¿Quién fue Charles de Foucauld?

Según cualquier estándar convencional, la vida de Charles de Foucauld (1858-1916) -soldado, explorador, monje y finalmente ermitaño en el desierto- terminó en fracaso. En el momento de su muerte violenta en un rincón remoto del Sáhara, no había publicado ninguno de sus escritos espirituales; no había fundado ninguna congregación ni atraído a ningún seguidor. No podía afirmarse responsable de ninguna conversión. Y sin embargo su testimonio ha permanecido en el tiempo. Muchos le recuerdan hoy como una de las grandes figuras espirituales del siglo veinte, un profeta cuyo mensaje nos habla más claramente de los retos de nuestro tiempo que de los del suyo. Con su beatificación el trece de noviembre, la Iglesia dará por fin reconocimiento oficial a su significado como uno de aquellos buscadores que periódicamente son capaces de reinventar la imitación a Cristo de una forma apropiada a las necesidades de su tiempo, y que así invitan a los demás a leer el Evangelio de una nueva manera.

El vizconde Charles de Foucauld nació en una familia orgullosamente aristocrática en Estrasburgo, Francia, en 1858. Huérfano a los seis años, fue criado por su abuelo, un coronel retirado del ejército, que le indujo a la carrera militar. Pero la vida castrense no se correspondía con su carácter. Se graduó de la academia como el último de su promoción y se ganó una reputación de playboy decandente. Enviado a Argelia, fue expulsado del ejército después de un escándalo en el que intentó hacer pasar a su amante por la vizcondesa de Foucauld.

El lado bueno de su servicio militar fue la fascinación que descubrió por el desierto norteafricano, al que volvió con el patrocinio de la Sociedad Geográfica Francesa para desarrollar una peligrosa exploración de Marruecos. Fue allí donde la experiencia de la piedad musulmana ayudó a Charles a recuperar dramáticamente su fe católica, cambiando para siempre su carácter y su vida. Tan pronto como creí que existía un Dios, escribiría después, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para Él. Mi vocación religiosa y mi fe proceden de un mismo momento.

Una peregrinación por Tierra Santa, siguiendo los pasos de Jesús por los mismos pueblos y campos que Él caminó, provocaron un profundo impacto. Después, Foucauld entró en los trapenses y pasó varios años en un monasterio en Siria. Pero la vida monástica convencional no le satisfacía. Si hubo una iluminación esencial que impresionó a Foucauld fue el hecho de que Jesús, el Hijo de Dios, había sido un hombre pobre y un trabajador. Como carpintero en Nazareth, en tan "bajas" circunstancias, Jesús había encarnado el mensaje del Evangelio en Su vida antes de formularlo en palabras. Esta iluminación se convirtió en la clave no solo de su interpretación del Evangelio, sino también de su propia vocación personal.

Al principio intentó ponerla en práctica de una forma bastante literal. Durante tres años trabajó como sirviente en el Convento de Pobres Clarisas en el mismo Nazareth, viviendo en el mismo lugar en el que Jesús había pasado treinta años de Su vida y en el que vivió la indecible y profunda felicidad de barrer estiércol. Pero al final se dio cuenta de que cualquier lugar podía ser Nazareth. Y así, tras ordenarse, volvió a Argelia, al oasis de Béni- Abbés en la frontera con Marruecos. Su objetivo era desarrollar un nuevo modelo de vida religiosa, una comunidad de pequeños hermanos, que vivirían entre los pobres en un espíritu de servicio y de solidaridad orante. En las constituciones que escribió para la orden que planeaba, Foucauld escribió: "Toda nuestra existencia, la totalidad de nuestras vidas, debería gritar el Evangelio desde los tejados... no por nuestras palabras sino por nuestras vidas".

Foucauld permaneció quince años en el desierto. Cuando descubrió que la remota Béni-Abbés se estaba volviendo demasiado concurrida, buscó un mayor aislamiento en la remota Tamanrasset, una pequeña aldea en el áspero Hoggar. Allí encontró la muerte el uno de diciembre de 1916, asesinado por rebeldes tuaregs.

