Oscuridad por un lado, oscuridad por el otro. Y, en medio, Dios entra

Recordaré este adviento como el año en el que los planetas se alinearon. El año en el que la ciudad del nacimiento de Jesús se cerró. Naranjas de temporada. Llegar a la Iglesia de la Natividad para encontrar la puerta abierta. 

Este año caminé a Belén.


No es tan arduo como suena. Vivo en Jerusalén, justo al lado del punto de control para acceder a Belén. Pero no he cruzado a la ciudad durante meses, desde los primeros días de la pandemia. Fui el día del solsticio, el día más corto del año, sin la menor idea de lo que me encontraría: la ciudad había estado sometida a cierres perimetrales y toques de queda en un intento de evitar que el Covid-19 se extendiese. Mientras caminaba hacia el centro de la ciudad, apenas reconocía a la ciudad que conocía tan bien. Hotel tras hotel habían cerrado sus puertas. Las tiendas habían cerrado. Pocas de las luces y adornos navideños que habitualmente adornan la ciudad en diciembre eran visibles. Al final, tuve que parar y preguntar por la dirección de la iglesia. Ni siquiera podía reconocer donde estaba.

"De frente. Simplemente sigue hacia delante", me confirmó un tendero. Normalmente a pocos días de la Navidad, miles de turistas llenarían el centro. Este año, con la prohibición casi universal de viajar, no había ni uno.

Subí a la Plaza del Pesebre, el corazón de la ciudad justo frente a la Basílica de la Natividad, habitualmente llena de vida, de música y de multitud la semana antes de Navidad. Unas pocas locales -mujeres musulmanas en sus velos- se tomaban selfies enmascarados enfrente del famoso árbol cristiano de la ciudad. Los trabajadores desmantelaban los puestos de un mercado navideño. La única multitud visible era la de las imágenes de un nacimiento a tamaño real: María, José, el niño Jesús, los tres reyes magos, un ángel y un pastor se encontraban juntos.

Dirigí mi mirada hacia la Basílica, luego volví a mirar. Tenía que ser una trampa de la perspectiva y de la luz. La entrada -una puerta tan pequeña que tienes que arrodillarte para pasar- parecía estar abierta.

Un hombre me vio dudando. "Sí, está abierta", me confirmó.

Una ola de emoción me conmovió. Raramente visito la Iglesia de la Natividad en el tiempo de navidad, porque las filas en su interior pueden extenderse durante horas. Pero durante el resto del año, me paro en cada visita a Belén para rezar en el lugar en el que nació Jesús. Cuando estaba embarazada -mis hijos nacieron en un hospital cercano- a menudo rezaba en la gruta de la Iglesia. En los años siguientes caminé de la mano de cada uno de mis niños para enseñarles a tocar la estrella en el suelo. Probablemente sea una de las basílicas más antiguas del mundo -la primera basílica data del año 339- pero yo la siento como mi hogar. Como todos los santos lugares, la puerta ha estado cerrada durante gran parte de la pandemia. Ahora la encuentro inesperadamente abierta en un momento en el que tantas cosas en el mundo permanecen cerradas.

Crucé la plaza, pasé por una señal que decía "Se exige mascarilla. No entrar sin la cara cubierta" y me arrodillé para pasar por la puerta. Dentro, encontré la iglesia casi completamente vacía.

Me encontré a mi misma impulsada hacia delante. Durante meses, había anhelado comprender mejor lo que verdaderamente significa la Navidad, aquí y ahora. Me había dado cuenta de la fragilidad presente en el relato, de cómo habla a nuestros tiempos frágiles. En un momento, no había habitación para ellos en la posada. En otro, la masacre de los inocentes. En medio de estos dos relatos, Dios entra.

En la Iglesia, una mujer joven enciende velas, susurrando. Un hombre reza ante un icono. Coloqué mis propias velas, nombrando a aquellos que amo, y entonces descendí, unos pocos pasos, hacia la gruta donde la tradición dice que tuvo lugar el nacimiento de Jesús. Esta es la bajada, llena de emoción. "Dios se vació de Sí mismo, adoptando la forma de un servidor". Un recordatorio de la humildad de Cristo mismo.

Y ahí estaba yo. En una gruta vacía, con una estrella de catorce puntas en el suelo, donde Jesús nació.


