Las polillas me han devorado

Veinte años después de entrar en un monasterio trapense, Thomas Merton reflexionaba sobre los fallos de su pasado y, al hacerlo, nos ayudaba a los demás a reflexionar sobre nuestros fallos en el pasado. Escribía en su diario: "No parece que haya pecado voluntariamente, es decir, con mis ojos completamente abiertos, en materia abierta. Pero he cometido fallos repetidos, fallos innumerables, como agujeros que aparecen por todos lados en un traje corroído por las polillas. Nada ha sido remendado eficazmente. Las polillas me han comido, mientras estaba confundido, atento a lo que parecía ser bueno, o importante -o necesario para la supervivencia".


No es mi pretensión minimizar los pecados y los fallos de Merton antes de su conversión y de su llamada a la vida monástica. Pero estoy bastante seguro de no equivocarme que los fallos y pecados son la materia en la que le he sobrepasado. En su analogía sobre las polillas, Merton podría haber estado escribiendo sobre mí.


En mi primer matrimonio, hubo pecados de obra y, lo que es peor, de omisión, de negligencia, de pasividad, de fallar en actuar, de fallar como marido, de fallar en darme cuenta a tiempo de la (Dreamstime/Anatol1973)depresión de mi hija LeAnn, de fallar en hacer sentir a mi hijo Ed seguro y amado como niño y especialmente más tarde. Hubo "repetidos fallos" y descubrí demasiado tarde que "nada había sido remendado efectivamente" porque "estaba confundido, atento a lo que parecía ser bueno, o importante, o necesario para la supervivencia". Las polillas me habían devorado y ni siquiera había sido consciente de ello.


Años más tarde, experimenté un fallo mucho mayor, mucho más profundo -mi incapacidad para evitar que mi hijo mayor, John, oficial de policía, se quitase la vida en 2008-. Y en el 2016, fui inútil para parar a mi hija LeAnn, que terminó con su vida tras batallar con la enfermedad física y mental.


En Cayendo hacia delante, el franciscano Fray Richard Rohr escribe: "La gracia es lo que Dios hace para conservar todas las cosas que Él ha creado en el amor y vivas... para siempre. La gracia no es algo que Dios da; la gracia es quién Dios es... La gracia se encuentra en la profundidad y en la muerte de todo".


Me acerco a los 80 años, pero solo recientemente, sin comprenderlo del todo, he comenzado a experimentar la gracia que se eleva desde la peor forma del dolor, desde las profundidades del dolor, desde la muerte de dos de mis hijos.


Algunos años después de la muerte de John, escribí Policías, contrariedades y gracia: El camino de un padre tras el suicidio de su hijo. Escribí aquel libro para honrar a mi hijo, para ayudar a otros policías a evitar lo que le sucedió a John, para comenzar a explorar la relación entre el dolor y la gracia. Todavía estoy explorando ese misterioso terreno, esa conexión simbiótica, pero durante la mayor parte de mi vida ignoraba completamente tal conexión.


Me ha llevado tiempo, pero he encontrado, especialmente tras perder dos hijos a manos del suicidio, que afrontar directamente el horror, el dolor y el duelo que surge de tales pérdidas es la única manera de sobrevivir, la única manera de honrar a nuestros seres queridos, la única manera de cumplir con nuestras responsabilidades con nuestros seres queridos que siguen en este mundo. En Curando a través de las emociones oscuras, Miriam Greenspan ofrece una poderosa argumentación a favor de afrontar agresivamente nuestro sufrimiento como la forma más efectiva y saludable de pasar el duelo y de sanar.


Como futuro marido, era el ejemplo perfecto de la falta de conciencia de dónde me estaba metiendo. Tras ocho años en el seminario y seis meses de deber activo en el cuerpo de marines, conocí a Karen y me introduje en el matrimonio y en la paternidad sin tener ni idea de lo que estaba haciendo, pero con un optimismo irrefrenable y una sensación de tener el control de todo.


Periódicamente, la realidad de nuestro débil matrimonio comenzaría a lanzar avisos sobre nuestras conciencias. Pero permanecimos juntos durante treinta años, al final ninguno de los dos felices, yo convencido de que si hubiese planificado más el futuro, las cosas irían mejor; Karen bastante segura de que no.


Al final, se dio cuenta de que tenía razón y ese fue el fin de nuestro matrimonio. Me doy cuenta ahora de que volví loca a Karen con mi optimismo ciego, mi incesante planificación del futuro, mis expectativas, mi pasividad y mi negacionismo sin límites y ella, sin intención, había ido triturando lentamente mi espíritu con su depresión y su distancia.


Tengo una foto enmarcada de mis tres hijos del primer matrimonio. John tenía cuatro años, Ed 3 y LeAnn año y medio. La fotografía es en blanco y negro, pero recuerdo que LeAnn llevaba un vestido rosa aquel día. Los chicos vestían camisetas de manga larga a rayas, de esas que unos años después no se las pondrían ni muertos. Ninguno de ellos están mirando directamente a cámara. Todos rubios; todos sonrientes, inocentes. Todos parecen sentirse amados y seguros.