Foucauld dedicó muchos años a preparar y concebir el camino de seguidores que nunca llegaron. Podría haber muerto con un sentimiento de inutilidad, si su espiritualidad no le hubiese preparado para mirar más allá de las apariencias externas. En su famosa oración del abandono, escribió: "Padre, haz de mi lo que quieres, sea lo que sea, te doy las gracias. Estoy listo para todo, lo acepto todo, con tal de que se haga Tu voluntad en mí, como en todas Tus criaturas".

Al final, sin embargo, las reverberaciones del testimonio solitario de Foucauld alcanzaron un efecto considerable. En 1933, mucho después de su muerte, René Voillaume y cuatro compañeros abandonaron Francia y se dirigieron al Sáhara. Modelándose en el ejemplo de Charles de Foucauld, formaron la comunidad de los Pequeños Hermanos de Jesús. Pocos años después se les unieron las Pequeñas Hermanas de Jesús, fundadas por Madelin Hutin. Ambas fraternidades y sus diversas escisiones poco a poco se expandieron por el mundo, con sus pequeñas comunidades tomando vida entre los pobres y excluidos, primero en el desierto del Sáhara y luego en muchos rincones oscuros del globo.

Y, sin embargo, la experiencia y el reto de Foucauld se extienden mucho más allá que el número de sus seguidores directos. Su énfasis en la vida oculta de Jesús presenta implicaciones para muchos aspectos de la vida cristiana actual. Por un motivo: anticipó un modelo de vida contemplativa, no en un monasterio de clausura, sino en medio del mundo. Y así derribó el muro artificial entre el mundo religioso y el secular, apuntando a una forma de plenitud accesible para todos, en cualquier desierto en el que nos encontremos.

La aproximación de Foucauld a la misión es particularmente significativa. En contraste con los modelos triunfalistas de su tiempo, Foucauld ejemplificó lo que ha venido a ser conocido como la evangelización por la presencia, la voluntad de encontrar a personas de otras fes sobre la base de la igualdad y el respeto mutuo. Aunque su ascetismo fue extremo según los estándares de la mayoría de los misioneros, o incluso de los monjes trapenses con los que vivió durante un tiempo en Siria, básicamente abrazó la pobreza de sus vecinos. Foucauld quería dar testimonio del Evangelio viviéndolo, siendo amigo y hermano de todos. Sabía hasta qué punto la Iglesia destruye la credibilidad de su testimonio cuando sus representantes disfrutan de un estatus y de unas comunidades muy por encima de las de los pobres.

Hoy, como nunca antes, nos estamos dando cuenta de la particular necesidad de mejorar la comprensión entre cristianos y musulmanes. Foucauld mismo fue asesinado por miembros de una secta islámica cuyo celo fundamentalista tiene evidentes análogos contemporáneos. Y, sin embargo, si el camino de Foucauld hubiese sido más característico del encuentro entre cristianos y musulmanes en el pasado, ¿quién puede decir si la historia hubiera sido diferente? En un tiempo en el que el cristianismo ya no es sinónimo de poder colonial y civilización occidental el testimonio de Foucauld pobre, desarmado, desprovisto de todo, sin más autoridad que el poder del amor, bien podría representar el rostro de la Iglesia del futuro, de una Iglesia enraizada en la historia de sus orígenes y de su pobre fundador.

Después de un siglo consumido por grandes proyectos, guerras mundiales y ostentoso derroche, el aprecio de Foucauld por medios pobres, objetivos modestos y la vida oculta de fe y de caridad nos ofrece una alternativa poderosa y subversiva. Nos recuerda, entre otras cosas, que Cristo mismo eligió un camino de aparente fallo, eligiendo lo que es bajo y despreciado por el mundo.

Poco antes de su muerte, Foucauld resumió su espiritualidad en un breve testamento. Describe una aproximación a la misión, una manera de dar testimonio del Evangelio, disponible para cualquier persona, en cualquier circunstancia: Jesús llegó a Nazareth, el lugar de la vida ordinaria, de la vida familiar, de oración, de trabajo, de oscuridad, de virtudes silenciosas, practicadas sin más testigos que Dios, sus amigos y familiares. Nazareth, el lugar donde la gran mayoría vivimos nuestras vidas. Debemos respetar infinitamente al último de nuestros hermanos... mezclémonos con ellos. Seamos uno con ellos hasta el punto que Dios desea... y tratémosles fraternalmente para tener el honor y la alegría de ser aceptados como uno de ellos.

Por Robert Ellsberg. Traducido de America Magazine

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