¡Qué mundo tan maravilloso!

Uno de los problemas con los milagros es que son, por definición, sucesos extraños. Al menos parecen extraños a la mayoría de la gente, porque el término mismo sugiere una vulneración de las leyes de la naturaleza o alguna otra intervención que, si no fuese divina, sería "imposible".


La curación de un ser querido enfermo de un cáncer inoperable o de una rara enfermedad, el aterrizaje seguro de un avión roto, el momento de un regalo, de una subida de sueldo, de un nuevo trabajo o de una forma de apoyo justo cuando la familia lo necesita -todo ello podría obtener la calificación de milagro tanto por sus beneficiarios como por los observadores-.

Pero recientemente he estado pensando en lo que significaría para nosotros reconocer lo milagroso en la vida diaria. ¿Por qué solo cuando las cosas parecen suceder a una escala extraordinaria o durante las situaciones más duras nos paramos a reconocer la posibilidad de la presencia divina trabajando en nuestro mundo?

He escrito antes sobre el "ateísmo en relación con el Espíritu Santo" latente, también en la Iglesia entre muchos, por lo demás buenos, cristianos. Y creo que el hecho de que muchos hayan perdido una conciencia consistente de la presencia inmanente, constante y sostenedora de Dios entre nosotros como Espíritu contribuye a la percepción colectiva de que lo milagroso sucede solo en las más extrañas o duras situaciones, si es que sucede alguna vez.

Esto se encuentra ligado, creo, a lo que el filósofo canadiense Charles Taylor quiere decir cuando habla de nuestro imaginario social contemporáneo, una forma contemporánea de comprender la realidad que carece de un sentido inherente o de una apertura a lo trascendente o lo divino. Si no pensamos sobre el Espíritu Santo, no hablamos sobre el Espíritu Santo y no rezamos al Espíritu Santo, entonces es perfectamente normal que encontremos más difícil reconocer la presencia de Dios entre nosotros actuando en el mundo, en lo mundano como en lo excepcional.

Así como he dedicado artículos en el pasado a la importancia de cultivar el sentido de la gratitud en más de una ocasión, quiero proponer aquí que desarrollemos un mejor trabajo cultivando un sentido de maravilla y admiración por los milagros de la vida diaria que a menudo estamos demasiado ocupados, demasiado distraídos o demasiado desilusionados para ver o reconocer.

Si la curación inexplicable de una enfermedad o de un cáncer terminal puede, y es justo que lo haga, merecer respuestas impresionadas de gratitud, ¿qué ocurre con las maravillas científicas diarias que conforman nuestra experiencia del mundo y nuestra calidad de vida hoy? Todavía nos maravillamos con el éxito increíble del desarrollo de las vacunas a un ritmo récord del que hemos sido testigos durante la pandemia de Covid-19, con tecnologías verdaderamente impactantes como las desarrolladas con ARN mensajero.

Pero hay miles de milagros médicos que la mayoría de nosotros damos por hecho cada día y que han creado las condiciones de posibilidad de una calidad de vida que solo hubiera podido ser calificada como milagrosa en los siglos y milenios pasados. Por ejemplo, pensemos en los antibióticos, en las lentes graduadas para nuestra visión, en los medicamentos antivirales, en las tecnologías quirúrgicas, en los sonogramas, la atención dental, los trasplantes de órganos, las transfusiones de sangre y tantas otras.

La próxima vez que te hagas un corte en un dedo y busques un desinfectante antibacteriano y una tirita, para y piensa lo que te habría ocurrido con una herida infectada -incluso con una tan menor- en etapas anteriores de la existencia humana. Cuando me paro para reflexionar sobre estos impresionantes logros humanos y sobre cómo nos beneficiamos de los mismos, no puedo sino dejarme cautivar por un sentido de admiración y maravilla por lo que es auténticamente milagroso.

Si evitar por los pelos un accidente de coche o de avión todavía provoca la definición de milagro, ¿no lo es en primer lugar el hecho de que vivamos en un mundo en el que la creatividad humana y las leyes de la naturaleza se alineen para hacer posible tales formas de viaje? Recientemente, mientras esperaba a embarcar en mi vuelo, me senté en una terminal del aeropuerto mirando a los aviones que aterrizaban y despegaban. Comencé a reflexionar sobre la extrema improbabilidad con la que hace 150 años habrían pensado que se podría elevar a miles de personas y de toneladas de carga en el cielo y transportarlas a lo largo del globo, y ahora eso es lo que hacemos cada momento de cada día, con seguridad y casi sin pensarlo.

La progresiva normalización de lo antes extraordinario es lo que antes me había impedido encontrar plenamente la admiración y la maravilla que sentí en ese momento. Lo mismo podría decirse sobre otras formas de transporte, incluida la eficiencia cada vez mayor de nuestros automóviles (piensa en el número creciente de vehículos completamente eléctricos) y de medios de tránsito público que mueven a millones de personas cada día.

Si ganar la lotería, recibir una herencia inesperada o recibir los recursos que uno necesita en un momento crítico puede integrarse en la definición tradicional de milagro, ¿qué ocurre con las otras formas en las que nos apoyamos unos a otros en los milagros, a menudo no reconocidos ni expresados, de la vida diaria?

Recientemente estuve visitando a unos amigos y conocí a su hija recién nacida por primera vez. Los bebés tienen una forma de señalar lo milagroso (después de todo, a menudo describimos su llegada como el "milagro de la vida"), pero ¿retrocedemos lo suficiente como para considerar la gran escena de todos los milagros de cada día, de cada hora, de cada momento que hacen la vida posible?

Que una madre se dé literalmente a sí misma durante los meses de embarazo para sostener y hacer crecer en su seno a un nuevo ser humano es milagroso, pero también lo es su capacidad de dar el pecho, de sacrificar el propio tiempo y energía a todas horas del día y de la noche, de poner los problemas y necesidades de un niño por encima de los propios, y de hacer todas esas cosas que hacen los padres y los cuidadores y que parecen imposibles de hacer.

A lo que estoy llegando en estas reflexiones es a la necesidad de bajar el ritmo, de ver el mundo de nuevo, de mirar lo que esta ante nosotros y lo que experimentamos cada día como una forma de intervención divina, como una forma de gracia, como una clase de milagro. Hay, creo, una necesidad espiritual que nos llama a cultivar un mejor sentido de maravilla y admiración en el mundo. Eso es lo que reconocer los milagros del día a día significa: que Dios no solo interviene en raras ocasiones, sino que está presente en una diversidad de experiencias humanas en todos los tiempos.

Tal vez la próxima vez que enfermes o que te hagas una herida y puedas curarte gracias a medicinas o a procedimientos que damos por hecho hoy, reflexiones sobre el milagro que son las ciencias naturales y médicas, abraces una conciencia de admiración y maravilla y des gracias a Dios.

Tal vez la próxima vez que se retrase un viaje, reflexiones sobre el milagro que son las modernas tecnologías de transporte, abraces una conciencia de admiración y maravilla y des gracias a Dios. 

Tal vez la próxima vez que sientas frustración o te sientas impaciente por el comportamiento de quien te precede en la cola del supermercado, reflexiones sobre nuestra interconexión e interdependencia, abraces una conciencia de admiración y maravilla y des gracias a Dios.

Admitámoslo, esto se dice con más facilidad que se hace, pero sé que me esforzaré en dar menos por evidentes los milagros diarios que nos rodean y que intentaré buscar una conciencia de admiración y maravilla sobre el mundo maravilloso, milagroso en el que vivimos.

Por Daniel Horan. Traducido del National Catholic Reporter

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