Así enjuga Dios las lágrimas de las víctimas de accidentes de tráfico

Crecí en un colegio católico, asistí a un instituto católico y ahora acudo a una universidad católica. Durante toda mi vida, el catolicismo era una parte de mi vida que daba por establecida y que no cuestionaba. Si no iba a misa el domingo, Dios se enfadaría. Si me olvidaba de decir todos mis pecados al confesarme, Dios no me perdonaría. Todo era tan claro y cerrado. No había espacio para cuestionar mi fe. Simplemente aceptaba todo lo que se me decía y asumía que tener fe era escuchar lo que mi profesor decía. Esa fe fake siguió conmigo desde el colegio de primaria hasta el instituto.


En segundo de instituto, me sentía en el cielo. Vivía para mi fe. Asistía a misa cada fin de semana, me confesaba regularmente y rezaba después de clase cada día los misterios dolorosos del Rosario con la hermana Lucy, una Sierva de María que vive junto al instituto. Rezaba cada noche y me sentía llena de fe. Acudía a conciertos cristianos y escuchaba K-Love, mi radio católica favorita, cada noche antes de ir a la cama. Creía que mi fe era mi identidad. Sin embargo, todo eso cambió rápidamente.

La primera semana de octubre de 2017 comenzó como cualquier otra semana. Era una ávida bailarina y la clase de baile del lunes por la noche era la misma fantástica de siempre. Pero la clase del martes por la noche era la mejor. Mi amiga de baile Alex y yo hicimos un baile de "Baby girl" y se lo enseñamos a la clase. Tuvimos la diversión de nuestra vida, bailando y riendo. "Te veo el jueves, ¡te quiero!", fueron las últimas palabras que le dije. El miércoles, después de bailar, sin embargo, Alex sufrió un grave accidente de tráfico, causado por un conductor alcoholizado, y murió en el acto. No lo supe hasta el jueves después de las clases, cuando recibí la terrible noticias gracias a un amigo del baile. No me lo podía creer.

Al principio, me quedé helada. Entré en pánico y corrí a mi habitación. Lloré y lloré y perdí la cabeza en mi cuarto. Nunca había estado tan enfadada y molesta y en shock a la vez. Iba más allá de cualquier emoción que hubiera sentido nunca. Asistí a la clase de baile aquella noche y fue lo más doloroso que jamás haya hecho. Casi ningún otro de los bailarines ni de los profesores sabían lo que había sucedido. Entré en la clase de ballet y lloré al ver el espacio vacío en la barra junto a mi. Me fui a casa y chillé fuera de control. No podía creer lo que había sucedido. Estaba tan increíblemente enfadada. Con Dios. Conmigo, por no haber tenido la oportunidad de hablar con ella el día en el que murió. Era de lejos lo más duro por lo que había pasado en mi vida.

Los demás me rodearon de amor y apoyo, pero solo podía centrarme en mi ira hacia Dios. Deje de asistir a los misterios dolorosos del Rosario. Dejé de ir a misa. Abandoné el coro de adoración del instituto, expulsé de mi vida a mis amigos y me aislé completamente. Abandoné las clases de baile e ignoré todas mis responsabilidades. No recé durante mucho tiempo, salvo para culpar a Dios por haberse llevado a tan buena amiga.

No solo estaba luchando con la muerte de Alex, sino que ese año mi madre se puso enferma. Tenía un caso avanzado de uveitis, una enfermedad rara autoinmune del ojo, incurable. Mi madre es la mujer con más fe que conozco, así que lo que vi como Dios castigándola con esa horrible enfermedad dañó todavía más mi relación con Él. Estaba tomando un montón de esteroides médicos, acudiendo a quimioterapia y perdiendo poco a poco la visión en el proceso. Era mucho para procesar a la vez. ¿Cómo podía cantar en el coro "Dios es un Dios maravilloso/ Reina desde el cielo/ con sabiduría, poder y amor/ Nuestro Dios es un Dios maravilloso", mientras sentía todo ese rechazo hacia Dios? Caminaba sola y furiosa todo el tiempo.

Al comienzo de mi último año de instituto, la pérdida de visión de mi madre comenzó milagrosamente a estabilizarse. Después de dos años luchando por encontrar alguna clase de creencia en Dios, encontré una razón para intentarlo de nuevo. Comencé a darme cuenta de que, junto con dos experiencias difíciles que había afrontado, Dios me había dado tantas bendiciones. Me di cuenta de que me estaba centrando en lamentar las circunstancias en lugar de en sacar lo mejor de las mismas.

Me volví extremadamente próxima a mis padres y a mi hermano y ahora les aprecio más que nunca. Reconstruí las relaciones con amigos que había roto los dos años anteriores. No volví a rezar el rosario cada día, pero comencé a asistir a la iglesia más frecuentemente con mi familia. Comencé a cantar de nuevo en el coro aquel año. Incluso canté un solo y creí de verdad en lo que estaba cantando.

Un día reuní el coraje de rezar sola. No había rezado desde el accidente de Alex en 2017, excepto para decirle a Dios lo enfadado que estaba con Él, o en las clases en las que todos teníamos que rezar. Cuando comencé a rezar, rompí a llorar. Había tantas emociones sobre mí. Fue una experiencia tan única recuperar el vínculo con Dios que había roto. No estaba tan próxima a Dios como una vez creí estarlo, pero mi nueva relación con Él era mucho más real de lo que lo había sido nunca.

Sin estos dos momentos difíciles, nunca me habría dado cuenta de lo rutinaria y vacía que era mi relación con Dios. Mi fe ya no era forzada. Ya no me limitaba a aceptar simplemente lo que otros me decían sobre Dios. Tenía mi propia fe. Creé mi propia relación con Dios y se sentía bien. No me había dado cuenta de cuanta acidez se acumulaba en mi corazón hasta que al fin la deje marchar y pude respirar.

Echo de menos a Alex cada día, pero en vez de llorar, elevo a ella mis oraciones, sabiendo que ella desde el cielo está mirando por mí. Estoy más que bendecido de tener a mi madre y su visión sobre mí, viéndome madurar. Mi vida de fe es propia y comprendo quién es mi Dios -misericordioso, perdonador y Amor-.

Por Lauren Zadalis. Traducido de America Magazine

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