Contemplo esta fotografía de mis bebés y lucho contra la urgencia de retroceder a aquel tiempo, de volver al tiempo en el que Dios y Karen me habían dado tan preciosos hijos, cuando creía saber lo que estaba haciendo, cuando creía tenerlo todo bajo control, cuando pensaba que tenía derecho a ser feliz, cuando no se me pasaba por la cabeza que esos pequeños niños necesitarían un foco de atención mayor que el amor establecido de un padre, cuando no se me ocurría pensar que todo es frágil y nada seguro.


Hay otra foto en la que Ed tiene tres años y John cuatro. Él y John acababan de crear una torre con bloques de madera. La torre es tan alta como ellos. John se yergue con sus brazos cruzados y una sonrisa de "misión cumplida" en su cara. Ed está al otro lado de la torre, también cruzando los brazos en imitación de su hermano mayor. Tiene una sonrisa de satisfacción en su cara, pero sus ojos revelan una pizca de conciencia de que toda la estructura podría caerse en cualquier momento.


Tengo una foto a color que Karen tomó cuando estuvimos con los Cuerpos de Paz en Gambia. Me siento con los niños en una roca sobre la playa cerca de nuestra casa. Todos vamos en chancletas. John viste pantalones largos, los demás cortos. Ed está a mi derecha, LeAnn sobre mi regazo y John a mi izquierda. Esta vez, miran directamente a cámara, más rubios que nunca, sonrientes, inocentes, todavía sintiéndose amados, todavía sintiéndose seguros.


Otra foto. Los niños y yo, captados por un turista en Glacier Point en Yosemite, en el verano de 1981. Estamos con pantalones cortos y camiseta. John a mi derecha, LeAnn en el centro, Ed a mi izquierda. Half Dome está en el fondo. John tiene 15 años, Ed 14, LeAnn 12. John no sonríe, no porque no esté feliz sino porque es un adolescente, y definitivamente sabe que tiene que hacerse el duro. Los hombros de LeAnn están hundidos pero está sonriente. Ed está sentado parcialmente en la barandilla, mirando algo más allá de la cámara, ni sonriente ni ceñudo, casi como si se estuviese formando una pregunta en su cabeza y, muy probablemente, para este momento no sintiéndose amado ni seguro.


Hoy hay gracia en mi vida, la gracia de mi segundo matrimonio y de mi vida con Donna, y la gracia de Danielle, la hija de Donna, que se ha convertido en mi hija y me ha dado la segunda oportunidad de ser padre. Está la gracia de mi relación con Ed; hay heridas y hay distancia, pero sé que me ama y él sabe que yo le amo. Y donde hay amor hay gracia. Hay la gracia de haber visto a mi nieta crecer hacia la madurez.


Está la gracia de amigos cercanos que apoyan y comprenden la diferencia entre empatía y simpatía. Está la gracia de mi trabajo formando en la prevención de suicidios para oficiales de policía y de una forma única, intensa e inesperada, hay una gracia sobreabundante en mi ministerio en la pastoral penitenciaria y un sentido innegable de la presencia de Dios cada domingo por la mañana y cada martes por la tarde cuando acudo a la capilla de la prisión de San Quintín.


Pero he aprendido que la gracia en mi vida no hace que se marche el dolor. Y el dolor puede conducir a sentimientos de fallo, de culpa, de lamento. Mi consejero me recuerda periódicamente que si me entrego a la culpa, el amor no puede fluir. Y mi director espiritual jesuita me recuerda que los sentimientos de culpa son el esfuerzo final, estúpido, inútil, por recobrar el control. Pero algunos días es imposible no lamentar el pasado.


Ninguna de las lecturas y de las reflexiones anteriores son una garantía de que las polillas de Merton no vuelvan a visitarme y nada, ni siquiera la gracia de Dios, puede borrar mi pasado y la pérdida de dos de mis hijos.


Pero creo haber mejorado algo en descubrir y apreciar las manifestaciones de la gracia de Dios: un reto oportuno, amoroso e inspirador de Donna; una sonrisa de mi bisnieta de cuatro años que ilumina la habitación; un policía que viene a darme las gracias por la formación en prevención de suicidios que le he impartido y que me hace sentirme más cerca de John; un preso en nuestro grupo de espiritualidad de los martes por la noche en San Quintín que después de treinta años de crisis personal descubre de repente que Dios le ama, que le ha perdonado y que le necesita para perdonarse a sí mismo. Y aunque no se de cuenta, ese momento "eureka" lleno de gracia para mí es un recordatorio de que Dios me ha perdonado y de que necesito perdonarme.


Mientras escribo esto, me pregunto: ¿de no haber perdido a dos hijos, estas gracias existirían? Creo que la cuestión no es la existencia de estas gracias, sino, ¿en un tiempo en el que creía tener el control, satisfecho en mi autosuficiencia, habría reconocido estos acontecimientos como dones de Dios?


Creo que no. Los habría recibido como mi mérito, como la confirmación de mi optimismo y de mi control -mi perspectiva antes de la ruptura, antes de reconocer mis fallos y caídas, antes de comenzar a comprender cómo Dios trabaja realmente en nuestras vidas.

Por Brian Cahill. Traducido del National Catholic Reporter

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