La justicia divina es volver justo al injusto

Nadie discutirá que, para un cristiano, las víctimas de cualquier clase son algo sagrado y quizás el lugar más seguro de una presencia de Dios. Vaya esto por delante de todas las reflexiones que quisiera sugerir. 

Pero, dada la condición dialéctica de todo lo humano, lo dicho no impide que también ese carácter sagrado de las víctimas tenga sus peligros y reclame una forma determinada de comportarse.

Esos peligros estarían en que las víctimas hagan de su sacralidad una especie de propiedad privada absoluta, sacralizándose ellas a sí mismas y convirtiendo su condición de víctimas en una especie de autodivinización que les da derecho a todo.

De ahí brota el gran peligro de convertir el hambre de justicia en sed de venganza. Un peligro que no es nuevo sino eterno y que ya denunció alguien tan identificado con toda clase de víctimas, como Simone Weil hace casi un siglo, en los tiempos de Hitler: “ Cada vez que un hombre hoy en día habla de castigo, de pena de retribución, de justicia en un sentido punitivo, se trata tan solo de la venganza más rastrera”, escribía desde Londres durante la segunda guerra mundial.

Y es que nuestra condición humana solo sabe hacer justicia hiriendo o eliminando al agresor, mientras que la justicia divina consiste en “volver justo” al agresor injusto. Algo de eso explicaba san Pablo en su carta a los romanos, en los inicios mismos del cristianismo. Y eso es para nosotros como una meta inalcanzable, pero señala la dirección en que debemos intentar movernos. Pues el hacer justicia de una manera injusta nos encierra a todos en un círculo vicioso del que nunca conseguiremos salir.

Ello tampoco impide que haya que ser mucho más comprensivo y mucho más tolerante con esa especie de egoísmo que brota del dolor, que con todos los demás egoísmos humanos que brotan del afán de placer o de poder. Solo significa que, muchas veces, no se podrá dar a las víctimas todo lo que reclaman, aunque no se las juzgue por reclamarlo.

¿A qué viene todo esto? Pues simplemente a la tristeza que me produjo la protesta de Ucrania ante el propósito de Francisco para que, en el Vía Crucis del pasado Viernes Santo, una mujer ucraniana y otra rusa desfilaran ambas juntas e hicieran juntas una plegaria. Aquí al final se llegó a una solución suficiente. Ambas aparecieron juntas y se mantuvieron así en un silencio orante. Y es de agradecer que el gobierno ucraniano aceptara esa solución de compromiso, aunque creo que era de más talla humana (y, a la larga, seguramente más eficaz) la propuesta de Francisco.

Dando por cerrado el caso fijémonos ahora pacíficamente: la exclusión de aquella mujer rusa significaba no solo una condena a Putin por su desbordante inhumanidad, sino también una condena a todo ruso por el hecho de serlo: era una condena injusta para todos aquellos rusos que están sufriendo y condenando la barbarie de su gobierno; que han preferido incluso marcharse de su país e ir a vivir a otro lugar en condiciones precarias; o que no se atreven a protestar más por el carácter tiránico de su gobierno y por la mentira de sus medios de comunicación.

Nadie es digno de condena por el hecho de ser ruso. Como nadie es digno de condena por el hecho de ser judío: pues queda esa minoría de judíos heroicos, a veces soldados objetores de conciencia, que están jugándose la vida por protestar contra el genocidio que comete su gobierno. Hoy, por lo general, admiramos o respetamos a los alemanes; pero puede ser bueno recordar que, en tiempos de Hitler (como cuenta Etty Hillesum en su diario), era frecuente la pregunta: “¿puede haber algún alemán que sea bueno?” Y aquella muchacha judía, víctima del nazismo en Auschwitz, escribe: “me basta que haya un solo alemán que sea bueno, para no ser enemiga de los alemanes”. “Chapeau”, querida Etty.

Porque fijémonos: todos los seres humanos tenemos una tendencia inconsciente a juzgar a los demás solo por los defectos que vemos en ellos (y que percibimos en seguida) y no por las virtudes que puedan tener (y que nos cuestan mucho más de percibir). Esa es una tendencia inconsciente de nuestro instinto de autodefensa o de autoafirmación. Y es causa de múltiples rupturas de la fraternidad a niveles individuales, pero mucho más a niveles de relación social entre grupos o pueblos.

Y para acabar añadiré que precisamente lo aquí dicho es lo que explica un fenómeno al que últimamente estamos asistiendo con frecuencia en la vida política y en la personal. Me refiero al llamado “victimismo”: ese afán tan frecuente de atribuirme el carácter de víctima para poder así sentir justificado todo aquello que el cuerpo me pida. Lo que otra vez llamé “convertir los deseos en derechos”, olvidando el dato elemental de que las declaraciones de derechos humanos pretendieron ante todo proclamar cuál debe ser la conducta mía ante los demás y no la de los demás ante mí (aunque esta afirmación sea también susceptible de algunos matices que no hacen ahora al caso).

Por José Ignacio González Faus. Publicado en Religión Digital

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