Remodelemos las estructuras de pecado tras la pandemia

Documento de la Academia Pontificia para la Vida "Humana Communitas en la era de la pandemia"

2. Hacia una nueva visión: El renacimiento de la vida y la llamada a la conversión

Las lecciones de fragilidad, finitud y vulnerabilidad nos llevan al umbral de una nueva visión: fomentan un espíritu de vida que requiere el compromiso de la inteligencia y el valor de la conversión moral. Aprender una lección es volverse humilde; significa cambiar, buscando recursos de significado hasta ahora desaprovechados, tal vez repudiados. Aprender una lección es volverse consciente, una vez más, de la bondad de la vida que se nos ofrece, liberando una energía que va más allá de la inevitable experiencia de la pérdida, que debe ser elaborada e integrada en el significado de nuestra existencia. ¿Puede ser esta ocasión la promesa de un nuevo comienzo para la humana communitas, la promesa del renacimiento de la vida? Si es así, ¿en qué condiciones?

2.1. Hacia una ética del riesgo

Debemos llegar, en primer lugar, a una renovada apreciación de la realidad existencial del riesgo: todos nosotros podemos sucumbir a las heridas de la enfermedad, a la matanza de las guerras, a
las abrumadoras amenazas de los desastres. A la luz de esto, surgen responsabilidades éticas y políticas muy específicas respecto a la vulnerabilidad de los individuos que corren un mayor riesgo en su salud, su vida, su dignidad. El Covid-19 podría considerarse, a primera vista, sólo como un determinante natural, aunque ciertamente sin precedentes, del riesgo mundial. Sin embargo, la pandemia nos obliga a examinar una serie de factores adicionales, todos los cuales entrañan un reto ético polifacético. En este contexto, las decisiones deben ser proporcionales a los riesgos, de acuerdo con el principio de precaución. Centrarse en la génesis natural de la pandemia, sin tener en cuenta las desigualdades económicas, sociales y políticas entre los países del mundo, es no entender las condiciones que hacen que su propagación sea más rápida y difícil de abordar. Un desastre, cualquiera que sea su origen, es un desafío ético porque es una catástrofe que afecta a la vida humana y perjudica la existencia humana en múltiples dimensiones.

En ausencia de una vacuna, no podemos contar con la capacidad de derrotar permanentemente al virus que causó la pandemia, salvo por agotamiento espontáneo de la fuerza patológica de la enfermedad. Por lo tanto, la inmunidad contra el Covid-19 sigue siendo una especie de esperanza para el futuro. Esto también significa reconocer que vivir en una comunidad en riesgo exige una ética a la par de la perspectiva de que tal situación pueda realmente convertirse en realidad.

Al mismo tiempo, es necesario dar cuerpo a un concepto de solidaridad que vaya más allá del compromiso genérico de ayudar a los que sufren. Una pandemia nos insta a todos a abordar y remodelar las dimensiones estructurales de nuestra comunidad mundial que son opresivas e injustas, aquellas a las que en términos de fe se les llama “estructuras de pecado”. El bien común de la comunidad humana no puede lograrse sin una verdadera conversión de las mentes y los corazones (Laudato si', 217-221). El llamamiento a la conversión se dirige a nuestra responsabilidad: su miopía es imputable a nuestra falta de voluntad de mirar la vulnerabilidad de las poblaciones más débiles a nivel mundial, y no a nuestra incapacidad de ver lo que es tan obviamente claro. Una apertura diferente puede ampliar el horizonte de nuestra imaginación moral, para incluir finalmente lo que ha sido descaradamente pasado por alto y relegado al silencio.

2.2. El llamamiento a los esfuerzos mundiales y a la cooperación internacional

Los contornos básicos de una ética del riesgo, basada en un concepto más amplio de solidaridad, implican una definición de comunidad que rechaza cualquier provincialismo, la falsa distinción entre los que están dentro, es decir, los que pueden exhibir una pretensión de pertenecer plenamente a la comunidad, y los que están fuera, es decir, los que pueden esperar, en el mejor de los casos, una supuesta participación en ella. El lado oscuro de esa separación debe ponerse de relieve como una imposibilidad conceptual y una práctica discriminatoria. No se puede considerar que nadie esté simplemente “a la espera” del reconocimiento pleno de su estatuto, como si estuviera a las puertas de la humana communitas. El acceso a una atención de salud de calidad y a los medicamentos esenciales debe reconocerse como un derecho humano universal (cfr. Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos, art. 14). De esta premisa se desprenden lógicamente dos conclusiones.

