¿Hacia qué normalidad caminamos?

Cuando el mundo comienza a emerger después de la última ola de Covid-19, ¿cómo volvemos a la normalidad? ¿Y que debería significar lo normal?

El sentimiento de que estamos listos para volver a la normalidad es fruto de la fatiga tanto como del progreso en la lucha contra la enfermedad. Aunque hay mucho que celebrar, especialmente el desarrollo con una rapidez sin precedentes de las vacunas, el coronavirus sigue presente y peligroso. Los costes y las cargas de las medidas de mitigación, especialmente en lo referido a la educación de los jóvenes, a sus padres y a la salud mental de todos, también se han vuelto claros. La conversación sobre cómo relajar diversos protocolos de lucha contra la enfermedad coexiste con cientos de muertes cada día y con unas UVIs cuya capacidad todavía se encuentra comprometida.

Las personas vacunadas se encuentran básicamente protegidas de la enfermedad grave y de la


hospitalización; pero para los no vacunados y aquellos con otros factores de riesgo, la Covid es todavía una enfermedad mortal. Unido al incremento de transmisibilidad de la variante Omicron, esto significa que muchos trabajadores sanitarios todavía están en las trincheras de la lucha contra la pandemia, incluso mientras los vacunados pueden, con precaución, comenzar a tratar a la Covid como un riesgo similar a la gripe estacional. Y las cargas de la pandemia son soportadas desproporcionadamente por aquellos que están en situación de desventaja económica, quienes por su trabajo están en un contacto más directo con el público y quienes disponen de menos recursos y posibilidades para capear interrupciones en el cuidado a sus hijos y otras cuestiones prácticas causadas por las cuarentenas después de un positivo.

Una lección importante que aprender de estos dos años de pandemia es que la capacidad y la voluntad de cumplir con restricciones es un recurso limitado, que debe ser administrado tan cuidadosamente como las existencias de vacunas y pruebas de antígenos. La incapacidad para reconocer esto en los primeros días de la pandemia por desgracia abrió divisiones que en seguida fueron explotadas. La politización de las guías de salud pública y los esfuerzos cínicos por utilizar la pandemia para dividirnos en tribus ideológicas derrocharon el recurso de la confianza, que es difícil, si no imposible, de renovar rápidamente.

Mientras los protocolos y normas antiCovid se relajan, es importante evitar el empeoramiento de esta tribalización. Tentaciones equivocadas serían tanto mantener exigencias de precaución máximas frente a un riesgo menor, como abandonar toda precaución, incluso las menos onerosas. Pero incluso cuando no estemos de acuerdo en cuál sea el correcto equilibrio entre precaución y apertura, debemos unirnos en la negativa a imputar motivos de malicia o de ignorancia a aquel que piensa diferente.

Todos, desde aquellos que tienden a una mayor precaución a aquellos que favorecen un rápido retorno a lo normal, deberíamos estar dispuestos a priorizar entre varios objetivos. Por ejemplo, animar a la vacunación es mucho más importante que mantener las restricciones llamadas a caer con el avance de la vacunación; la educación presencial de los niños en los colegios es mucho más importante que terminar con las obligaciones referidas a las mascarillas.

La Iglesia también ha de afrontar un buen número de cuestiones prácticas en el regreso a la normalidad, sobre todo a nivel parroquial. Pastores y ministros laicos tendrán que equilibrar la relajación de las medidas de mitigación con la atención continua y caritativa a aquellos que siguen en sujetos a un riesgo elevado, incluso cuando la Covid se vuelva endémica. También deberían conducir y animar a los fieles a tratarse con paciencia, generosidad y caridad incluso cuando no estén en el mismo punto sobre la pertinencia de volver a convivencias, actos o reuniones multitudinarias o, dentro de unas semanas, de dejar de llevar mascarillas en misas y oraciones. 

Una contribución importante que la Iglesia puede realizar es continuar recordando en la oración, también en la pública, a aquellos que sufren y que están en riesgo por el coronavirus. Nuestra sociedad necesitará formas de seguir expresando el duelo por las vidas perdidas durante la pandemia, y a aquellos que continúan en primera línea necesitan apoyo continuado en su labor y consuelo del trauma que siguen afrontando cada día.

El pasado mes de septiembre, el papa Francisco aconsejó que el mundo no volviese a su previa "normalidad enferma", sino que en cambio aspire a la normalidad del Reino de Dios, en la que "los ciegos reciben visión, los cojos andan, los leprosos son curados, los sordos oyen, los muertos resucitan y la buena noticia se proclama a los pobres".

Esta llamada, que el papa Francisco ha reiterado a lo largo de la pandemia, es a que el mundo utilice la experiencia de los últimos dos años como una forma de examen de conciencia. La normalidad enferma que la pandemia ha dejado a la vista es la de la inequidad y la de la falta de solidaridad; ha sido explotada, como ha dicho más recientemente, por medio de una "infodemia" de desinformación y de "distorsión de la realidad basada en el miedo".

Aunque aquellos que perpetúan tales mentiras cargan con la mayor responsabilidad, también es necesario estudiar sobriamente por qué las respuestas a tal desinformación han sido, con tanta frecuencia, ignoradas. La pregunta espiritual que debe ser formulada es por qué el miedo se ha convertido, a ojos de muchos, en algo tan atractivo y la confianza en algo tan, aparentemente, imposible.

La desinformación no solo debe ser corregida, sino también confrontada. Y la verdad que pretende oscurecer debe ser explicada no solo con claridad, sino también de una forma que invite a la confianza.

Para aquellos que proporcionan plataformas al discurso público (por ejemplo, los responsables de redes sociales o de servicios de mensajería), tales preguntas exigen una asunción de sus propias responsabilidades hacia el bien común, que no consiste en mantener una imposible neutralidad entre la verdad y la mentira. Y aquellos con autoridad o influencia pública -incluidos los personajes públicos católicos, tanto ordenados como laicos- deben preguntarse a sí mismos cómo han utilizado sus voces y, lo que es todavía más crucial, cómo han respondido a aquellos que han destruido la confianza y han explotado las divisiones.

Mientras la sociedad comienza a construir la "nueva normalidad" postpandémica, los esfuerzos para reconstruir y fortalecer la confianza y la solidaridad son de tanta importancia como la continuidad en la distribución de vacunas y la vigilancia contra las variantes del coronavirus. Aunque nadie sepa el día ni la hora, tampoco con seguridad el día ni la hora de dejar caer esta o aquella medida, las personas con autoridad, especialmente en la Iglesia, tienen la responsabilidad de coser las heridas creadas durante la pandemia. Sanar a la sociedad de estas heridas será un reto incluso mayor que encontrar la cura del virus.

Editorial de America Magazine, con alguna adaptación menor a la situación española

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