Ser pan compartido

Por Xabier Pikaza. Publicado en Religión Digital

Nací un día de Corpus (12.06.1941) y esa fecha (reflejada de un modo angélico en la revista   de la Sección Femenina de la Falange  de aquel mes y año) ha marcado mi vida. No me llamaron Corpus, pues no se estilaba, sino Antonio Jabier (me bautizaron el 13), pero me he sentido siempre vinculado al Corpus, con sus rasgos folclóricos y/o entrañables de presencia cristiana en grandes ciudades y en pueblos.

Año tras año, desde 2007. he venido colgando en este blog mis reflexiones sobre el Corpus, fiesta tardía, del siglo XIII, que ha sido por siglos día clave de la Identidad  católica, en línea de afirmación sacral, clerical y social. Es una fiesta importante, pero quizá ha sido desenfocada en línea de glorificación de la Iglesia más que de Don o Regalo de Dios para los hombres.



Ahora (2020) está perdiendo su brillo antiguo, y es tiempo de actualizarla, expresando y ratificando por ella la claridad del Cuerpo y Sangre de Cristo,  enturbiada por resonancias triunfalistas y clericales, vinculadas al poder de algunos que han querido seer  guardianes y en algún sentido "dueños" del cuerpo de Cristo, en forma de poder sacral, más que de encarnación y servicio (gozo) humano de Dios, que es comunión de amor y vida de los hombres, su verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo.
Esta fiesta nació tarde, como he dicho tarde, e insistió  en el carácter sagrado (poderoso) de la presencia de Cristo, elevado en la Custodia y consagrado por unos ministros de culto, que han aparecido como dueños de ella,  olvidando (o dejando en segundo plano) el hecho de que el Cuerpo Real de Cristo son los hombres y mujeres (y en especial los más necesitados).
En ese contexto quiero ofrecer una reflexión de base sobre el "cuerpo de Cristo", sobre el Dios que sirve/adora a los hombres (por ellos vive y muere) desarrollar después, una vez más en este blog el origen y sentido de la eucaristía en el Nuevo Testamento (antes de que existiera esta fiesta tardía del Corpus Christi, que a mi juicio debe actualizarse mucho).
1. REFLEXIÓN DE FONDO
El cristianismo ha de entenderse como experiencia de la vida que “es” al darse a los otros (resucitando en ellos), y en especial como vida de aquellos que se han entregado a los demás, resucitando en ellos, como Jesús, llamado el Cristo, a quien los creyentes descubren como mutación divina de la vida humana. En esta línea toda la Iglesia (el conjunto de los cristianos) es Eucaristía: Presencia de Cristo en la vida de los hombres.
El problema  de cierta teología está en el hecho de haber “cosificado” esa experiencia, destacando el “triunfo de Jesús” en sí (como si fuera emperador o sacerdote superior), tendiendo a separarle y colocarlo sobre unos altares, en vez de descubrirle, venerarle en la vida de los hombres sabiendo que su altar y su "hostia consagrada" (que ha de ser sacada en procesión de gozo) son los creyentes, los pobres y excluidos de la tierra por los que vivió Jesús. Ciertamente, en un sentido, Jesús ha resucitado en sí; pero en otro sentido debemos confesar que Él lo ha hecho en los creyentes, de forma que ellos son  Su resurrección (son Su cuerpo real, Su eucaristía)
 La Eucaristía o Cuerpo de Cristo es el pan-vino compartido y celebrado, como recuerdo y presencia Suya, en la vida de los hombres, de forma que su cuerpo son (somos) los creyentes, aquellos que aceptan y agradecen Su presencia, de tal forma que Él (Jesús) vive y resucita en ellos, no para negar la identidad de cada uno, sino para ratificarla, pues por (en) Él todos y cada uno de nosotros somos  “resurrección” de Dios, Dios Eucaristía (Hostia sagrada) Por eso, el “cuerpo” de Jesús no es sólo el Suyo, individuo separado, sino el de aquellos que confían y viven en Él. Así lo presenta Pablo en su experiencia y teología del “cuerpo”,  que no es de tipo imaginario, sino mesiánico, corporalidad como presencia de unos en otros, y de todos en Jesús, que es “cuerpo” siendo palabra de Dios encarnada en la  historia (cf. Jn 1, 14) .  
