Queridos católicos "tradicionalistas", cuidado con no caer vosotros en herejía

Una de las mejores definiciones de herejía que he escuchado la describe como la experiencia de equivocar una parte de la verdad con toda la verdad en materias de fe o de doctrina. Esta descripción nos revela con generosidad porque son tan atractivas las herejías y porque tantos cristianos acaban cayendo inevitablemente en ellas. Las herejías siempre son parcialmente correctas, pero en la ausencia del necesario equilibrio y complejidad que la teología cristiana exige, el hereje indeseadamente es incapaz de aceptar la totalidad de la posición ortodoxa.

La mayoría de las herejías cristianas clásicas condenadas por los primeros concilios de la Iglesia siguen esta tendencia. En cada caso, cristianos fieles y bien intencionados debatían la definición de creencias, buscando comprender mejor la fe. Al final se formaron campos ideológicos y la historia demuestra que a menudo es el lado demasiado simplista y reduccionista el que cae en el error.

El pelagianismo es herético no porque se equivoque al afirmar la libertad humana, sino porque no es capaz de ponderar adecuadamente la realidad y efecto del pecado original que afecta a la libertad humana. El gnosticismo en sus diversas formas es herético no porque la fe cristiana no tenga nada que ver con el intelecto o el conocimiento, sino porque es incapaz de reconocer que el verdadero cristianismo no se reduce a conocimientos -mucho menos a un "conocimiento secreto" reservado a unos pocos- y que el mundo creado es básicamente bueno y fue traído a la existencia amorosamente por el único Dios.

Como el papa Francisco anotó en el capítulo segundo de su exhortación apostólica Gaudate et Exsultate, de 2018, "sobre la llamada a la santidad en el mundo de hoy", los espectros del pelagianismo y del gnosticismo siguen hechizando a la Iglesia, aunque de nuevas formas. Pero incluso sin buscarles las etiquetas de antiguos errores, la predisposición general subyacente a la simplicidad deseada, al marco binario, al pensamiento en blanco y negro continúa amenazando la creencia ortodoxa de los cristianos modernos.

Es comprensible que las personas a lo largo de la historia busquen respuestas fáciles y marcos simples en el esfuerzo de dar sentido a un mundo cambiante y, en ocasiones, inexplicable. En especial durante los tiempos de confusión y de adaptación social y cultural a velocidad rápida, muchas personas buscan en la religión un ancla de significado y una fuente de seguridad. Y así deben hacerlo. El fundamento más central del cristianismo es que Dios amó tanto al mundo que Dios entró en el mundo como uno de nosotros para revelarnos plenamente quien es Él y quienes somos nosotros. Esa creencia fundamental en el amor incondicional e ilimitadamente generoso de Dios debería darnos seguridad.

El problema no es el atractivo de la religión en general y del cristianismo en particular como el ancla que nos fija a la orilla en el mar aparentemente lleno de tormentas de la modernidad. Es que demasiadas personas remodelan el cristianismo -sus enseñanzas doctrinales y su guía moral- convirtiéndolo en un ídolo de su propia creación para obtener un mensaje equivocadamente sencillo y falsamente claro. Típicamente, tales personas caen en un tipo de herejía porque se apropian de ideas, proposiciones, perspectivas y elementos de la fe cristiana solo en parte y solo en la medida en la que sirven a sus puntos de vista, en un intento de reducir su ansiedad por las complejidades de la vida. Irónicamente, tales heréticos que ignoran que lo son se denominan "tradicionales" u "ortodoxos", trazando una línea absolutista desde su visión del mundo que de hecho rechaza el amplio espectro de perspectivas cristianas legítimas y el desarrollo de la doctrina.

Podemos ver esto en muchas discusiones contemporáneas de la fe y la moral cristiana.

Lo vemos con la forma en la que algunos católicos se obsesionan con la presencia real de Cristo en la Eucaristía, llegando a olvidar o excluir las tres otras formas en las que la Iglesia enseña que Cristo se hace presente en la celebración de la liturgia. Y así las especias eucarísticas del pan y del vino se convierten en misiles de batallas culturales en lugar de en el medio por el que la verdadera presencia sacramental de Cristo se comunica a la Iglesia, que también es el cuerpo de Cristo.

