La sangre de tu hermano clama

A veces la ignorancia es una verdadera bendición. En la tarde del sábado, tres de agosto, conduje durante ocho horas desde el este de Pensilvania hasta Dayton, Ohio, después de mi retiro anual de ocho días. Mientras estuve de retiro, permanecí completamente aislado de cualquier comunicación con alguien distinto a mi director espiritual -sin llamadas, sin mensajes de texto, sin emails o medios de comunicación-. El sacerdote que pronunció la homilía cada día nunca mencionó lo que sucedía fuera del centro de retiro. No había periódicos, radio ni ruido de ningún tipo. Esto nos permitió a cada uno de nosotros, en nuestro retiro silencioso, centrarnos en nuestra oración, en nuestra relación con Jesús y en encontrar descanso.

Antes de abandonar la propiedad del centro de retiros, compartí unas imágenes en redes sociales con unas palabras de agradecimiento por las oraciones de aquellos que me recordaron durante mi retiro. Pero no presté atención a actualizaciones, noticias o posts. En lugar de actualizarme las noticias vía podcast mientras conducía a casa, charlé con mi familia y amigos como a menudo hago durante los viajes largos. Y pasé más tiempo reflexionando sobre las gracias de mi retiro.

Mi bendición se vio alterada el domingo, temprano por la mañana, cuando me desperté con un mensaje de texto que decía: "¿Estás seguro? ¿He oído que ha habido un tiroteo allí?". En mi ignorancia y adormilamiento respondí: "Sí. Todo está bien". Entonces abrí el correo electrónico. El primer mensaje que ví era de un hermano marianista de Nueva York que nos escribía a varios en Dayton expresando su apoyo en oración a la comunidad de Dayton. Eso me despertó. 

No me llevó mucho tiempo descubrir lo que había sucedido allí y en tres lugares más mientras estaba de retiro, en bendita ignorancia. Escribí a los demás de mi casa para hacérselo saber, y en una hora estábamos en la sala del televisor viendo noticias. Así es como pasamos la mayor parte de la mañana del cuatro de agosto, domingo -viendo noticias, leyendo las redes sociales, comprobando el estado de amigos y compañeros, dialogando sobre las noticias-.

Aquella tarde, nos unimos a un grupo de amigos y miembros de la familia marianista en una vigilia con velas en el Distrito de Oregón -el lugar del tiroteo-. Estar allí, en un lugar donde he ido tantas veces a cenar o a pasar tiempo con amigos, era descorazonador. Miles de personas estaban allí. Algunas ya lo habían estado la noche anterior. Algunos habían perdido a seres queridos. Algunos tuvieron que marcharse cuando la multitud se hizo demasiado grande por el trauma de la noche anterior. Otros estaban buscando qué hacer con el luto y la ira que sentían. Pero, independientemente de dónde procediésemos cada uno de nosotros, estábamos allí apoyándonos los unos a los otros, celebrando la resilencia de nuestra ciudad y llamando a la acción.

Desde entonces, he tenido mucho tiempo para reflexionar sobre la situación en la que nos encontramos. Me recuerda el pasaje del Génesis:

Entonces el Señor le preguntó a Caín: "¿Dónde está tu hermano Abel?". Respondió: "No lo sé. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?" Dios dijo entonces: "¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano clama desde el suelo".

Es verdad. La sangre de nuestros hermanos y hermanas clama a Dios desde el suelo.

Este clamor no procede solo de Dayton o El Paso o de otros lugares donde la plaga de la violencia de las armas ha asolado a las comunidades. Sino que la sangre clama, la de de un sistema inmigratorio roto e injusto. La sangre clama desde las prisiones en las que seres humanos son maltratados y/o ejecutados. La sangre clama, ls de aquellos que mueren de hambre o por una vivienda inadecuada. La sangre clama desde las clínicas de abortos en las que mujeres desesperadas toman decisiones impensables. La sangre clama, la de aquellos que toman sus propias vidas porque no ven otra salida.

Nuestra sociedad está llena de esas voces que claman. ¿Cuando diremos basta a la cultura de la muerte?

Para algunos, las respuestas pueden parecer cristalinamente claras. Sin embargo, por lo que veo, vivimos en una compleja red de asuntos de justicia, de leyes y de influencias culturales, todas ellas interconectadas con instituciones y estructuras. Un cambio en una o dos leyes no cambiará la cultura de la muerte. Es un punto importante por el que comenzar, mientras la sociedad civil se implique. Pero, si las leyes y los procesos políticos son extremadamente importantes, no lo son todo. Como escribió sor Virginia Herbers tan bien para el Global Sisters Report del nueve de agosto, "Debemos tomar decisiones que efectivamente produzcan un cambio -no solo en la política sino en el estilo de vida-".

Crear una sociedad que apoye el pleno florecimiento de cada vida -con independencia de la edad, del estatus, del nivel socioeconómico, de la identidad sexual, del historial penal- llevará mucho trabajo, estudio, escucha y coraje. Debe producirse una conversión del corazón -de cada persona-. Debe ponerse fin a la ignorancia de nuestros sistemas complejos y de cómo apoyan la cultura de la muerte -de cada individuo-. Tenemos que contar con el hecho de que no hay arreglos fáciles.

Por Nicole Trahan, FMI. Traducido del National Catholic Reporter

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