Todos los cristianos son sacerdotes  (celebrantes y presencia) de ese cuerpo de Cristo, no por un tipo de consagración posterior externa de presbíteros u obispos, sino por su propia existencia en (ante y con) Dios, entrando como y con Jesús en el “tabernáculo de la vida” (me has dado un cuerpo: Hebr 10,7), dando (regalando) la vida para que así vivan los otros. El sacerdocio de Cristo (Melquisedec) no es propiedad de unos hombres especiales, separados de los otros, sino que se identifica con la vida de cada persona, recibida, regalada y compartida, como don, por los demás, en forma de entrega, hasta morir y resucitar.
El llamado sacrificio eucarístico no es algo que uno hombres  consagrados (por encima de los otros) “hacen”, sino aquello que los cristianos son, su misma vida, como recuerda Hebreos: “Es imposible que la sangre de toros y machos cabríos borre los pecados. Por eso, entrando al cosmos, Jesús dice: Sacrificios y ofrendas no has querido, pero me has dado una vida (un cuerpo, sôma)... Holocaustos y sacrificios por el pecado no te han complacido. Por eso dije: he venido ¡oh Dios! para cumplir tu voluntad” (10, 4-6; cf. Sal 40, 6-8). No vale según eso el rito o sacrificio separado, ni la ofrenda de animales, pues a Dios no le agrada la sangre derramada con violencia, sino la vida en amor de comunión.
En esa línea se puede y debe afirmar que Jesús es sacerdote, pero no como Aarón, por oficio y liturgia sacrificial, sino por humanidad de amor, es decir, por el don de la propia vida. El templo de Jerusalén, con sus ritos de sangre, ha perdido de esa forma su sentido, pues no hay más rito ni templo que la vida cumplida en amor. Jesús declara así inútil el sacerdocio de la ley sacrificial (con animales muertos), e introduce a los creyentes en su vida sacerdotal por sí misma, no por oficio, familia o rito, sino porque, siendo Hijo de Dios (hombre pleno), Él ha expresado humanamente la riqueza y plenitud de Su ser divino, regalando Su vida por los demás, resucitando en ellos.
Más que culto a Jesús resucitado (una forma de adorarle), el cristianismo es adoración de Cristo a los hombres, por quienes vive, a favor de quienes muere (da su vida), resucitando en ellos.  El verdadero culto no es algo que los hombres hacen por Dios o dan a Dios, sino aquello que Dios ha realizado en Jesús, dando Su vida a los hombres, compartiéndola con ellos, para formar así con ellos un “cuerpo”, es decir, una comunidad de amor,como sabe y dice todo el NT,
Cristo no es cabeza para dominar, para imponer, para ser venerado por todos, para que le lleven así en procesión angélica o social, sino sino que lo es por haber ofrecido y ofrecer, haciéndose presente en los hombres que aceptan Su amor, que se aman. En este Cristo pascual que ha muerto por y para resucitar a todos (no para resucitar Él sobre los demás y de esa forma someterles) pueden integrarse en libertad todos los seres, del cielo y de la tierra (como sabe Flp 2, 6‒11). En este Cristo pascual (crucificado/resucitado) quedan recapitulados en libertad todos los seres del cielo y de la tierra, en línea de salvación (no por la fuerza, sino libremente, de forma que Él (Dios en Él) pueda ser en libertad de amor todo en todos (1 Cor 15, 28)
Este anuncio del Dios Todo-en-Todos integra en su gloria a los mismos que, desde nuestra perspectiva, parecen y son malos, pues Jesús se ha entregado por/con ellos en gesto de amor, en manos de Dios y de esa forma ha superado la violencia y ruptura de un sistema de ley donde triunfan los fuertes y/o buenos, excluyendo a los pobres y/o malos. Dios no ha de acudir a ninguna imposición sacrificial para reconquistar Su poder amenazado, sino que es por Cristo, en Sí mismo, todo en todos. No hay, por tanto, dos normas: una de ternura y gratuidad para los buenos, otra de violencia y condena para los perversos, pues el Apocalipsis de Dios y su Reino en Jesús es perdón y acogida universal..
REFLEXIÓN COMPLEMENTARIA
Comunidad eucarística, cuerpo compartido
Vivir no es sólo nacer de Dios, sino compartir la vida de Dios en nuestra vida, en forma de comida, conforme al testimonio del mensaje, de la muerte/resurrección de Jesús: Vivimos de la vida de otros, somos dándoles nuestra propia vida. Entendida así, la existencia cristiana se condensa y expresa en el signo de la eucaristía: Somos (=existimos) recibiendo la vida de los otros (en Jesús, por Jesús), compartiéndola con ellos, y regalándola así, en gesto de amor y de comunicación total.
