No temáis, Dios está con nosotros

Es lunes, 21 de febrero de 2022. Estoy intentando terminar el próximo número de nuestra Carta Intercultural de la Orden de San Basilio y planificando mi reunión de la próxima semana con un director de investigación, a pesar del hecho de que el futuro sea tan incierto. Ahora resido en Croacia, pero todos mis pensamientos y oraciones están centrados en Ucrania, donde vive mi familia, así como una tercera parte de las hermanas de la Orden de San Basilio el Grande a la que pertenezco.


El doce de febrero, sostuvimos un encuentro de oración en la plataforma Zoom, en la que Hermanas de San Basilio de Australia, Estados Unidos, Argentina, Eslovaquia, Polonia, Rumanía y Croacia rezaron por la paz en Ucrania. Al final, las hermanas de Ucrania tuvieron la oportunidad de dar testimonio sobre sus sentimientos ahora.

Nos sorprendió escucharles decir que no tenían miedo, que estaban preparadas para permanecer con su pueblo hasta el final y compartir su destino. Los testimonios de las hermanas eran tan pacíficos: dijeron que querían ser una esperanza para aquellos entre los que sirven. La gente de Ucrania está intentando vivir, a pesar de la amenaza que se cierne sobre ellos.

En estos días, pienso mucho en lo que significa para mí ser una religiosa ucraniana. Nací en 1986 en el oeste de Ucrania. El año anterior, el genial poeta ucraniano Vasyl Stus -de quien se había predicho que ganaría el Premio Nobel- murió en los campos de concentración soviéticos. Mis primeros años de vida consciente llegaron mientras Ucrania conseguía su independencia y la Iglesia Católica salía de la clandestinidad.

El entusiasmo de los adultos, las iglesias llenas de fieles, las banderas azules y amarillas de Ucrania por doquier se encuentran entre mis memorias más tempranas. De niña, oía a los adultos hablando constantemente sobre Ucrania, sobre la situación política, preocupados por las injusticias y deseando conseguir lo mejor.

Recuerdo los relatos de mi abuelo sobre cómo nuestra familia era relativamente rica, pero con la llegada de los bolcheviques sus propiedades fueron confiscadas. Su padre murió con cuarenta años y su madre fue obligada a ir a trabajar al este de Ucrania, por lo que mi abuelo se quedó solo con trece años y tuvo que construir su propia vida.

En el colegio aprendí que el río Zbruch que pasa junto a mi pueblo había sido la frontera entre la Unión Soviética y Polonia hasta 1939. Aprendimos que durante la hambruna de 1932-1933, los padres hambrientos y desesperados lanzaban a sus hijos por la frontera para salvar sus vidas. Muchos de mis vecinos sobrevivieron al exilio en Siberia.

Desde mi infancia, recordar Ucrania y rezar por ella ha estado entre mis más altos valores. Tal vez no sea coincidencia que mi primer poema, escrito a los once años, trataba sobre Ucrania, sobre la guerra y sobre la oración.

En 2004, cuando estaba estudiando en la Universidad Nacional de Kiev, comenzó la así llamada Revolución Naranja. Aunque todo resulto ser pacífico, lo cierto es que en aquel momento no sabíamos cómo evolucionaría: Como estudiantes, fuimos a la Plaza (Maidán) de la Independencia cada día, donde permanecimos durante horas cada día apoyando la protesta, y ayudando a preparar y distribuir comida a otros manifestantes.

Recuerdo la unidad que prevalecía entre completos extraños en aquel momento en Kiev: Si te escurrías en la nevada calle, varias manos te recogían a la vez. Recuerdo una vez que caminé en el Maidán, exhausta, cuando llegué a la tienda de la Universidad Católica Ucraniana, donde se estaba desarrollando una liturgia. Ese momento me dio fortaleza: era para mí como la tienda de la Alianza de Dios, la presencia de Dios entre mi pueblo.

En 2014, durante la Revolución de la Dignidad, ya estaba viviendo en un monasterio en Croacia, pero todos mis pensamientos estaban de nuevo en Ucrania. No podía ver la televisión local, que estaba llena de interpretaciones ambiguas de los acontecimientos. El veinte de febrero de 2014 fue el día más duro: fue entonces cuando los manifestantes pacíficos fueron disparados en el Maidán. Cada vez que comprobaba las noticias, más y más manifestantes habían sido asesinados, y para la noche, habían alcanzado los cien -el "centenar celestial", como se les honra hoy en Ucrania-.

Recientemente, una conocida mía que había vivido en Ucrania durante mucho tiempo me dijo que los ucranianos dan la impresión de no saber lo que quieren. Puedo afirmar que el hecho de que los ucranianos hayan sobrevivido a siglos de guerra, persecución, represión y hambruna es un milagro.

Ucrania está resucitando gradualmente. Trabajando en nuestras misiones en Kiev, la capital de Ucrania, en 2017 y 2019, me impresionó en número de cambios que estaban teniendo lugar. Los niños que venían a la escuela dominical hablaban ucraniano. Esto, para mí, es un milagro, porque durante muchos años el idioma ucraniano estuvo prohibido en Ucrania -incluso expulsado de los colegios públicos- por lo que incluso hoy, debido al legado de pasadas prohibiciones, muchas personas en Ucrania hablan ruso.

Para mí, el cambio más simbólico tuvo lugar en la Catedral de Santa Sofía, una iglesia construida en el siglo XI, cuando Ucrania aceptó el cristianismo. Durante muchos años, durante la dictadura comunista e incluso después, la iglesia permaneció vacía: los visitantes acudían allí como uno va a un museo, y un impresionante espacio vacío ocupaba el lugar del altar.

Ahora el culto en Santa Sofía se ha reanudado, y fue allí donde la oración de representantes de diversas religiones por la paz tuvo lugar el pasado dieciséis de febrero. La madre de Dios, Nuestra Señora de Oranta, desde la cúpula de la catedral abraza a Ucrania, a su pueblo, a toda la humanidad, como si dijera: "No temáis. Dios está con nosotros".

Por Teodozija Myroslava Mostepaniuk. Traducido del Global Sister´s Reporter

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