Una Europa familia y comunidad, solidaria y generosa

Carta del Papa Francisco

En este año, la Santa Sede y la Iglesia en Europa celebran algunos acontecimientos  significativos. Hace cincuenta años se concretó la colaboración entre la Santa Sede y las  Instituciones europeas surgidas después de la segunda guerra mundial, mediante el establecimiento  de las relaciones diplomáticas con las entonces Comunidades Europeas y la presencia de la Santa  Sede como Observador ante el Consejo de Europa. Después, en 1980, se creó la Comisión de los  Episcopados de las Comunidades Europeas (COMECE), en la que participan con un delegado  propio todas las Conferencias Episcopales de los Estados Miembros de la Unión Europea, con el  objetivo de favorecer «una colaboración más estrecha entre dichos Episcopados, en orden a las  cuestiones pastorales relacionadas con el desarrollo de las competencias y de las actividades de la  Unión». Además, este año se celebró el 70.º aniversario de la Declaración Schuman, un  acontecimiento de gran importancia que ha inspirado el largo camino de integración del continente,  haciendo posible que se superen las hostilidades producidas a causa de los dos conflictos mundiales.  A la luz de estos acontecimientos, usted tiene previsto próximamente visitas significativas a las  Autoridades de la Unión Europea, a la Asamblea Plenaria de la COMECE y a las Autoridades del  Consejo de Europa, por lo que considero oportuno compartirle algunas reflexiones sobre el futuro  de este continente, que me es particularmente querido, no sólo por los orígenes familiares, sino  también por el rol central que este ha tenido y pienso que todavía debe tener —si bien con tonos  diversos— en la historia de la humanidad.  


Ese rol se vuelve todavía más relevante en el contexto de pandemia que estamos  atravesando. De hecho, el proyecto europeo surge como voluntad de poner fin a las divisiones del  pasado. Nace de la conciencia de que juntos y unidos somos más fuertes, que «la unidad es superior  al conflicto» y que la solidaridad puede ser «un modo de hacer la historia, un ámbito viviente  donde los conflictos, las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que  engendra nueva vida». En nuestro tiempo, que «da muestras de estar volviendo atrás», en el que  prevalece la idea de ir cada uno por su cuenta, la pandemia constituye como una línea divisoria que  obliga a hacer una elección: o se sigue el camino tomado en el último decenio, alentado por la  tentación de la autonomía, enfrentando crecientes incomprensiones, contraposiciones y conflictos; o bien se redescubre ese camino de la fraternidad, que sin duda fue el que inspiró y animó a los  Padres fundadores de la Europa moderna, a partir justamente de Robert Schuman.  

En las noticias europeas de los últimos meses, la pandemia puso en evidencia todo esto: la  tentación de ir cada uno por su cuenta, buscando soluciones unilaterales a un problema que  trasciende los límites de los Estados, pero también, gracias al gran espíritu de mediación que  caracteriza a las Instituciones europeas, el deseo de recorrer con convicción el camino de la  fraternidad que es además camino de la solidaridad, poniendo en marcha la creatividad y nuevas  iniciativas.  

Sin embargo, es necesario consolidar las medidas adoptadas para evitar que los empujes centrífugos recobren fuerza. Resuenan hoy con gran actualidad las palabras que san Juan Pablo II  pronunció en el Acto europeo en Santiago de Compostela: Europa, «vuelve a encontrarte. Sé tú  misma». En un tiempo de cambios repentinos se corre el riesgo de perder la propia identidad,  especialmente cuando desaparecen los valores compartidos sobre los que se funda la sociedad. 

En este momento, quisiera decirle a Europa: Tú, que has sido una fragua de ideales durante siglos y ahora parece que pierdes tu impulso, no te detengas a mirar tu pasado como un álbum de  recuerdos. Con el tiempo, aun las memorias más hermosas se desvanecen y acaban siendo  olvidadas. Tarde o temprano nos damos cuenta de que los contornos del propio rostro se esfuman,  nos encontramos cansados y agobiados de vivir el tiempo presente, y con poca esperanza de mirar  al futuro. Sin una noble motivación nos descubrimos frágiles y divididos, y más inclinados a  lamentarnos y a dejarnos atraer por quien hace de las quejas y de la división un estilo de vida  personal, social y político.  