La primera se refiere al acceso universal a las mejores oportunidades de prevención, diagnóstico y tratamiento, más allá de su restricción a unos pocos. La distribución de una vacuna, una vez que esté disponible en el futuro, es un punto en el caso. El único objetivo aceptable, coherente con una asignación justa de la vacuna, es el acceso para todos, sin excepciones.

La segunda conclusión se refiere a la definición de la investigación científica responsable. Está mucho en juego y los temas son complejos. Cabe destacar tres de ellos. Primero, con respecto a la integridad de la ciencia y las nociones que impulsan su avance: el ideal de objetividad controlada, si no totalmente “desapegada”; y el ideal de libertad de investigación, especialmente la libertad de conflictos de intereses. En segundo lugar, está en juego la naturaleza misma del conocimiento científico como práctica social, definida, en un contexto democrático, por normas de igualdad, libertad y equidad. En particular, la libertad de investigación científica no debe incluir la adopción de decisiones políticas en su esfera de influencia. La toma de decisiones políticas y el ámbito de la política en su conjunto mantienen su autonomía frente a la usurpación del poder científico, especialmente cuando éste se convierte en una manipulación de la opinión pública. Por último, lo que se cuestiona aquí es el carácter esencialmente “fiduciario” del conocimiento científico en su búsqueda de resultados socialmente beneficiosos, especialmente cuando el conocimiento se obtiene mediante la experimentación en seres humanos y la promesa de un tratamiento probado en ensayos clínicos. El bien de la sociedad y las exigencias del bien común en el ámbito de la atención de la salud se anteponen a cualquier preocupación por el lucro. Y esto porque las dimensiones públicas de la investigación no pueden ser sacrificadas en el altar del beneficio privado. Cuando la vida y el bienestar de una comunidad están en juego, el beneficio debe pasar a un segundo plano.

La solidaridad se extiende también a cualquier esfuerzo de cooperación internacional. En este contexto, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ocupa un lugar privilegiado. Profundamente arraigada en su misión de dirigir la labor internacional en materia de salud está la noción de que solo el compromiso de los gobiernos en una sinergia mundial puede proteger, fomentar y hacer efectivo un derecho universal al más alto nivel posible de salud. Esta crisis pone de relieve lo mucho que se necesita una organización internacional de alcance mundial, que incluya específicamente las necesidades y preocupaciones de los países menos adelantados que se enfrentan a una catástrofe sin precedentes.

La estrechez de miras de los intereses nacionales ha llevado a muchos países a reivindicar para sí mismos una política de independencia y aislamiento del resto del mundo, como si se pudiera hacer frente a una pandemia sin una estrategia mundial coordinada. Esa actitud podría dar una idea de la subsidiariedad y de la importancia de una intervención estratégica basada en la pretensión de que una autoridad inferior tenga precedencia sobre cualquier autoridad superior, más distante de la situación local. La subsidiariedad debe respetar la esfera legítima de la autonomía de las comunidades, potenciando sus capacidades y responsabilidad. En realidad, la actitud en cuestión se alimenta de una lógica de separación que, para empezar, es menos eficaz contra el Covid-19. Además, la desventaja no sólo es de facto corta de miras, sino que también da lugar a un aumento de las desigualdades y a la exacerbación de los desequilibrios de recursos entre los distintos países. Aunque todos, ricos y pobres, son vulnerables al virus, estos últimos están obligados a pagar el precio más alto y a soportar las consecuencias a largo plazo de la falta de cooperación. Es evidente que la pandemia está empeorando las desigualdades que ya están asociadas a los procesos de globalización, haciendo que más personas sean vulnerables y estén marginadas, desprovistas de atención sanitaria, empleo y redes de seguridad social.