Lo vemos en la manera en la que algunos católicos reducen la rica y compleja doctrina social de la Iglesia al centrarse exclusivamente en el aborto hasta excluir de su atención otros pecados sociales tanto o más apremiantes, como la guerra, la explotación, la desigualdad económica, la destrucción del medio ambiente o las injusticias raciales, entre otras. Y como este distorsionado reduccionismo de asunto único se lanza contra aquellos que son percibidos como enemigos políticos.

Lo vemos en la manera en la que algunos católicos tratan la Sagrada Escritura con celo fundamentalista, afirmando que ciertas cosas son inmutables o al menos incontestables según su hermenéutica bíblica, a pesar de que la Iglesia Católica prohíbe claramente la interpretación literalista de la Escritura. La Escritura debe ser contextualizada, interpretada y comprendida según las circunstancias de su propio tiempo para, a continuación, comprender lo que el Espíritu Santo nos está diciendo a nosotros en nuestro tiempo.

La verdad es que el cristianismo no es la religión de aquellos que busquen respuestas fáciles o pensamientos en blanco y negro. Si este falso cristianismo promueve una aproximación "o/o" a la fe y la moral, la verdadera tradición cristiana siempre ha favorecido un acercamiento del tipo "ambos/y". La encarnación no puede ser reducida a divinidad ni a humanidad, sino que siempre es Dios y humanidad unidas. La tradición moral no puede reducirse a la preocupación por un asunto vital, que solo puede tomar sentido en la promoción de una ética consistente de la vida que sea inclusiva de todas las poblaciones.

Ya hemos visto a algunos clérigos "guerreros culturales", obispos incluidos, rechazar la catolicidad de ciertas personas según este tipo de lógica. La idea de algunos es que por la afiliación política o el apoyo legislativo a políticas en conflicto con la enseñanza católica (una realidad que afecta por igual a todo tipo de partidos o ideologías, ninguno de los cuales está plenamente alineado con la enseñanza de la Iglesia), un cristiano católico individual es rechazado o despreciado erróneamente como ilegítimo o como insuficientemente católico. La herejía aquí es la reducción del cristianismo a un único asunto -habitualmente un asunto de la propia preferencia o elección personal- como el único patrón de juicio, sin nada del margen necesario para el juicio prudencial o la conciencia.

Pero también es importante darse cuenta de que lo que comienza como una herejía en la fe conduce a

la hipocresía en la acción. Estos guerreros culturales que pintan el cristianismo en general y el catolicismo en particular a un único asunto no se miden a sí mismos ni a sus políticos preferidos por los mismos estándares. Recuerdo a Jesús diciendo algo sobre este tipo de comportamiento a propósito de unas vigas y unas pajas en un ojo. Lo que los reduccionistas toman como ortodoxia es de hecho herejía porque solo es una parte de la escena completa; lo que hacen en la práctica es de hecho hipocresía porque son culpables de lo mismo de lo que acusan a los demás en términos de falta de ortodoxia.

La forma de evitar caer en este tipo de herejía indeseada es evitar un cristianismo demasiado simplificado y aceptar la tradición enormemente diversa, maravillosamente compleja, que nos ha sido dada. Puede ser incómodo para algunos que la doctrina no pueda ser reducida justificadamente a afirmaciones proposicionales o que la Escritura no siempre pueda ser leída sin más interpretación o que los dilemas morales no puedan resolverse memorizando una lista de reglas.

Sin embargo, encontramos consuelo en el hecho de que el Espíritu Santo está vivo y vive en los desarrollos de la doctrina, en la interpretación de la Escritura y en la formación de nuestras conciencias. Abrazar esta verdad fundamental sobre la complejidad inevitable de la tradición es el comienzo de una fe cristiana más auténtica y madura.

Por Daniel Horan. Traducido del National Catholic Reporter

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