El laberinto de la nostalgia

Recordar es necesario. Bien triste es cuando la enfermedad hace que alguien pierda la memoria, y se le


desdibujen rostros, nombres, acontecimientos... Así que vaya por delante que es bonito viajar al pasado, evocar y visitar lugares, momentos y edades. Sin embargo, hay un peligro, que es el de quedar atrapado por algunos episodios de ese pasado. Ya sea por bonitos, o por horribles (que de todo hay). En ocasiones la memoria nos quiere sepultar en una celda donde habita el fantasma de aquellos a los que un día amamos, pero algo se torció. O donde vemos en bucle, una y otra vez, decisiones que no hubiéramos debido tomar, o golpes que nos dejaron noqueados, y entonces el lamento, la congoja o el reproche se nos instalan en la entraña. A veces vuelves sin cesar a aquella vivencia que te marcó y querrías revivir, pero sabes que no puedes. La memoria se convierte en un laberinto cuando la nostalgia, lejos de ser una mirada agradecida y evocadora, se convierte en cadena que no nos permite pasar página.

¿Qué hacer para salir de ese laberinto? Hay cuatro actitudes igualmente necesarias. Aceptar. Agradecer. Aprender. Y seguir.

Quizás lo más duro, pero lo más necesario, sea aceptar. Aceptar que el pasado no se puede cambiar, pero tampoco se puede apresar. No es que lo hayamos perdido, forma parte de nuestro equipaje. Pero debemos saber ponerlo en su sitio. También es fundamental saber agradecer lo bonito, o reconocer lo que hay de derrota y equivocación, y tanto éxitos como fracasos, aciertos como errores, saber convertirlos en escuela. Pero lo que nunca debemos hacer es dejar de mirar adelante. No se trata de olvidar (seríamos unos necios si eligiésemos ese camino), pero sí de negarnos a quedar encerrados en los recuerdos. Porque la vida sigue. Siguen los anhelos, proyectos, nombres, e historias. Siguen los caminos y la vida, más allá de los  laberintos de dentro.

Por José María Rodríguez Olaizola, sj. Publicado en Pastoral SJ

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