Europa, ¡vuelve a encontrarte! Vuelve a descubrir tus ideales, que tienen raíces profundas.  ¡Sé tú misma! No tengas miedo de tu historia milenaria, que es una ventana abierta al futuro más  que al pasado. No tengas miedo de tu anhelo de verdad, que desde la antigua Grecia abrazó la tierra,  sacando a la luz los interrogantes más profundos de todo ser humano; de tu sed de justicia, que se  desarrolló con el derecho romano y, con el paso del tiempo, se convirtió en respeto por todo ser  humano y por sus derechos; de tu deseo de eternidad, enriquecido por el encuentro con la tradición  judeo-cristiana, que se refleja en tu patrimonio de fe, de arte y de cultura.  

Hoy, mientras en Europa tantos se interrogan con desconfianza sobre su futuro, muchos  otros la miran con esperanza, convencidos de que todavía tiene algo que ofrecer al mundo y a la  humanidad. Es la misma confianza que inspiró a Robert Schuman, consciente de que «la  contribución que una Europa organizada y viva puede aportar a la civilización es indispensable para  el mantenimiento de unas relaciones pacíficas». Es la misma confianza que podemos tener  nosotros, a partir de valores compartidos y arraigados en la historia y en la cultura de esta tierra.  

Por tanto, ¿qué Europa soñamos para el futuro? ¿En qué consiste su contribución original?  En el mundo actual, no se trata de recuperar una hegemonía política o una centralidad geográfica, ni  se trata de elaborar soluciones innovadoras a los problemas económicos y sociales. La originalidad  europea está sobre todo en su concepción del hombre y de la realidad; en su capacidad de iniciativa  y en su solidaridad dinámica.  

Sueño, entonces, una Europa amiga de la persona y de las personas. Una tierra donde sea  respetada la dignidad de todos, donde la persona sea un valor en sí y no el objeto de un cálculo  económico o una mercancía. Una tierra que cuide la vida en todas sus etapas, desde que surge  invisible en el seno materno hasta su fin natural, porque ningún ser humano es dueño de la vida, sea  propia o ajena. Una tierra que favorezca el trabajo como medio privilegiado para el crecimiento  personal y para la edificación del bien común, creando fuentes de empleo especialmente para los  más jóvenes. Ser amigos de la persona significa colaborar con su instrucción y su desarrollo  cultural. Significa proteger al que es más frágil y débil, especialmente a los ancianos, los enfermos  que necesitan tratamientos costosos y las personas con discapacidad. Ser amigos de la persona significa tutelar los derechos, pero también señalar los deberes. Significa recordar que cada uno está  llamado a ofrecer la propia contribución a la sociedad, porque ninguno es un universo cerrado en sí  mismo y no se puede exigir respeto para sí, sin respeto por los demás; no se puede recibir si al  mismo tiempo no se está dispuesto a dar.  

Sueño una Europa que sea una familia y una comunidad. Un lugar que sepa valorar las  peculiaridades de todas las personas y los pueblos, sin olvidar que estos están unidos por  responsabilidades comunes. Ser familia significa vivir la unidad teniendo en cuenta la diversidad, a  partir de la diferencia fundamental entre hombre y mujer. En este sentido, Europa es una auténtica  familia de pueblos, distintos entre sí, pero sin embargo unidos por una historia y un destino común.  Los últimos años, y aún más la pandemia, han demostrado que nadie puede salir adelante solo y que  un cierto modo individualista de entender la vida y la sociedad lleva solamente al desánimo y a la  soledad. Todo ser humano aspira a ser parte de una comunidad, es decir, de una realidad más grande  que lo trasciende y que da sentido a su individualidad. Una Europa dividida, compuesta de  realidades solitarias e independientes, fácilmente se encontrará incapaz de hacer frente a los  desafíos del futuro. En cambio, una Europa comunidad, solidaria y fraterna, sabrá aprovechar las  diferencias y el aporte de cada uno para afrontar juntos las cuestiones que le esperan, comenzando  por la pandemia, pero también por el desafío ecológico, que no se limita sólo a la protección de los recursos naturales y a la calidad del ambiente en que vivimos. Se trata de elegir entre un modelo de  vida que descarta personas y cosas, y uno inclusivo que valora lo creado y a las criaturas.  Sueño una Europa solidaria y generosa. Un lugar acogedor y hospitalario, donde la caridad  —que es la mayor virtud cristiana— venza toda forma de indiferencia y egoísmo. La solidaridad es  expresión fundamental de toda comunidad y exige que cada uno se haga cargo del otro. Ciertamente  hablamos de una “solidaridad inteligente” que no se limite solamente a asistir las necesidades  fundamentales en casos puntuales.  