2.3. El equilibrio ético centrado en el principio de solidaridad

En última instancia, el significado moral, y no sólo estratégico, de la solidaridad es el verdadero problema en la actual encrucijada la que ha de hacer frente la familia humana. La solidaridad conlleva la responsabilidad hacia el otro que está en una situación de necesidad, que se basa en el reconocimiento de que, como sujeto humano dotado de dignidad, cada persona es un fin en sí mismo, no un medio. La articulación de la solidaridad como principio de la ética social se basa en la realidad concreta de una presencia personal en la necesidad, que clama por su reconocimiento. Así pues, la respuesta que se nos pide no es solo una reacción basada en nociones sentimentales de simpatía; es la única respuesta adecuada a la dignidad del otro que requiere nuestra atención, una disposición ética basada en la aprehensión racional del valor intrínseco de todo ser humano.

Como un deber, la solidaridad no viene gratis, sin costo, y es necesaria la disposición de los países ricos a pagar el precio requerido por el llamado a la supervivencia de los pobres y la sostenibilidad de todo el planeta. Esto es válido tanto de manera sincrónica, con respecto a los distintos sectores de la economía, como diacrónica, es decir, en relación con nuestra responsabilidad por el bienestar de las generaciones futuras y la medición de los recursos disponibles.

Todos estamos llamados a hacer nuestra parte. Mitigar las consecuencias de la crisis implica renunciar a la noción de que “la ayuda vendrá del gobierno”, como si fuera un deus ex machina que deja a todos los ciudadanos responsables fuera de la ecuación, intocables en su búsqueda de intereses personales. La transparencia de la política y las estrategias políticas, junto con la integridad de los procesos democráticos, requieren un enfoque diferente. La posibilidad de una escasez catastrófica de recursos para la atención médica (materiales de protección, equipos de test, ventilación y cuidados intensivos en el caso del Covid-19), podría utilizarse como ejemplo. Ante los trágicos dilemas, los criterios generales de intervención, basados en la equidad en la distribución de los recursos, el respeto de la dignidad de toda persona y la especial atención a los vulnerables, deben esbozarse de antemano y articularse en su plausibilidad racional con el mayor cuidado posible.

La capacidad y la voluntad de equilibrar principios que podrían competir entre sí es otro pilar esencial de una ética del riesgo y la solidaridad. Por supuesto, el primer deber es proteger la vida y la salud. Aunque una situación de riesgo cero sigue siendo una imposibilidad, respetar el distanciamiento físico y frenar, si no detener totalmente, ciertas actividades han producido efectos dramáticos y duraderos en la economía. Habrá que tener en cuenta también el costo de la vida privada y social.

Se plantean dos cuestiones cruciales. La primera se refiere al umbral de riesgo aceptable, cuya aplicación no puede producir efectos discriminatorios con respecto a las condiciones de poder y riqueza. La protección básica y la disponibilidad de medios de diagnóstico deben ofrecerse a todos, de acuerdo con un principio de no discriminación.

La segunda aclaración decisiva se refiere al concepto de “solidaridad en el riesgo”. La adopción de reglas específicas por una comunidad requiere una atención a la evolución de la situación en el campo, tarea que sólo puede llevarse a cabo mediante un discernimiento fundado en la sensibilidad ética, y no sólo en la obediencia a la letra de la ley. Una comunidad responsable es aquella en la que las cargas de la cautela y el apoyo recíproco se comparten proactivamente con miras al bienestar de todos. Las soluciones jurídicas a los conflictos en la asignación de la culpabilidad y la responsabilidad por mala conducta o negligencia voluntarias son a veces necesarias como instrumento de justicia. Sin embargo, no pueden sustituir a la confianza como sustancia de la interacción humana. Sólo esta última nos guiará a través de la crisis, ya que sólo sobre la base de la confianza puede la humana communitas finalmente florecer.

Estamos llamados a una actitud de esperanza, más allá del efecto paralizante de dos tentaciones opuestas: por un lado, la resignación que sufre pasivamente los acontecimientos; por otro, la nostalgia de un retorno al pasado, solo anhelando lo que había antes. En cambio, es hora de imaginar y poner en práctica un proyecto de convivencia humana que permita un futuro mejor para todos y cada uno. El sueño recientemente descrito para la región amazónica podría convertirse en un sueño universal, un sueño para todo el planeta que “integre y promueva a todos sus habitantes para que puedan consolidar un «buen vivir»” (Querida Amazonia, 8).

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