En este año, de entre todos los años. Por primera vez pude al fin verla. La estrella en el centro, donde el niño vino al mundo. Los espacios a los lados, donde José y María se arrodillaron. Los magos y los pastores. El lugar donde la esperanza nació.

En la soledad, recordé a aquellos que no estaban conmigo allí. Los peregrinos imposibilitados de viajar. Los enfermos, incapaces de abandonar sus camas. Aquellos que han fallecido. Con el pensamiento, me los traje conmigo a la gruta.

Mi familia, muy lejos. Mis amigos. Mis seres queridos. Mis memorias de la infancia, vestidos de ángeles y de pastores, cantando "Oh, pequeña ciudad de Belén".

El conocimiento de un mundo roto. Un año como ningún otro.

Una monja, callada y enmascarada, entró y rezó junto a la estrella. Ocupó su lugar en este belén vivo. Pronto, una anciana mujer palestina, moviéndose con dificultad, comenzó a encender velas. Descendió lentamente, pasito a paso, hacia la gruta, hacia el pesebre. "Solo desciendo una vez al año, en la fiesta", dijo. Susurró una oración, luego subió dolorosamente las escaleras hacia la salida.

Me encontré de nuevo completamente sola, apoyada sobre la pared. Vino un hombre -solo para coger unas velas y llevárselas-. Unos minutos más tarde, otro, con una escoba y un cogedor, para limpiar el suelo de la gruta. Cada uno ocupó su lugar en el nacimiento, preparándose para la llegada del niño- aquí y ahora-.

Todos nosotros participamos en una historia que comenzó con unos magos y unos pastores y que continua con nosotros, no importa dónde estemos. Todos nosotros acudimos al pesebre. Llevamos con nosotros a aquellos que amamos. Llevamos nuestras preocupaciones. Nuestros lutos. Llevamos nuestros corazones y los colocamos junto a la estrella, como tantos hicieron antes de nosotros.

Cuando me marché de la iglesia, me encontré con la visión de unos árboles de naranjas en pleno fruto. En el mercado, estaban abriendo las tiendas-unos pocos días de respiro antes de que la ciudad tuviese que cerrarse de nuevo-. Todo estaba tomando color. Fresas. Hojas de malva de un verde brillante.

En la oscuridad del mundo, el color lleva al color, la luz lleva a la luz.

Aquella tarde, hablé con Peter Du Brul, S.J., un amigo y sacerdote jesuita que lleva viviendo en Belén desde 1974. Describió un año como ningún otro, con la crisis económica, la ocupación, la amenaza constante de la guerra y la pandemia. "El otro día fui a ver a una chica", me dijo. "Su padre tuvo Covid. Casi murió, y se pasó un mes en cuidados intensivos. Ella tenía 22 años y parecía tener unos 42. Ha envejecido".

Le pregunté lo que nos puede enseñar la navidad en un año como este. "Es la esperanza contra toda esperanza", insistió, con la voz llena de emoción. "Solo quien intenta ver lo real llega al pesebre. ¿Qué es lo real? ¿Qué es la verdad, sin ilusiones?".

Oscuridad por un lado. Oscuridad por el otro. Y, en medio, Dios entra.

Más tarde, el padre Peter me llamó. Quería contarme donde podía encontrar esa esperanza. "La luz procede de nuestras respiraciones, de nuestros sueños, de nuestros cuerpos y de nuestras estrellas", me dijo. "Los magos estaban contemplando las estrellas. José estaba mirando sus sueños. María estaba muy atenta a su propio cuerpo. Escuchando, sintiendo, viendo, incluso durmiendo. Dios está trabajando con nosotros. Dios nos habla cuando estamos dormidos y cuando estamos despiertos".

El misterio está ahí para todos nosotros. Solo necesitamos despertar a lo que nos conduzca hasta el mismo.

Recordaré ese día en Belén como el día más corto del año, con la noche más larga. El día que Júpiter y Saturno se alinearon-una luz en la oscuridad-. El año en el que la pandemia cerró una ciudad. Pero en el que, al menos por una mañana, una diminuta puerta se quedó abierta.

Queridos lectores, encendí una vela en la iglesia por vosotros.

Por Stephanie Saldaña. Traducido de America Magazine

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