Ser solidarios significa guiar al más débil por un camino de crecimiento personal y social,  para que un día este pueda a su vez ayudar a los demás. Como un buen médico, que no se limita a  suministrar una medicina, sino que acompaña al paciente hasta la recuperación total.  

Ser solidarios implica hacerse prójimos. Para Europa significa particularmente hacerse disponible, cercana y diligente para sostener —a través de la cooperación internacional— a los  otros continentes —pienso especialmente en África—, de modo que se resuelvan los conflictos en  curso y se ponga en marcha un desarrollo humano sostenible.  

Además, la solidaridad se nutre de gratuidad y engendra gratitud. Y la gratitud nos lleva a  mirar al otro con amor; pero cuando nos olvidamos de agradecer por los beneficios recibidos, somos  más propensos a cerrarnos en nosotros mismos y a vivir con miedo a todo lo que nos rodea y es  diferente a nosotros.  

Lo vemos en los numerosos temores que atraviesan nuestras sociedades actuales, entre los  que no


puedo callar el recelo respecto a los migrantes. Solo una Europa que sea comunidad solidaria puede hacer frente a este desafío de forma provechosa, mientras que las soluciones  parciales ya han demostrado su insuficiencia. Es evidente, en efecto, que la necesaria acogida de los  migrantes no puede limitarse a simples operaciones de asistencia al que llega, a menudo escapando  de conflictos, hambre o desastres naturales, sino que debe consentir su integración para que puedan «conocer, respetar y también asimilar la cultura y las tradiciones de la nación que los acoge».

Sueño una Europa sanamente laica, donde Dios y el César sean distintos pero no contrapuestos. Una tierra abierta a la trascendencia, donde el que es creyente sea libre de profesar públicamente la fe y de proponer el propio punto de vista en la sociedad. Han terminado los tiempos de los confesionalismos, pero —se espera— también el de un cierto laicismo que cierra las puertas a los demás y sobre todo a Dios, porque es evidente que una cultura o un sistema político que no  respete la apertura a la trascendencia, no respeta adecuadamente a la persona humana.  

Los cristianos tienen hoy una gran responsabilidad: como la levadura en la masa, están  llamados a despertar la conciencia de Europa, para animar procesos que generen nuevos  dinamismos en la sociedad. Los exhorto, pues, a comprometerse con valentía y determinación a  ofrecer su colaboración en cada ámbito donde viven y trabajan.  

Señor Cardenal:  

Estas breves palabras nacen de mi solicitud de Pastor y de la certeza de que Europa aún tiene  mucho que dar al mundo. No tienen, por tanto, otra pretensión que la de ser un aporte personal a la  reflexión tan necesaria sobre su futuro. Le agradecería si puede compartir su contenido en los  diálogos que tendrá usted los próximos días con las Autoridades europeas y con los miembros de la  COMECE, que exhorto a colaborar con espíritu de comunión fraterna con todos los obispos del  continente, reunidos en el Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (CCEE). Le ruego  que lleve a cada uno mi saludo personal y el signo de mi cercanía a los pueblos que representan. Sus  encuentros serán ciertamente una ocasión propicia para profundizar las relaciones de la Santa Sede  con la Unión Europea y con el Consejo de Europa, y para confirmar a la Iglesia en su misión  evangelizadora y en su servicio al bien común.  

Que no le falte a nuestra querida Europa la protección de sus santos Patronos: san Benito,  los santos Cirilo y Metodio, santa Brígida, santa Catalina y santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith  Stein), hombres y mujeres que por amor al Señor han trabajado sin cesar en el servicio de los más  pobres y en favor del desarrollo humano, social y cultural de todos los pueblos europeos. 

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