La Navidad de la crisis (I)

1. La Navidad es el misterio del nacimiento de Jesús de Nazaret que nos recuerda que «los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso sino para comenzar», como observa de modo tan brillante e incisivo Hanna Arendt, la filósofa hebrea que desmonta el pensamiento de su maestro Heidegger, según el cual el hombre nace para ser arrojado a la muerte. Sobre las ruinas de los totalitarismos del siglo veinte, Arendt reconoce esta verdad luminosa: «El milagro que salva al mundo, a la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y “natural” es en último término el hecho de la natalidad[…] Esta fe y esperanza en el mundo encontró tal vez su más gloriosa y sucinta expresión en las pocas palabras que en los evangelios anuncian la gran alegría: “Les ha nacido hoy un Salvador”».


2. Ante el Misterio de la Encarnación, junto al Niño acostado en un pesebre (cf. Lc 2,16), así como frente al Misterio Pascual, en presencia del hombre crucificado, encontramos el lugar adecuado solo si somos inermes, humildes, esenciales; sólo después de haber puesto en práctica en el ambiente en el que vivimos —incluyendo la Curia Romana— el programa de vida sugerido por san Pablo: «Desaparezca de ustedes toda amargura, ira, enojo, insulto, injurias y cualquier tipo de maldad. Sean bondadosos unos con otros, sean compasivos y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó en Cristo» (Ef 4,31-32); sólo “revestidos de humildad” (cf. 1 P 5,5), imitando a Jesús «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29); sólo después de habernos colocado «en el último puesto» (Lc 14,10) y habernos hecho “siervos de todos” (cf. Mc 10,44). A este propósito, san Ignacio en sus Ejercicios llega hasta el punto de pedir que nos imaginemos estar en la escena del nacimiento, «haciéndome yo —escribe— un pobrecito y esclavito indigno, mirándolos, contemplándolos y sirviéndolos en sus necesidades» (114). 

3. Esta Navidad es la Navidad de la pandemia, de la crisis sanitaria, socioeconómica e incluso eclesial que ha lacerado cruelmente al mundo entero. La crisis ha dejado de ser un lugar común del discurso y del establishment intelectual para transformarse en una realidad compartida por todos. Este flagelo ha sido una prueba importante y, al mismo tiempo, una gran oportunidad para convertirnos y recuperar la autenticidad. 

Cuando el pasado 27 de marzo, en la Plaza de San Pedro, ante la plaza vacía pero llena de una pertenencia común que nos une con cada rincón de la tierra, quise rezar por todos y con todos; tuve la oportunidad de decir en voz alta el significado posible de la “tempestad” (cf. Mc 4,35-41) que había golpeado al mundo: «La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos». 

4. La Providencia quiso que en este tiempo difícil haya podido escribir Fratelli tutti, la Encíclica dedicada al tema de la fraternidad y de la amistad social. Y una gran lección nos llega de los Evangelios de la infancia, donde se narra el nacimiento de Jesús, es la de una nueva complicidad y unión que se crea entre los protagonistas: María, José, los pastores, los magos y todos aquellos que, de un modo u otro, ofrecieron su fraternidad, su amistad para que el Verbo que se hizo carne fuera acogido en las tinieblas de la historia (cf. Jn 1,14). Esto escribí al principio de esta Encíclica: «Anhelo que en esta época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad. Entre todos: “He ahí un hermoso secreto para soñar y hacer de nuestra vida una hermosa aventura. Nadie puede pelear la vida aisladamente. […] Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante. ¡Qué importante es soñar juntos! […] Solos se corre el riesgo de tener espejismos, en los que ves lo que no hay; los sueños se construyen juntos”. Soñemos como una única humanidad, como caminantes hechos de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos» (n. 8).

5. La crisis de la pandemia es una buena oportunidad para hacer una breve reflexión sobre el significado de la crisis, que puede ayudar a todos. 

La crisis es un fenómeno que afecta a todo y a todos. Está presente en todas partes y en todos los períodos de la historia, abarca las ideologías, la política, la economía, la tecnología, la ecología, la religión. Es una etapa obligatoria en la historia personal y social. Se manifiesta como un acontecimiento extraordinario, que siempre causa una sensación de inquietud, ansiedad, desequilibrio e incertidumbre en las decisiones que se deben tomar. Como recuerda la raíz etimológica del verbo krino: la crisis es esa criba que limpia el grano de trigo después de la cosecha. 

