, meros silogismos lógicos. Sin embargo, dimanaban de la verdad de una vida vivida por Cristo. Estamos llamados a imitarle, tanto en la defensa de la fe como en proporcionar un testimonio con nuestras vidas.

San Justino Mártir, ruega por nosotros.


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