Nuestros deberes morales

La pandemia de coronavirus es una crisis de salud sin precedentes, un desastre económico creciente y un test moral fundamental. Nuestra respuesta demuestra quienes somos, en qué creemos y en qué clase de sociedad nos estamos convirtiendo. Los tiempos terribles revelan nuestros auténticos valores, prioridades y nuestro carácter como personas y como sociedad.


Nuestra fe católica ofrece formas distintivas de mirar a los retos y elecciones que afrontamos como individuos, como comunidades y como naciones. En palabras del papa San Juan Pablo II, la doctrina social de la Iglesia nos ofrece "principios de reflexión, criterios de juicio, guías para la acción" que pueden orientar nuestras elecciones personales, institucionales, nacionales y mundiales.


En 1891, la doctrina social católica moderna comenzó con la encíclica del papa León XIII Rerum Novarum (de las cosas nuevas) cuando la Iglesia afrontaba los retos de la Revolución Industrial. Ahora, casi 130 años más tarde, la pandemia del coronavirus es nuestra "cosa nueva" y los principios de la doctrina social católica proporcionan orientación moral al encarar peligros, restricciones y miedos que la mayoría de nosotros no podíamos imaginar hace unas semanas.


Proteger la vida humana y su dignidad



En el centro de la doctrina social católica está la protección de la dignidad y de la vida humana. Esto exige ayudar a las personas a prevenir la infección, a sobreponerse de la enfermedad y a recuperarse del virus siempre que sea posible. Las pérdidas de vida son horrorosas en nuestro país y en el mundo. Hay una obligación moral grave de evitar las acciones, comportamientos y actitudes que permitan que el virus se expanda y amenace la vida y la salud de los demás. La distancia social, el confinamiento doméstico y evitar el contacto con los demás no son opciones, sino obligaciones. Aquellos que ignoran o resisten tales medidas no solo se están poniendo en riesgo, sino que están poniendo en riesgo a los demás y a la comunidad. Tomar precauciones y seguir las directrices para evitar la expansión del virus es "pro vida" y un deber moral. Las llamadas a reducir las protecciones necesarias a la vida humana y su dignidad para ayudar a la economía suponen un cálculo perverso y una caída moral.


En nuestra tradición, toda vida es preciosa, no importa lo joven o anciana, rica o pobre, no importa la raza, el género, nacionalidad o utilidad. La dignidad humana no es algo que podamos conseguir por nuestras capacidades o buen comportamiento, sino un don de Dios, un regalo a todos Sus hijos. Recibir la atención sanitaria o las pruebas no debe depender de la riqueza, el poder o el estatus que hayas alcanzado, de que seas un atleta o un político, de lo viejo que seas o de si tienes una discapacidad, o de donde procedas y cuándo has llegado aquí. Las políticas que ponen en riesgo las vidas de los ancianos y de los vulnerables por razones económicas son ejemplos de la "cultura del descarte" contra la que nos ha advertido el papa Francisco.


Promover los derechos humanos y sus responsabilidades



Puesto que la vida humana es sagrada, tenemos el derecho a la vida y a aquello que protege la vida humana y su dignidad: la atención sanitaria que sostiene la vida; la vida familiar y religiosa; un trabajo decente, vivienda y educación. La ausencia de cualquiera de estos derechos convierte en peor la pandemia. Aquellos sin un adecuado sistema sanitario sufrirán y morirán. Millones de personas están perdiendo sus puestos de trabajo y los ingresos que les mantienen a ellos y a sus familias. Se arriesgan a perder sus casas. Con colegios y universidades cerradas, la educación de la juventud se ve amenazada. Las injusticias sociales, económicas y raciales exacerban el sufrimiento en tiempos como estos.


Nuestra fe nos exige asegurar y proteger estos derechos, no solo para nosotros mismos y nuestras familias, sino para todos los hijos de Dios. Trabajar por una atención sanitaria universal no es solo un objetivo político; es un deber moral para alcanzar una sociedad decente. Asistir a aquellos que están perdiendo sus trabajos e ingresos en el colapso económico que viene no es solo parte de una política de estímulos; es un requerimiento moral. Defender la dignidad de aquellos que carecen de alimentos o de vivienda, de migrantes y refugiados y de otros en las "periferias" son mandatos bíblicos. Proteger la vida, dignidad y derechos de las personas de color, de las mujeres, de las personas con discapacidad, de los ancianos y de los más vulnerables es esencial ya que la escasez y el miedo pueden intensificar la injusticia. Debemos resistir la tentación de la huida hacia delante y de despreciar en estos tiempos recios a ancianos o personas con discapacidad.


Prioridad de los pobres y vulnerables



Las Escrituras y la enseñanza católica insisten en que los pobres y aquellos que son vulnerables tienen un llamado exigente sobre nuestras conciencias y elecciones. Los profetas judíos y Jesús mismo insistieron en que seremos juzgados por nuestra atención por "el más pequeño" (Mateo 25). La medida moral de nuestra respuesta al coronavirus y a sus consecuencias económicas es el trato que demos a los pobres y vulnerables, a aquellos con mayores necesidades y menos poder.