Incluso la Biblia está llena de personas que han sido “tamizadas”, de “personajes en crisis” que, sin embargo, a través de estas cumplen la historia de la salvación. 

La crisis de Abrahán, que abandonó su tierra (cf. Gn 12,1-2) y tuvo que vivir la gran prueba de tener que sacrificar su único hijo Isaac a Dios (cf. Gn 22,1-19), se resolvió desde el punto de vista teológico con el nacimiento de un nuevo pueblo. Pero este nacimiento no evitó que Abrahán viviera un drama en el que la confusión y el desconcierto no prevalecieran sólo gracias a la fuerza de su fe. 

La crisis de Moisés se manifestó en la desconfianza de sí mismo: «¿Quién soy yo para ir al faraón y sacar a los israelitas de Egipto?» (Ex 3,11); «yo nunca he sido un hombre con facilidad de palabra, […] pues soy torpe de boca y de lengua» (Ex 4,10); «no sé hablar» (Ex 6,12.30). Por eso trató de escapar de la misión que Dios le había confiado: “Señor, envía a otros” (cf. Ex 4,13). Pero a través de esa crisis, Dios hizo a Moisés Su siervo, que guio al pueblo fuera de Egipto. 

Elías, el profeta tan fuerte que era comparado con el fuego (cf. Sir 48,1), en un momento de gran crisis incluso anheló la muerte, pero luego experimentó la presencia de Dios no en el viento impetuoso, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en “el susurro de una brisa suave” (cf. 1 R 19,11- 12). La voz de Dios nunca está en el ruido de la crisis, sino en la voz silenciosa que nos habla dentro de la crisis misma. 

Juan el Bautista le asaltó la duda sobre la identidad mesiánica de Jesús (cf. Mt 11,2-6), porque no se presentaba como el libertador que tal vez esperaba (cf. Mt 3,11-12); sin embargo, fue precisamente el encarcelamiento de Juan el evento que llevó a Jesús a comenzar la predicación del Evangelio de Dios (cf. Mc 1,14). 

Y finalmente, la crisis religiosa de Pablo de Tarso: sacudido por el deslumbrante encuentro con Cristo en el camino de Damasco (cf. Hch 9,1-19; Ga 1,15-16), se vio obligado a dejar sus seguridades para seguir a Jesús (cf. Flp 3,4-10). San Pablo fue en efecto un hombre que se dejó transformar por la crisis y, por esta razón, fue el artífice de aquella crisis que llevó a la Iglesia fuera del recinto de Israel para llegar a los confines de la tierra. 

Podríamos ampliar la lista de personajes bíblicos, y en ella cada uno de nosotros podría encontrar su lugar. 

Pero la crisis más elocuente fue la de Jesús. Los Evangelios sinópticos enfatizan que Él inauguró su


vida pública a través de la experiencia de la crisis vivida en las tentaciones. Aunque pareciera que el protagonista de esa situación fuera el diablo con sus falsas propuestas, en realidad el verdadero protagonista era el Espíritu Santo. De hecho, Él era quien conducía a Jesús en ese momento decisivo de su vida: «Enseguida, el Espíritu llevó a Jesús al desierto para ser puesto a prueba por el Diablo» (Mt 4,1). 

Los evangelistas subrayan que los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto estuvieron marcados por la experiencia del hambre y de la debilidad (cf. Mt 4,2; Lc 4,2). Y es precisamente en el trasfondo de esa hambre y debilidad donde el Maligno intentó jugar su mejor carta, aprovechándose de la humanidad cansada de Jesús. Pero, en ese hombre probado por el ayuno, el Tentador experimentó la presencia del Hijo de Dios que supo cómo vencer la tentación a través de la Palabra de Dios. Jesús nunca dialogó con el diablo: o lo expulsaba, o lo obligaba a manifestar su nombre. Con el diablo nunca se dialoga. 

Más tarde, Jesús se enfrentó a una crisis indescriptible en Getsemaní: soledad, miedo, angustia, la traición de Judas y el abandono de los Apóstoles (cf. Mt 26,36-50). Por último, llegó la crisis extrema en la Cruz: la solidaridad con los pecadores hasta el punto de sentirse abandonado por el Padre (cf. Mt 27,46). A pesar de ello, Él, con confianza total, “entregó Su espíritu en las manos del Padre” (cf. Lc 23,46). Y Su abandono pleno y confiado abrió el camino a la Resurrección (cf. Hb 5,7). 

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