El belén del Vaticano está lleno de sentido

"Grotesco". "Demoniaco". "Fealdad buscada". Son solo algunas de las reacciones al nacimiento que el Vaticano ha colocado en la plaza de San Pedro este año.


Es, para ser justo, absolutamente diferente a muchos de los otros belenes que puedes ver este año en tu parroquia o en tu casa: una selección de estatuas de cerámica, más grandes que lo que correspondería al "tamaño natural", procedente de una colección de 52 piezas creada por un instituto de arte en Castelli, en la región de los Abruzzos en Italia, entre 1965 y 1975.

Como un escenario mágicamente ampliado de figuritas de playmobil o de muñecas más humildes, las figuras en el nacimiento de este año son simples y claras -cuerpos compuestos por columnas, con esferas por cabezas-. Hay colores brillantes, duras texturas y adiciones caprichosas: un astronauta, que viene a traer una roca lunar al niño Cristo, un centurión llamado a la conversión, una luz de neón flotando como las montañas sobre Belén, y un ángel cuyo carácter casi translúcido permite a la luz atravesar las costillas de su cuerpo y sus alas como torres. 

Ámalo u ódialo, dicen. 

Lo amo. Por tres razones.

En primer lugar, porque amo la alegría sencilla y juguetona de los belenes. La nuestra es una casa en la que necesitamos ordenar las estanterías para dejar espacio a la docena de belenes y nacimientos que hemos recibido o encontrado a lo largo de los años. Varían desde uno muy figurativo, hasta misterios artesanales en cerámica de Perú y en madera, hecho en Malawi, hasta un belén compuesto completamente por patitos de goma.

Como niño, mi tarea anual y mi alegría era preparar los plásticos que mi madre encargaba -sin permiso- en su colegio parroquial de primaria. En la oscuridad de diciembre en Nueva Inglaterra, el nacimiento era un lugar mágico, en el que el Adviento y la Navidad se convertían en parte de mi vida, no solo en una idea.

Era donde el niño Jesús llegaba milagrosamente en la mañana de Navidad, donde intentaba incansablemente que la Virgen María guardase el equilibrio sobre la espalda de un camello nada cooperativo y donde otros juguetes hacían habitualmente su aparición. Osos de peluche, soldaditos de plástico y transformers venían regularmente a adorar al Niño Cristo, así que no me espanta tanto que se presente un astronauta en la escena.

Los belenes y nacimientos siempre han sido sacramentales, convirtiendo el relato de la Navidad en


real
, justo como hizo Francisco de Asís cuando organizó el primer belén viviente en Greccio. Pero para hacerlo bien, también han abierto siempre posibilidades para el juego, la creatividad y la alegría. Cuando veo un astronauta vagando por la Plaza de San Pedro, veo al Vaticano participando en algo de la alegría inesperada, infantil, de un visitante por sorpresa.

En segundo lugar, este particular belén tal vez no sea una delicia para todos; de gustibus non est disputandum ("sobre gustos no hay disputas"), afirma el dicho. Aquí, tal vez esté fuera de mi ámbito de conocimientos -soy teólogo, no crítico de arte-. Pero haríamos bien en pensar cuidadosamente en qué es lo que pensamos como "hermoso" y "feo" y no confundir tales términos con "familiar" y "diferente", respectivamente.

Admito que tengo una debilidad por el arte contemporáneo del siglo XX. Amo, por razones que no puedo explicar bien, los colores atrevidos de Mark Rothko, las líneas abstractas de Barnett Newman, el uso por Marcel Breuer de texturas y nuevos materiales para crear inesperadas variaciones sobre formas tradicionales.

No todos esos artistas tuvieron éxito en cada pieza que crearon o en cada instalación que construyeron. Pero compartían la convicción fundamental de que la creación artística no es solo la reproducción de formas del pasado familiar, sino que depende de la misma experimentación con lo nuevo que hizo posible las catedrales góticas, el "Juicio final" de Miguel Ángel y la misma Basílica de San Pedro.

Cuando alguien describe una nueva Iglesia diciendo "no parece una Iglesia" solo porque no sea gótica, se están perdiendo todas las formas en las que, con toda la creatividad que Dios nos ha dado, podemos idear el arte eclesiástico y la arquitectura.

Tú puedes contemplar el belén vaticano de este año y decidir que todavía lo encuentras feo -eso está bien-. Pero solo espero que lo mires al principio como te encontrarías con una nueva cultura, con un nuevo lenguaje, con un nuevo amigo. Diferente no significa necesariamente feo.

En tercer lugar, y último, la fuerte reacción contra el nacimiento de este año me habla como eclesiólogo sobre las continuas tensiones en nuestra Iglesia sobre el legado del Concilio Vaticano II y los intentos del papa Francisco por recuperar la energía y la esperanza de aquel tiempo.

No es una coincidencia que estas piezas daten de 1965 a 1975, en el período inmediatamente postconciliar, cuando la Iglesia y el mundo miraban al futuro con esperanza. Este era el tiempo de los aterrizajes en la luna, de nuevos movimientos espirituales laicos, de al mismo tiempo recuperación del pasado y aggiornamento.

Tal vez eran demasiado ingenuamente optimistas en ocasiones, pero los católicos del período postconciliar miraban tanto al pasado como al futuro de la Iglesia. Como se afirma que dijo el papa Juan XXIII sobre la Iglesia, "No estamos en la tierra para conservar un museo, sino para cultivar un jardín floreciente de vida". Y así el abrazo por la Iglesia de su rico patrimonio teológico, cultural y artístico necesita abarcar el abrazo a la novedad del Evangelio que toma raíces hoy en nuevas generaciones, nuevos artistas y nuevas culturas.

Para hacerlo, debemos estar en guardia contra la falsa comodidad estética de la nostalgia, pero también contra la falsa eclesiología según la cual la Iglesia es incambiable -o llegó a tal punto alrededor del año 1600, evitando cualquier desarrollo o crecimiento posterior-.

Esto no es un argumento para un cambio rápido o radical, para negar los dogmas de nuestra fe, o para sumarse a la novedad por la novedad. Pero en el cambio en el tiempo, el desarrollo en la historia, la adaptación a nuevas culturas y pueblos, son elementos constituyentes de una Iglesia viva


compuesta de seres humanos. La Iglesia está llamada por Dios a encarnar el Evangelio de Jesucristo en todos los tiempos y espacios, y por medio del poder del Espíritu Santo está inspirada a hacerlo de formas inesperadas.

Como la web oficial de la exposición sugiere, es un "belén para (re)nacer". Este belén, como el Concilio Vaticano II que parcialmente le inspiró, como el pontificado de Francisco, guarda el tesoro del pasado y mira hacia adelante, para continuar la aventura de la Iglesia mientras esperamos la llegada del Reino de Dios.

Sobre todo, amo este belén, astronauta incluido, porque nos recuerda que la historia de la Iglesia, la historia del Dios que es, que fue y que será, es una historia con un pasado y con un futuro.

Por Brian Flanagan. Traducido del National Catholic Reporter

Comentarios

Entradas populares