Jesús ha creado una familia que no se define por un tipo de ritos nacionales o sacrales, sino básicamente por la comunión alimenticia, a campo abierto (multiplicaciones), sin separación de hombres o mujeres, judíos o gentiles, en forma de “eucaristía galilea”, es decir, de comida profana de panes y peces, tal como aparece en todo el evangelio, desde la bienaventuranza de los hambrientos a quienes se debe alimentar (Lc 6,21-22 par.) hasta la bendición final de Mt 25,31-46, donde Jesús dice a los de su derecha “venid, benditos de mi Padre…, porque tuve hambre y Me disteis de comer…”.
En ese fondo ha interpretado la Iglesia la Última Cena  de Jesús,  ampliando y universalizando la primera palabra de Adán cuando dice a su mujer “ésta es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gen 2, 23‒24), pues así como varón y mujer (dos seres humanos) forman una sola carne en amor y donación de vida, Jesús y los creyentes forman un cuerpo (sôma, cf. Mc 14, 22 par), en sentido carnal (de sarx), como ha puesto de relieve Jn 6, 51‒58. En esa línea, el arquetipo de la eucaristía constituye con el bautismo el signo de identidad de la iglesia.
De Jesús a Pablo y Marcos
Las palabras de la cena (Mc 14, 22-25 par) retoman el mensaje y vida de Jesús, expresando su “ruptura y creaciòn mesiánica”, como reinterpretación de la pascua judía que habían querido celebrar sus discípulos. En su forma actual esas palabras sólo han podido ser fijadas (como recuerdo histórico y texto litúrgico), desde la perspectiva pascual de la Iglesia, según estos cuatro momentos[:
 − Última cena. Referencia histórica. Jesús celebró con sus discípulos una cena de solidaridad y despedida, marginando (superando) los rituales de la pascua nacional judía (cordero sacrificado), para insistir en el pan compartido (multiplicaciones) y el vino del Reino. Es probable que esa cena tuviera un carácter dramático, y marcara una ruptura entre el ideal/camino de Jesús y la propuesta real de sus discípulos (que seguían buscando un triunfo político/mesiánico). En ese contexto puede y debe situarse el “logion escatológico” de 14, 25, que marca el rasgo distintivo de la esperanza de Jesús: “No beberé más de este vino, hasta beber el vino nuevo del Reino”.
− Primera comunidad, memoria acristiana. Los seguidores de Jesús mantuvieron y actualizaron (celebraron) su signo en las cenas/comidas comunitarias, centradas en el pan compartido y, de un modo especial, en el vino de la promesa del Reino. Esas cenas eran momentos fuertes de celebración del recuerdo y presencia de Jesús resucitado, a quien Sus seguidores descubrían al juntarse y recordarle en el pan de su proyecto/mensaje y en el vino de la esperanza del Reino. En este momento, las “eucaristías” se identificaban con las mismas reuniones de oración, recuerdo y comida de las iglesias (en ese fondo puede situarse Mc 14, 3‒9).
− Comunidades helenistas (Pablo). En un momento dado, que podemos conocer por Pablo (1 Cor 11, 23-26), algunas comunidades de Jerusalén y Damasco, de la costa palestina y de Fenicia y después en Antioquía “descubrieron” (encontraron, desplegaron) un elemento nuevo en los signos de la cena, como memoria de Jesús, interpretando el pan como “cuerpo mesiánico” (sôma) del Cristo y el vino de la promesa del reino como “copa mesiánica” (sangre-haima) de la nueva alianza que Dios ha realizado en y por Cristo.
− El evangelio de Marcos (Mc 14, 22‒25) recoge esa tradición de las comunidades y de Pablo y la integra en la historia de Jesús, en el contexto de Su cena histórica, dando un encuadre biográfico la afirmación central de Pablo («El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan…»: Cor 11, 23) . En el fondo de esa “entrega histórica” (descrita bien por Marcos) recibe su sentido el signo del pan como cuerpo mesiánico y del vino como sangre de la alianza.
