Cuando se pierden la fe y la esperanza, aparecen el miedo y el odio

Encontraron el cuerpo de Olivia, una de las dos niñas de Tenerife asesinadas por su padre en un acto de violencia vicaria/machista, y los buitres no tardaron ni un instante en publicar la exclusiva. Con una sonrisa de oreja a oreja nos han prometido en diversas cadenas explicarnos con total detalle hasta el


último y más escabroso acontecimiento
que actualice una noticia de la que llevan semanas beneficiándose. No es nada nuevo, todos los años tenemos un suceso que inunda la parrilla televisiva con la crónica negra de una desaparición que se sabe tragedia, desde las niñas de Alcasser hasta Olivia pasando por la joven Madeleine. El tiempo es oro y la muerte también, al menos si se sabe mercantilizar correctamente.

El capitalismo es capaz de extenderse hasta el último rincón de nuestras vidas como el aceite derramado sobre una mesa de madera, empapando cada grieta, permeando su corazón hasta que esta sea devorada por el tiempo y la carcoma. Esta capacidad para mercantilizar cada aspecto de nuestra existencia es obvia, pero se hace más evidente cuando atendemos a la necrofilia de los medios privados. Si en un mundo capitalista utópico los asesinatos no existieran, las juntas ejecutivas de las cadenas privadas financiarían sicarios con sueldo variable en relación a la bajeza moral, espectacularidad y morbosidad de sus actos.

Recordemos, lo que para nosotros es una distopía, para otros puede ser una utopía del horror frívolamente justificada mediante la supuestamente inevitable normalidad de una perversa lógica sistémica —puede sonar exagerado, el desvarío de un columnista loco, pero esta justificación del horror ocurre en nuestro presente más inmediato. Trabajadoras y trabajadores de todo el mundo neocolonial son explotados hasta la extenuación para impulsar los engranajes de las cadenas de valor globales bajo la lógica del capitalismo neoliberal—. Los accionistas quieren rédito, el capital siempre necesita multiplicar su ritmo de acumulación.

A lo largo de estas semanas se sucederán en comidas familiares, cañas entre amigos o redes sociales debates respecto a la idoneidad o no de la publicación de estas noticias. La vulneración del derecho a un duelo y luto privado para la familia, el entorpecimiento del caso o la presión sobre los expertos que lo llevan a cabo, la rentabilidad del sufrimiento y un largo etcétera. Unos debates que han sido ilustrativamente respondidos por la selección de futbol de Dinamarca cuyos integrantes han bloqueado la visión de las cámaras que esperaban lograr la exclusiva escena de su compañero Eriksen debatiéndose entre la vida y la muerte tras desvanecerse por un fallo cardiaco en mitad de su primer partido en la competición europea. La familia es un concepto muy amplio y la selección de Dinamarca ha demostrado ser una llena de dignidad. Frustrados por no obtener las morbosas imágenes, diarios como Marca o As nos relatan cómo la novia del jugador creyó que Eriksen había fallecido tendido en el terreno de juego o especulan sobre la posibilidad de que el jugador vuelva a jugar otro partido de esta Eurocopa con un marcapasos. Una vez más la lógica del capital parece insaciable, su utopía es nuestra distopía.

La problemática e irresolución subyacente a estos debates reside en su fugacidad, tan rápido surgen por la visceralidad de su temática como desaparecen —quizás— por la profunda aversión y dolor que nos produce pensar y mantener profundamente estos temas en nuestra conciencia. Olvidar resulta atractivo cuando el material a recordar es razón para el dolor. Tal vez, si el debate se observara con una perspectiva a largo plazo, con distancia, discutiríamos sobre sus efectos en sociedad, en nuestra familia y amigos, en nuestra propia forma de entender el mundo.

