Lo que acerque a una persona a Dios, es santo

"Ese árbol es muy importante para mí", me dijo un antiguo jesuita, hace casi treinta años. Estábamos en la casa de retiros de Gloucester, Massachussets, de pie sobre el césped que mira al Océano Atlántico. Era un día brillante y el sol se reflejaba en el agua. Apuntó a un árbol perenne solitario, no demasiado alto, desviado hacia un lado, un tanto abollado.


Siendo nuevo a la vida espiritual, no tenía ni idea de lo que quería decir. ¿Qué es un "árbol importante"?  Reprimí la tentación de reírme o hacer un chiste.

Mi amigo me explicó que en un retiro muchos años antes había tenido una profunda experiencia espiritual mientras permanecía bajo aquel árbol. Ahora, cada vez que venía a Gloucester, miraba aquel árbol y recordaba lo que había sucedido. No solo la experiencia en sí misma sino el árbol se había convertido en "importante" para él.

Para mí, parecía un árbol más. Alrededor nuestra los había más altos, más nobles, mejores: la clase de árboles que uno pintaría, de los que uno tomaría una foto o los utilizaría en una postal de Navidad. Pero no para mi amigo. Para él, era ese pequeño árbol el que suscitaba toda clase de significados, que me dijo que ni siquiera podría describir adecuadamente. Ahora, cada vez que veo ese árbol, pienso en mi amigo, que murió hace quince años.

Últimamente, he notado una tendencia creciente a criticar tales "árboles importantes" en la vida espiritual. Es difícil no dar con uno de esos artículos que dice que tal estilo de arquitectura en una iglesia es aburrido, banal o erróneo; que ese canto está demasiado gastado, su letra es demasiado tonta o no lo suficientemente reverente; que una -rellena el hueco: autor, libro, forma de oración, práctica devocional, escuela de espiritualidad- no es lo suficientemente católica. La arquitectura modernista en una Iglesia es una "maldición". Una canción es "teológicamente vaga". Y así.

Mientras cada cual se limite a expresar sus gustos o desapegos, libertad, por supuesto. Pero una cuestión más profunda y seria es la crítica e incluso la condena de cosas que tienen un gran significado espiritual para otros creyentes.

Mi infancia católica en los suburbios de Filadelfia en los años sesenta y setenta estaba llena de realidades que muchos hoy juzgarían no solo como desfasadas sino como malas: una arquitectura moderna que es demasiado templada, cantos populares que han sido olvidados, estilos de presidir que hoy son rechazados. Es fácil sonreírse ante tales cosas.

Es fácil. También puede ser peligroso.

Tras veinte años como director espiritual, acompañando a una amplia variedad de personas en sus caminos espirituales, me ha enseñado muchas cosas. Una de las más importantes es esta: Dios se encuentra a las personas donde se encuentran (incluso esta frase ha sido criticada, créanselo o no). Lo que mueve a una persona puede dejar a otra persona fría. Lo que a mi me parece un libro estúpido, un poema de brocha gorda o un póster kitsch puede ser la forma en la que Dios se encuentra con alguien. Viendo las muchas cosas que mueven a los demás, he aprendido a no juzgar. El Espíritu Santo sabe mejor que yo.

En los últimos años, he ayudado a conducir peregrinaciones a Tierra Santa con hasta cien personas. Al final del día, nos reunimos para compartir nuestras experiencias de lo que nos ha movido espiritualmente. Siempre es una causa de admiración comprobar cómo diferentes acontecimientos, lugares y, sí, incluso iglesias e himnos, afectan a las personas de formas tan diversas. "¡Me ha movido tanto la Iglesia de la Natividad!", me dice una persona. "A mi no me ha dicho nada", replica otra. "¡Demasiado ruido!". Si Dios se encuentra a las personas dónde están, ¿por qué criticar los lugares donde Dios lo hace?

La regla de la reverencia se aplica a todo en la vida espiritual. ¿Disfrutas rezando el Rosario? También lo hago yo. Pero no juzgo a las personas que no lo hacen. Santa Teresa de Lisieux dijo que rezar el Rosario era para ella tan penoso como un instrumento de tortura. Tampoco digo que otras prácticas devocionales no sean igual de dignas. ¿Te gustan las misas solemnes? También a mí. Mi parroquia de la Iglesia de San Ignacio de Loyola celebra elevadas misas solemnes llenas de boato y clasicismo. Pero no critico las misas de niños, de jóvenes o para familias. ¿Te agradan los himnos jesuitas de San Luis? También a mí. Pero no intento exaltarlos por encima de otros himnos.

Siempre que escucho a personas que desprecian elementos de la vida espiritual o que, peor todavía, se burlan de ellos, me siento triste. Me imagino a las personas que escuchan estas críticas y que descubren que algo que a ellos les inspira -un himno, una iglesia, una obra de arte- es algo que según los "expertos" no debería atraerles. O que las personas "mejor educadas" o "con mayor discernimiento" o "más espirituales" no aprueban aquello que a ellos los acerca a Dios.

Lo que sea que acerque a una persona a Dios es santo -sea un canto popular como "Todo lo que soy", cantado por una hermana con una guitarra, o sea "Tantum Ergo Sacramentum", cantado por el coro de un monasterio-. Sea en una iglesia sesentera con pared de ladrillo y una vidriera abstracta o en la Catedral de Chartres con rosetones que podemos encontrar en los libros de historia del arte. Sea en una imagen amarilleada del Sagrado Corazón que cuelga en la cocina de tu abuela o en la obra maestra de Caravaggio que una vez viste en una iglesia en Roma. Sea en un libro de Richard Rohr o de Scott Hahn. Todos los caminos a Dios han de ser reverenciados.

Así que, siéntete libre de que te guste o te desagrade lo que consideres en tu vida espiritual. Pero no te sientas libre de decirles a los demás lo que debería conmoverles o dejarles indiferentes. Porque en tal caso lo que estarías haciendo es decir cómo debería trabajar el Espíritu Santo y esa nunca es una buena idea.

Como novicio jesuita, estaba lleno del exceso de confianza que la entrada en una orden religiosa a veces instala en una persona. Pero estoy satisfecho de que, solo por esa vez, acudiendo contra mi orgullo, no me reí cuando mi amigo me habló de su árbol favorito o le dije que debería preferir otro. O enumerar las razones por las que ese árbol no podía compararse a otros más altos y frondosos a solo unos pasos de distancia. La mirada en su cara cuando contempló aquel árbol me calló.

Y ahora, cuando vuelvo a aquella casa de retiros, veo aquel árbol y es también importante para mí.

Por James Martin, SJ. Traducido de America Magazine

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