 Marcos presenta estas palabras a modo de conclusión y compendio del evangelio, para indicar que Jesús ha culminado y ratificado al fin lo que había comenzado a realizar en Galilea (cf. Mc 1, 14-15), al presentarse así para la nueva comunidad mesiánica como pan y vino de Reino. Pablo, en cambio, sitúa esas palabras en un contexto de “celebración ritual” de la Iglesia, añadiendo que él ha recibido del Señor (parelabon apo tou kyriou) la tradición que ha transmitido (ho kai paredôka hymin), de manera que puede ofrecer y ofrece una formulación nueva de la “Cena del Señor” (kyriakon deipnon: 1 Cor 11), sin limitarse a repetir lo que decía la comunidad anterior, sino aportando lo que ha recibido por revelación pascual.
  1. Mc 14, 22b. El pan de la cena.
Este signo (y tomando el pan…) actualiza el gesto de las multiplicaciones (cf. 6, 30-44; 8, 1-10), que los discípulos no habían entendido (cf. Mc 8, 21), y que deberán hacer a lo largo del evangelio:
 − Y tomando (labôn: cf. Mc 6, 41; 8, 6). De los panes y peces de las multiplicaciones pasamos al pan de la última cena de Jesús que, al partirlo y com‒partirlo, se entrega a Sí mismo, para crear así el cuerpo mesiánico. Como he dicho ya, entre las multiplicaciones y la eucaristía se establece un camino de ida y vuelta: sólo se multiplica de verdad el pan allí donde el creyente entrega su vida, volviéndose comida y creando comunión con (para) los demás (como hace Jesús). El signo central de la pascua judía era el cordero sacrificado y compartido en familia de puros.Por el contrario, la pascua cristiana se centra en el pan que Jesús reparte a todos, ofreciéndose a sí mismo por/con ellos.
Y dijo: tomad. Ha desaparecido el cordero como signo de unidad y comunión del pueblo y en su lugar aparece Jesús con un pan (como si Él mismo lo fuera). Ya no pronuncia una palabra y signo de sacralidad antigua sobre un cordero entendido como expresión y presencia de Dios en el Éxodo, sino que “crea” una nueva sacralidad, que se identifica con Su vida compartida en forma de pan (en la línea de lo dicho en otro contexto por Hebreos). La sacralidad mesiánica se identifica así con la vida, simbolizada en un pan, que es cuerpo regalado (labete, tomad), de forma que hombres y mujeres no se vinculan ya con palabras de doctrina, ni con simples ideales de futuro sino con el pan de su vida, que es la de Jesús, la de la Iglesia.
 Esto es mi cuerpo (sôma). Jesús personaliza la experiencia del pan, cuya importancia había destacado Marcos en las multiplicaciones y en la ayuda a los pobres, diciendo: «Esto (=el pan que llevo en mis manos) es Mi propio cuerpo», Mi verdad, el sentido de Mi vida. Gramaticalmente el sujeto puede ser la última palabra de la frase, de manera que podemos traducirla: «Mi cuerpo (=mi vida mesiánica, mi reino) es este pan que llevo en la mano y que os doy para que lo compartáis».
De esa forma, en proceso de fuerte radicalización mesiánica, Jesús aparece como realidad y sentido (contenido y soporte personal) de Su obra, entendida en forma sacramental, con el pan como signo supremo de su vida. Por eso, al culminar Su camino, Jesús ha podido identificarse con el pan que ofrece y comparte con sus seguidores, con quienes van a traicionarle, fundando la iglesia sobre Su cuerpo convertido en fuente de existencia (encuentro) para todos los hombres y mujeres. Ésta es la señal que los fariseos (y los discípulos) no habían entendido (Mc 8, 11-21). Lo que Jesús había iniciado en Galilea (multiplicaciones) lo cumple ahora en Jerusalén, ofreciendo Su sacramento a la Iglesia.
Mc 14, 23-24. Profundización eucarística, el cáliz.
Marcos había interpretado ya el cáliz como “bautismo”, es decir, como muerte a favor del Reino (cf. 10, 35-45). En ese contexto había añadido que Jesús, Hijo del Hombre, «ha venido a servir a los demás y a dar su vida (psykhê) como redención por muchos (anti pollôn)» (10, 45). Desde ese fondo entiende el sacramento del vino, interpretado como “sangre” en el sentido radical de “vida” (Gen 9, 4-5; Lev 17, 11.14; Dt 12, 23). Por eso (a diferencia de Pablo), él identifica el cáliz con la sangre (vida) de Jesús y no sólo con Su alianza:
− Tomando (un) cáliz (potêrion)... Cáliz es un utensilio (copa o vaso), y también la bebida que contiene (cf. Mc 7, 4). Preguntando a los zebedeos si estaban dispuestos a beber el cáliz que él iba a beber (cf. 10, 38-39), Jesús lo relaciona con la entrega de la vida. Más tarde, el relato de Getsemaní (14, 36: ¡aparta de mí...!) presenta el cáliz como expresión de fidelidad hasta la muerte. Esta palabra, entendida en sentido más sacral (cáliz) o más profano (copa)implica una experiencia de solidaridad y comunión, el don de la vida regalada, compartida.