¿Puede una sociedad temerosa, educada en el morbo de la violencia escabrosa, soñar con otros mundos posibles? ¿Se puede permitir amar a un desconocido cómo a un hermano quien ante un mundo incierto y aparentemente violento atiende a la autoprotección de los suyos? Ana Rosa y Espejo Público son los programas culpables de que nuestros hijos no salgan a jugar a la calle sin la supervisión de un adulto o de que nos parezca una locura practicar autostop. Sin embargo, según el estudio publicado en el año 2019 por la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, “el riesgo de sufrir una muerte violenta como resultado de un homicidio intencionado ha ido disminuyendo sin cesar durante un cuarto de siglo”, desde las 7,4 víctimas por cada 100.000 personas de 1993 hasta las 6,1 de 2017 (una reducción superior al 17%). Se trata de una tendencia histórica a largo plazo con un descenso progresivo de los homicidios violentos desde la Edad Media hasta la actualidad en el cual España se encuentra a la cabeza en cuanto a seguridad se refiere, con una tasa de 0,7 homicidios por cada 100.000 habitantes solo Suiza (0,5) y Singapur (0,2) nos superan.

Por el contrario, la creencia de que el mundo es hoy más peligroso que ayer parece extenderse. Una idea fruto, probablemente, de la incertidumbre que genera la sobreinformación que recibimos desde los medios de comunicación. El pasado es horizonte cuando la incertidumbre del presente borra la posibilidad de imaginar un futuro estable. No es casualidad que El fin de la historia de Francis Fukuyama se publique tras la guerra fría en unos EEUU en plena bonanza económica. Cuando el presente es plácido el futuro parece optimista, certero y un lugar al que avanzar. La España de los 2000, sumida en la histeria de la bonanza económica, miraba al futuro, la presente mira al pasado.

Vivimos un momento de expansión de sentimientos conservadores-reaccionarios que, si bien no son hegemónicos, están instaurando sus lógicas en parte de la psique colectiva. La desesperanza y la desconfianza son los sentimientos indicados para instaurar ese mantra barato del “cualquier tiempo pasado fue mejor”. No existe esperanza en el futuro sin fe en la sociedad, la misantropía es la creencia más contrarrevolucionaria. En una encuesta de ForoCoches, a la pregunta “¿Creéis que el ser humano es bueno o malo por naturaleza?” más del 67% de los usuarios respondió en favor de la malicia. Este es el más profundo y oculto en el inconsciente sentir de la sociedad reaccionaria-neoliberal: el miedo a nosotros mismos.

El auto-odio, el miedo a la autodestrucción desembocan en el deseo, la necesidad, de instituciones fuertes que nos opriman. Un sujeto temeroso y desconfiado respecto de sus iguales es un individuo aislado, un ser incapaz de convivir o pensar en colectivo, fuente de sus miedos (lo colectivo entendido como amenaza), y por tanto un ser que, motivado por sus instintos de autoprotección, actuará bajo la codicia y el egoísmo en una espiral de dinámicas de ensimismamiento, acaparamiento de recursos y utilitarismo de sus relaciones sociales. La misantropía instaura primero el “sálvese quien pueda”, después la reacción, el orden ante el caos. No podremos soñar en utopías sin fe en nuestros iguales, sin amor hacia los desconocidos.

Recordémoslo la próxima vez que un suceso escabroso sature los platós de televisión: Ana Rosa y Espejo Público son los culpables de que nuestros hijos ya no jueguen en la calle. De que hayamos dejado de hacer autostop. De que no conozcamos a nuestros vecinos, de que se haya perdido esa costumbre de pedirles sal, huevos o leche. De que no intercambiemos una conversación en la cola de la panadería. De que no queramos pagar impuestos “porque cada cual que se apañe con lo suyo”. De que no creamos en el altruismo y de que no seamos capaces de pensar en utopías, incapaces de soñar con vidas que no giren en torno a la competición por los recursos y la autodefensa. Vidas en las que la familia no es un núcleo aislado sino que es nuestro bloque, barrio o municipio. Vidas en las que no trabajamos, colaboramos como parte de nuestra obligación y responsabilidad colectiva. Vidas en las que la alegría o el amor se compartan sin miedo al desengaño y la traición. Vidas vivibles, diría Judith Butler.

Por Hugo Cuevas Soria. Publicado en El Salto Diario 

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