Dejemos de engañarnos a nosotros mismos

El superviviente del holocausto Primo Levi afirmó que inevitablemente preguntamos dos cosas a aquellos que han cometido atrocidades. En primer lugar: ¿Por qué lo hiciste? Y, en segundo lugar, ¿te dabas cuenta del crimen que estabas cometiendo? Hoy, hay numerosas confesiones directas a nuestra disposición. Sobre ellas, Levi escribe:

La respuesta a esas dos preguntas, y a otras parecidas, es siempre la misma, independientemente de quién sea la persona interrogada o cuál fuese la ocasión de su crimen. Utilizando diferentes formulaciones, con mayor o menor insolencia, dependiendo de su nivel educativo y mental, todos acaban diciendo básicamente lo mismo: Hice lo que se me ordenó; otros, mis superiores, hicieron cosas peores; considerando el ambiente en el que viví, no podía haber actuado de otra manera; si no lo hubiese hecho yo, lo habría hecho otro y más brutalmente. El primer impulso de cualquiera que lee tales justificaciones es la repulsión: están mintiendo, no pueden creer que alguien les va a creer. No pueden ver la desproporción entre su excusa y el enorme sufrimiento y muerte que han causado. Mienten sabiendo que están mintiendo, lo hacen de mala fe.

Levi piensa que la verdad es más profunda. Esos monstruosos criminales no solo nos están mintiendo. Han aprendido a engañarse a sí mismos. Lo que nos cuentan no lo dicen ni con buena ni con mala fe.

La distinción presume una claridad que poca gente tiene y esos pocos la pierden cuando, por cualquier razón, la realidad pasada o presente les hace sentir ansiedad o malestar. En tales condiciones, hay quienes mienten conscientemente, falsificando fríamente la condición, pero son muchos más los que se distancian de la memoria genuina, temporal o permanentemente, y fabrican una "realidad" conveniente. Para ellos el pasado es una carga; sienten repulsión por lo que hicieron o por lo que les hicieron e intentan reemplazarlo con algo diferente. El reemplazo puede ser consciente, con un escenario que es inventado, mendaz y recreado, pero menos doloroso que la memoria real. Cuando el relato se repite a los demás pero también a uno mismo, la distinción entre la verdad y la falsedad gradualmente pierde sus contornos, y la persona termina creyendo plenamente en el relato que ha contado con tanta frecuencia y que sigue contando, retocando u orillando los detalles menos plausibles, o aquellos que son menos consistentes unos con otros o incompatibles con el "marco" establecido: lo que comenzó de mala fe se ha vuelto de buena fe. La transición silenciosa de la mentira al autoengaño es útil: aquel que engaña de buena fe engaña mejor, cumple mejor con su papel y es creído más fácilmente por el juez, el lector, el historiador, la mujer, los hijos.

Nuestras Escrituras viven plenamente en la liturgia. Asumen nuevos significados en nuevos contextos, especialmente cuando son emparejadas con otros fragmentos de la misma Escritura. En el domingo treinta del tiempo ordinario, se nos pide que dejemos de engañarnos a nosotros mismos.

El profeta Jeremías dice que Dios debe, y lo hará, tomar la iniciativa porque no podemos encontrar por nosotros mismos el camino de regreso a Dios. Nos hemos incapacitado a nosotros mismos.

Los traeré de vuelta desde la tierra del norte. Los reuniré desde los confines del mundo, con los ciegos en medio de ellos, las madres con los niños, volverán como una multitud inmensa. Los conduciré a las fuentes de agua, para que ninguno perezca.

No podemos buscar a Dios como buscaríamos otros posibles objetos de conocimiento porque, como el


hombre del Evangelio de San Marcos, estamos ciegos a la realidad que es Dios. Dios es más de lo que podemos aprehender y el pecado limita lo que podemos comprender.

De hecho, Bartimeo tiene ventaja sobre nosotros. Él sabe que es ciego. En cambio, nosotros no lo sabemos.

Al escuchar que era Jesús de Nazareth, comenzó a sollozar y a gritar: "¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mi!".

No solo las grandes atrocidades crean autoengaño. Todo pecado lo hace. Es la naturaleza del pecado engañarnos, confundirnos, cegarnos. El engaño nos conduce al pecado y hay sigue confundiéndonos sobre la bondad de Dios, la bondad de la creación de Dios y nuestra propia bondad.

Cómo si no podemos explicar la naturaleza contradictoria de nuestros pensamientos después de pecar: "En realidad no hemos pecado", "es todo bastante explicable". Y, sin embargo, nos odiamos secretamente por lo que hemos hecho. ¿Cómo alguien que es inocente llega a asquearse de si mismo? En algún lugar, la verdad se ha perdido.

La verdadera visión siempre es una gracia. Es un don de Dios, que es sencillamente verdad y amor. A veces viene duramente. A veces acaricia con suavidad. De cualquier forma, es el Señor el que nos conduce a la verdad. Lo único que podemos hacer es desconfiar de nuestras propias deducciones y gritar: "Jesús, Hijo de David, ten compasión de mi".

Por Terrance Klein, SJ. Publicado en America Magazine

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