El papa Francisco ha dicho "la medida de la grandeza de una sociedad se encuentra en la forma en la que trata a aquellos más necesitados, a aquellos que no tienen nada salvo su pobreza". Deberíamos seguir el ejemplo del papa Francisco y mirar a la crisis desde los de abajo y desde los excluidos, especialmente desde las necesidades de quienes se encuentran en lo más bajo de nuestra economía y en los márgenes de la sociedad. Estas no son a menudo las prioridades habituales de la política y de los negocios, en donde intereses e instituciones poderosas utilizan sus influencias para alcanzar sus propios objetivos antes que atender al clamor de los débiles y vulnerables. Ahora más que nunca, deberíamos fortalecer la red de seguridad que ofrece la vida a las familias que necesitan alimento, atención médica, vivienda y otros bienes esenciales.


Preservar la dignidad del trabajo y los derechos de los trabajadores



La economía está siendo severamente dañada por los costes financieros y estructurales de esta pandemia y los esfuerzos por contenerla. Escuchamos sobre pérdidas masivas en amplios sectores económicos, del turismo a la hostelería y el comercio. Detrás de estas señales visibles del problema están millones de trabajadores y sus familias que están perdiendo trabajos, ingresos, atención médica y un lugar en nuestra economía.


La Iglesia Católica ha situado tradicionalmente la dignidad del trabajo y los derechos de los trabajadores en el centro de su tradición social. Restaurar los trabajos, rescatar las vidas y reconocer las necesidades y derechos de los trabajadores debería ocupar el centro de cualquier plan de recuperación económica.


Mientras nos preocupamos por aquellos que han perdido el trabajo, deberíamos reconocer y expresar nuestra gratitud a los valientes trabajadores que están proporcionando cuidados y servicios esenciales arriesgando su propia salud: médicos, enfermeros y personal sanitario, trabajadores de supermercados y farmacias, limpiadores, transportistas y otros que nos ayudan a sobrevivir en medio de la crisis. El papa Francisco les llama "los santos de la puerta de al lado".


Practicar la solidaridad y la subsidiariedad



En un tiempo de enorme miedo y pérdida, existe la tentación de centrarnos solo en nuestras propias necesidades e intereses, de encerrarnos en nosotros mismos y enfadarnos, que sería comprensible. Pero esa no debe ser nuestra respuesta primaria. En tiempos difíciles necesitamos descubrir y practicar la solidaridad, recordar que somos hermanas y hermanos, parte de la única familia humana de Dios. Nuestra fe nos exige trabajar juntos, ayudarnos unos a otros. Más allá de las noticias sobre personas que incumplen las normas sanitarias, vemos ejemplos de atención, de cuidado y sacrificio por los demás en nuestros vecindarios y en comunidades de todo el país. Estamos en esto juntos y deberíamos actuar en consecuencia.


Si la solidaridad es esencial en la respuesta a esta crisis, la subsidiariedad es necesaria para ayudar a estructurar la respuesta y a dividir el trabajo. Una crisis tan grande y peligrosa exige que todas nuestras instituciones trabajen juntas. Ha habido un considerable debate sobre el papel apropiado del gobierno nacional, de las autoridades locales y regionales y de los sectores privado y del voluntariado. El tradicional principio de subsidiariedad ofrece orientación y advertencias sobre cómo buscar los bienes comunes. Las altas instancias deben coordinar y ayudar, suplir en lo que supere los medios de las instancias "inferiores", pero no deben sustituir a las comunidades y entidades locales en aquellas decisiones que éstas están capacitadas para responder efectiva y humanamente, con el conocimiento de la realidad sobre el terreno.


Al mismo tiempo, las entidades locales y regionales tienen el deber de pedir y dejarse ayudar y coordinar en lo que supere sus medios o requiera una respuesta unitaria. Esta pandemia examina a todo el país, al mundo entero. Claramente una crisis tan sobrecogedora exige una respuesta nacional y mundial y la cooperación de todos los sectores de la sociedad, dividiendo capacidades, recursos, responsabilidades, herramientas y autoridad para proporcionar liderazgo y dirección con la que proteger la vida y la salud y restaurar la economía. La carrera por conseguir reconocimiento o por echar la culpa al otro debe dar paso a la responsabilidad compartida y la acción común.


Búsqueda del bien común



Todos estos principios apuntan a nuestro deber de buscar el bien común en medio de tanta enfermedad y pérdida. En nuestra nación dividida y nuestra política polarizada, parecemos haber perdido nuestra capacidad de dejar de lado nuestros propios intereses, agendas ideológicas y diferencias partidistas para trabajar juntos por el bien de la sociedad. Si no podemos trabajar juntos por el bien de todos en esta crisis, veremos más enfermedad, más muerte, más destrucción social y económica y suspenderemos en una prueba moral y humana fundamental como pueblo.


El papa Francisco al inicio de su pontificado dijo: "Veo la Iglesia como un hospital de campaña después de la batalla... Tienes heridas que sanar. Después podremos hablar sobre lo demás. Sanar las heridas, sanar las heridas". Nuestro país y nuestra Iglesia son ahora mismo hospitales de campaña en medio de una terrible batalla con horrendas pérdidas humanas.


Nuestra fe nos ofrece esperanza en medio del miedo, nos llama a proteger la vida y la dignidad humana, a practicar la solidaridad y a aceptar la responsabilidad, a cuidar de los débiles y vulnerables, a proteger a los trabajadores, a buscar el bien común. En palabras del papa Francisco, "respondamos a la pandemia del virus con la universalidad de la oración, de la compasión, de la ternura. Permanezcamos unidos".

Por John Carr. Traducido de America Magazine


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