¿Qué tiene que ver la Anunciación con nosotros?

¿Qué tiene el relato de la Anunciación que nos resulta tan cautivador? ¿Cómo puede el relato de la visita de Gabriel a María ayudarnos en nuestra propia relación con Dios? ¿Por qué este pasaje del Evangelio de Lucas ha sido objeto de más representaciones artísticas -pinturas, esculturas, mosaicos, frescos- que casi cualquier otro pasaje del Nuevo Testamento, excepto la Navidad y la Cruz?


Uno podría argumentar fácilmente que hay otros acontecimientos en la vida de Jesús con una importancia teológica mayor -historias de milagros, curaciones, sermones, etcétera-. Hay pasajes del Nuevo Testamento con mayor relevancia para la vida de la Iglesia -el nombramiento de Pedro como líder, la alimentación de los 5.000-. Uno podría decir que los Evangelios contienen historias de mayor importancia para la vida espiritual de los creyentes -pensemos en el Sermón de la Montaña-. Entonces, ¿por qué estos pocos versos en el primer capítulo del Evangelio de Lucas provocan tal emoción en muchos fieles?

Tal vez porque representan la entrada dramática de lo divino en nuestro mundo de cada día: Dios bendice a una mujer joven en su casa sencilla de su pequeño pueblo. Tal vez porque el pasaje subraya el especial papel de la mujer en el plan divino: María cumple lo que ningún hombre podría cumplir. Tal vez María sea alguien a quien muchos creyentes querrían imitar: humilde, obediente, amorosa, confiable.

Pero creo que la Anunciación nos llama por otra razón. Porque parece que en este relato del Evangelio María ejemplifica maravillosamente el papel del creyente en la vida real. La Anunciación describe perfectamente el crecimiento de una relación personal con Dios -algo que estuve descubriendo durante esos primeros meses como jesuita-. Y al hacerlo el Evangelio nos ofrece una joya con muchas caras: un microcosmos de la vida espiritual.

Para comenzar, la iniciativa parte de Dios. Es Dios, por medio del ángel Gabriel, quien comienza el diálogo con María ("Salve, llena de gracia"). Como ocurre en nuestras propias vidas. Dios comienza la conversación. Dios nos habla y -como con María- a menudo de formas inesperadas. Nos sorprendemos cautivados por una espectacular puesta de sol en un día por lo demás nublado y gris, o al sostener a un recién nacido, al recibir la comunión en misa, al escuchar el órgano de la iglesia tocando nuestro himno favorito, o al escuchar una palabra de perdón largo tiempo anhelada. En tales cosas, y en nuestras respuestas emocionales en particular, nos sorprende encontrar la presencia de Dios. Experimentar un "no sé qué". Algo fuera de nosotros mismos. Algo trascendente.

Pero es Dios el que toma la iniciativa, el que nos sorprende con Su presencia, como hizo con María.

Cuando María experimenta por primera vez la presencia de Dios, está temerosa o "perpleja", como dicen algunas traducciones. ¡Con qué frecuencia nos ocurre esto! Cuando comenzamos a preguntarnos si Dios se está comunicando con nosotros -por medio de nuestras emociones, nuestras experiencias, nuestras relaciones, nuestra oración- a menudo nos sentimos temerosos, confusos, tímidos. A menudo nos sentimos indignos ante la evidencia del amor de Dios, ya que la presencia de lo divino ilumina nuestra propia humanidad y finitud.

Este sentimiento de indignidad fue experimentado por nuestros maestros en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Pensemos en San Pedro en el Evangelio de Lucas. Después de que Pedro y sus compañeros hubiesen estado pescando toda la noche sin éxito, Jesús les ordena que lancen sus redes de nuevo. Cuando las redes milagrosamente se llenan, Pedro se da cuenta repentinamente de Quién es el que está delante suyo. Ante el mesías, Pedro percibe intensamente su propia pequeñez. Es una experiencia dolorosa. "Aléjate de mí", le dice, "porque soy un pecador".

Así nos postramos en admiración de la majestad de Dios, el mysterium tremendum et fascinan, como lo llama el teólogo Rudolf Otto. Que al mismo tiempo nos atrae y nos aterra.

En un retiro hace unos años estaba luchando con mi vocación como jesuita. Me preguntaba: ¿Cómo, realizando un voto de castidad, experimentaré el amor que buscaba? ¿Estaré solo? ¿Es la castidad lo que andaba buscando?

Repentinamente (y sin pedirlo) me vi inundado de recuerdos de mis años como jesuita: de amigos que conocí y amé, de directores espirituales pacientes y compasivos, de miembros de la comunidad cálidos y amistosos, de sacerdotes, hermanos, hermanas y laicos santos -todos los cuales había conocido gracias a mi vida como jesuita, solo porque era jesuita-. Comprendí que era una clara respuesta a mi pregunta: mi vocación no es solo la forma en la que amo a Dios, sino también la forma en la que Dios me ama a mí. Fue un rotundo sí de Dios.

No es sorprendente que sintiese una enorme gratitud. Al mismo tiempo, sin embargo, el concepto de que el Creador se estaba comunicando conmigo de una forma tan directa era inquietante y, sí, amenazador. Era difícil reconciliar las dos emociones.

Esta experiencia humana por antonomasia -el miedo- se repite frecuentemente en la Escritura. Es la experiencia de los pastores en el Evangelio de Lucas. "La gloria de Dios les rodeó y estaban aterrados".

A la luz de este miedo, el ángel ofrece a los pastores el mensaje que Dios ofrece a todos los que responden de esa manera: "No tengáis miedo". Jesús, en el barco con un Pedro avergonzado y aterrado, dice lo mismo: "No temas, porque ahora serás pescador de hombres". Dios ve y comprende nuestro miedo. En la Anunciación, Dios también comprende la reacción de María. Y así, dice Gabriel: "No temas".

Significativamente, el ángel ofrece ahora a María una explicación, más detallada, sobre lo que Dios pretende de ella. (La palabra ángel, por cierto, procede del griego angelos, que significa sencillamente mensajero). "Has encontrado favor en el Señor", dice Gabriel, "Y concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo". De nuevo, qué similar a las experiencias en nuestras propias vidas. Mientras reflexionamos sobre nuestras experiencias con Dios, se vuelve cada vez más claro lo que Dios está pidiendo de nosotros. Sostener por primera vez a un bebé recién nacido es una vívida experiencia de Dios para muchos padres. Y muchos padres me han contado que una de sus primeras reacciones tras el nacimiento de su hijo, después de la gratitud, es una sorprendente: el miedo. ¿Cómo cuidaré de este niño? ¿Cómo le protegeré? ¿Qué haré si se pone enfermo? Con el tiempo se vuelve más claro lo que Dios nos está pidiendo: ama a tu hijo.

Entonces, en el relato de Lucas, María pregunta. Lo que debió ser para una mujer joven y analfabeta de una aldea de mala reputación ("¿De Nazareth puede salir algo bueno?") presionar al ángel del Señor para obtener una explicación. "¿Cómo puede ser esto?", preguntó la práctica María, "pues no conozco varón".

Es la faceta de la historia que nos resulta más familiar: ¿Quién no se ha cuestionado la voluntad de Dios en su vida? ¿Quién, confrontado con un cambio dramático, no ha dudado del plan de Dios? ¿Quién no ha dicho: "¿Cómo puede ser esto?"? ¿Quién no ha dicho: "¿Por qué yo?"?

Por James Martin, SJ. Traducido de America Magazine (continuará)


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