− Dando gracias, se lo dio. Jesús interpreta su vida como copa/cáliz que ofrece a Sus discípulos, de forma que todos beben de ella y se comprometen a compartir su destino. En este contexto, beber Su cáliz significa asumir el gozo, pero también el riesgo y entrega del evangelio, en generosidad o donación de vida. En esa línea, Jesús ha querido que su recuerdo quede vinculado a una celebración de solidaridad, esto es, de comunicación gozosa, simbolizada en el vino que Él ofrece y que ellos reciben y comparten, asumiendo su destino.
− Y les dijo: ésta es la sangre (haima) de Mi alianza (moutêsdiathêkês). No es la sangre de la generación biológica (como la de Abraham, y los Doce patriarcas, con sus descendientes carnales, en la línea de Jn 1, 13, donde ella se identifica en el fondo con el semen), ni es tampoco la sangre ritual de los sacrificios de animales muertos, pues el gesto y palabra de Jesús transciende ese nivel, sino el signo de la alianza que Él realiza ofreciendo Su vida (Su camino) a los marginados de Israel y a los malditos (enfermos, pecadores) de la tierra, no una sangre de muerte, sino de vida intensamente regalada y compartida[9].
− Derramada por muchos (hyper pollôn), como en Mc 10, 45. Muchos tiene aquí el sentido de «todos», a diferencia de Pablo, que habla a su iglesia, en un contexto litúrgico, y dice que el pan/cuerpo es “por vosotros”, los que participan en la cena (¡sin negar que pueda ser también por todos!). Marcos sitúa la cena en un contexto biográfico más amplio, afirmando que la sangre de Jesús se derrama (ofrece) «por muchos», un término que, pudiendo tomarse en perspectiva cerrada (los muchos o numerosos son en Qumrán lo miembros del propio grupo), se entiende aquí en perspectiva abierta, pues muchos no se opone a “otros” (una minoría separada), sino que tiene un sentido de totalidad, refiriéndose a todo Israel, y la humanidad a la que Dios ofrece en Jesús la nueva alianza, como puede verse en Is 53-54, y en todo Marcos (cf. 13, 10; 14, 9)[10].
Derramar la sangre significa dar la vida, ponerla al servicio del reino de Dios (Mc 8, 31; 9, 31; 10, 32-34. 45), una sangre que es la persona entera (Lev 17, 11), entendida en sentido integral, en forma de resurrección y comunicación, como he puesto de relieve al hablar de la vida de Jesús tras la muerte. La alianza entre los hombres consiste en que unos transmitan su vida a los otros, y la compartan así, en camino de Reino, en sentido radical, algo que sólo aquí, en el cristianismo, ha venido a expresarse y realizarse en forma “sacramental”, como experiencia de resurrección, esto es, de vida de unos en otros.

El mensaje y camino del evangelio no se traduce en forma de interioridad gnóstica, ni de imposición mesiánica (como reino político y dominio sobre otros pueblos), sino de comunicación vital, como se expresa en el rito de la cena, en el que Jesús aparece, por un lado, como Mesías individual, identificándose al mismo tiempo con Sus discípulos, como ha puesto de relieve el sermón de la cena de Jn 13‒17, de manera que lo que Él ha hecho (dar Su vida por los demás) han de hacerlo igualmente Sus discípulos. En ese sentido, siendo “celebración de Jesús”, la eucaristía es celebración de Su iglesia, de tal forma que cada cristiano ha de entregar (regalar) Su vida por y con los otros, en el gesto concreto de compartir el pan y el vino como “cuerpo y sangre” de Jesús resucitado (es decir, de todos los creyentes, de todos los hombres y mujeres), resucitando así unos en otros.  De esa forma, tras el bautismo, la eucaristía ha sido y sigue siendo el paradigma básico de la vida cristiana.


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