Para un cristiano, vacunarse es obligatorio

El pasado septiembre, escribí sobre una mujer que había visto, pero a la que no conocía, que me desveló mucho sobre el mundo en el que estoy viviendo. Un mundo que nunca había esperado encontrarme en el "occidente desarrollado".

Vestida de una forma propia de clase media -falda malva de punto, cuidadosamente peinada, nada extravagante ni llamativo ni fanfarrón en su aspecto, tampoco nada deprimido o empobrecido-, sin embargo chillaba y movía histéricamente sus brazos. Era la imagen de un mundo que no había visto antes.

Mirando ahora hacia atrás, supongo que alguien podría decir que tal manifestación pretendía ser un acto de patriotismo.


El problema es que aunque esta protesta en particular pretendía "proteger la Constitución" que desde hace tiempo habría estado amenazada, la protesta estaba en realidad contradiciendo una gran parte del preámbulo de la Constitución y su compromiso con el "bienestar general" del país, o, dicho en términos más tradicionales de la Doctrina Social de la Iglesia, el "bien común".

Esta mujer en concreto en esa protesta en concreto estaba gritando su desprecio por el bien común subordinando tal bien común a su interpretación de lo que significa ser ciudadano. "Me niego a llevar una mascarilla", decía. "¡Soy libre! ¡Tengo derechos!".

Estaba gritando su "libertad" de ignorar los derechos de otros -de todos- al negarse a llevar una mascarilla en medio de la pandemia más transmisible de los últimos cien años. En otras palabras, no se trataba de obligar a la población a llevar mascarilla como un capricho o como un acto de tiranía política.

Y algunos comentaristas, incluso algún político, aparentemente estaban de acuerdo con ella. Así, muchos han perdido su derecho a la vida mientras otros coreaban su "libertad" de hacer cuanto se les antojase en el nombre del individualismo más radical.

En toda justicia, sin embargo, la "libertad" no es un concepto unidimensional. Los grandes filósofos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, John Stuart Mill y Rudolf Steiner, por ejemplo, vincularon los conceptos de libre albedrío y de libertad moral.

No se pueden entender el uno sin el otro, dijeron. El libre albedrío es la capacidad de hacer lo que quiero, pero la libertad moral es el derecho a hacer lo que puedo, solo mientras no infrinja los derechos de los demás. Hay, dijeron, códigos morales y éticos que limitan mi derecho a hacer lo que me plazca.

O, por decirlo de otra manera, no tengo el derecho a limitar la libertad de otros para disfrutar de "la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad". Algo así ya decía Cristo, cuando exhortaba: "Haz a los demás todo lo que quieras que te hagan a ti" (Mateo 7:12). 

De hecho, miremos cuidadosamente a las limitaciones a nuestra libertad que han estado funcionando durante años. ¿Tiene la mujer con la falda de punto la capacidad de elegir entre aquellas que cumplirá y aquellas que obviará? ¿Cómo le daremos noticia de su contribución obligatoria al bien común? Por ejemplo (N. del t.: sigo los ejemplos del artículo original publicado en Estados Unidos. En España tenemos los mismos o muy similares y otros mucho más severos):

-No tenemos el derecho a conducir un vehículo excediendo el límite de velocidad por una carretera. Si lo hacemos y causamos una muerte, asumiremos las responsabilidades legales por ello.

-No tenemos el derecho a exhalar el humo de un cigarrillo sobre los ojos de otra persona en un espacio público que ha sido clasificado como zona de "no fumadores". Si lo hacemos, seremos multados, si no detenidos, y a menudo se nos denegará la entrada cuando volvamos a ese espacio público.

-No tenemos derecho a poner en peligro a los niños, incluidos los propios, enviándolos a guarderías públicas sin haberlos vacunado contra la difteria, el tétano y la polio -que hemos erradicado solo después del desarrollo de las vacunas-.

-Las personas no tienen derecho a solicitar el visado de inmigrante a Estados Unidos a menos que se haya vacunado contra las paperas, el sarampión, la rubeola, la polio, el tétano, la difteria, la tos ferina, la haemophilus influenziae tipo b, la hepatitis B y cualquier otra enfermedad respecto a la que así lo decida el Comité Asesor de Prácticas de Inmunización para el "bien común de los ciudadanos americanos".

-A los ciudadanos que regresan al país desde el extranjero se les recomienda vivamente que reciban la vacuna contra el Covid-19 antes de su readmisión.

-Los niños de hasta ocho años deben montar en una silla de seguridad en el asiento trasero del coche, en el nombre del bien común, o el conductor será multado.

-Los conductores de vehículos están obligados a disponer de un seguro de circulación.

-Más intrusivo que todo lo anterior. Serás multado si cazas o pescas sin la correspondiente licencia, para mantener el equilibrio de los ecosistemas.

-Por último, tu restaurante o tu bar favorito pueden ser cerrados si no cuentan con la correspondiente licencia urbanística o no cumplen con los estándares higiénico- sanitarios exigidos.

El bien común, el interés general, el bienestar general, ha colapsado en muchos lugares. Millones de personas en todo el mundo han fallecido. Demasiadas.

Desde mi punto de vista, con una "resistencia" todavía firmemente definida, es tiempo, creo, de que las autoridades impongan un pasaporte vacunal. ¿No te vacunas? No hay entradas para el cine, el teatro o el concierto. ¿Sigues sin vacunarte? Olvídate de ir de compras. ¿Todavía no te vacunas? No hay partidos de fútbol para ti. ¿Nada? Nada de viajes en transporte colectivo. Y así.

Pero eso conduce a la pregunta fundamental: ¿Hay algún fundamento, más allá de la Constitución, por


el que deberíamos aceptar mascarillas y vacunaciones? Respuesta: El Derecho que está por encima del derecho positivo, esto es, los códigos morales de los que hablan los filósofos, que guían nuestros cuidados por los demás y que todas las grandes religiones enseñan. No dejan margen a la duda.

Jesús predicó las relaciones y los derechos de una manera clara. Nos dejó las bienaventuranzas y su corolario "Bienaventurados los misericordiosos". Nos contó la parábola del Buen Samaritano que abandonó su conveniencia, su camino, por el bien de su prójimo como ejemplo de madurez espiritual.

Luego nos dejó los comentarios más impresionantes de todos: "Porque, si amáis solo a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis?" y "Haz a los demás lo que quieras que te hagan a ti". Aquí, "mis derechos" se unen a los tuyos.

El gobernador de Alabama, entre los murmullos de aprobación de aquellos en todo el mundo que han tenido tanta paciencia durante tanto tiempo, ha tenido la valentía de decirlo claramente: "Es hora de comenzar a culpar a los no vacunados, no a las personas normales. Son los no vacunados los que nos están haciendo caer".

Lo más triste es el relato de los pacientes que se están muriendo y están rogando ahora que les vacunen. "Lo siento", les dice el médico, "pero es demasiado tarde". Es demasiado tarde. Demasiado tarde para pensar en los demás tanto como algunos piensan en sí mismos.

Por desgracia, parece que todavía existen suficientes personas en tal categoría para afectar a todas nuestras vidas.

No puedo evitar preguntarme si aquella mujer sigue todavía en algún lugar clamando salvajemente por los "derechos" que erróneamente cree que la Constitución le da, o si ya se ha sometido al eterno juicio regido por la Ley verdaderamente suprema que decidió ignorar.

Adaptado a partir del artículo de Joan Chittister en el National Catholic Reporter

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