No abolamos el sacerdocio, redimámoslo

Hace unos meses participé en un pequeño diálogo universitario sobre la crisis de los abusos en la Iglesia Católica. Un conferenciante protestante desvió nuestra atención durante unos minutos ofreciendo una crítica bien situada del celibato como algo esencialmente malo y absolutamente intolerable. Listó sus muchas debilidades y vicios, apuntó a su inhumanidad y a su imposibilidad práctica y llamó a su abolición. Me pilló desprevenido, al menos para señalar (como el conferenciante debería haber sabido) que he intentado ser fiel a todo ello durante más de cincuenta años como jesuita, de cuarenta como sacerdote, todo ese tiempo como célibe. Pero nadie retomó el tema y la conversación volvió rápidamente al tema que nos reunía.

El hecho, aunque fuese anecdótico, no es en absoluto singular. Este año ha sido otro de terribles revelaciones sobre los abusos sexuales en la Iglesia Católica -dolorosas para las víctimas y sus familias, dolorosas para todos aquellos que nos preocupamos por la Iglesia Católica y especialmente terribles para la jerarquía católica que encubrió tanto abuso durante tantas décadas. No es sorprendente que los análisis de esta tragedia sean muchos, las denuncias feroces, los remedios propuestos innumerables. Algunos ensayistas y creadores de opinión con conexiones con el catolicismo se están volviendo más feroces, proponiendo soluciones más radicales, y así el sacerdocio católico mismo es ahora objeto común de ira. ¡Abolición!

No es sorprendente tampoco que aquí, en Boston donde vivo, las críticas al sacerdocio mismo hayan resultado feroces. El artículo comenzó con el editorial de Garry Will de enero de 2019 en el Boston Globe, "El celibato no es la causa de la crisis de abusos sexuales de la Iglesia; lo es el sacerdocio", una adecuada recapitulación de su libro de 2013, "¿Sacerdotes para qué?" Su discurso de mínimos: lo que no podemos encontrar en el Nuevo Testamento es ilegítimo y eso incluye gran parte de la estructura sacramental y jerárquica de la Iglesia Católica; el sacerdocio nunca fue pretendido por Cristo y no puede ser salvado. "No creo que deba funcionar de nuevo. El sacerdocio es en sí mismo una afrenta al Evangelio".

Retomando a Wills, James Carroll publicó recientemente "Abolir el sacerdocio" en el número de junio de 2019 de The Atlantic. Este ensayo confesional se mueve entre el lamento y la denuncia. Carroll habla conmovedoramente, con tristeza, de su casi desesperación sobre la situación de la Iglesia, de su decisión de dejar de asistir a misa, su autoimposición de una "especie de exilio interior", una vida de protesta que ni justifica a la actual Iglesia ni la abandona completamente.

Hasta aquí, muy bien. Si Carroll hubiese confesado simplemente su lamento, le estaría agradecido por sus palabras. Pero tenía en mente mayores ambiciones. "Si hubiese seguido siendo un sacerdote, lo veo ahora, mi fe, como era, se habría corrompido". Ningún sacerdote puede ser inocente, porque "una subcultura clerical de deficiencia moral carcomida por la culpa ha convertido a todos los sacerdotes en parte de un callado disimulo sobre el profundo desorden de su propia condición". Carroll reza por una Iglesia mejor, iluminada por las obras de misericordia, libre de jerarquía y que implique "muchas expresiones, no autorizadas, de oración y culto -igualitario, auténtico, ecuménico, sin ninguna limitación por fronteras diocesanas, parroquiales o por el sacramento de las sagradas órdenes".

Más o menos al mismo tiempo que el ensayo de Carroll aparecía, el Boletín de la Facultad de Teología de Harvard publicaba "El estudio de la religión al otro lado del asco" de Robert Orsi. Orsi también es familiar aquí, ha enseñado en Harvard muchos años. Aparentemente un ensayo sobre la categoría del "asco" en los estudios religiosos -tal vez próximo a conceptos familiares como el envío religioso, el lamento religioso y otros- el verdadero objetivo de Orsi se encuentra en el subtítulo: "La sexualidad católica moderna es un escenario oscuro y problemático". El ensayo es un manifiesto dirigido a la Iglesia Católica, la religión de su juventud, que ahora es el objeto de su asco.

Su temática es incluso más grave que el abuso y su encubrimiento por prelados intocables, ya que incluso la presencia real de Cristo en la Eucaristía es objeto de desprecio: "Pudiera ser que el asco sea una emoción distintivamente católica, dado que el acto central de culto del catolicismo, el sacramento de la presencia real de Dios, es la recepción, ingestión y digestión del pan y vino consagrados, de los que se dice que son el Cuerpo y la Sangre de Dios, en la comunidad que se reúne para ello y que se constituye por esta práctica".

En este punto Orsi podría haber probado más profundamente el escándalo sagrado de la Eucaristía (como en Juan 6), ya que algunos escándalos, las piedras de tropiezo de Dios, son reveladores. Pero en cambio, corre rápidamente a su gran conclusión: "No es sorprendente que yo, como católico, sienta asco del catolicismo" en general y del sacerdocio en particular. Ningún sacerdote, nos informa, ni siquiera un hipotético "buen sacerdote" es inocente, ya que con seguridad "conocía lo que estaba sucediendo con sus hermanos sacerdotes" y "participó en los discursos, prácticas y privilegios que convirtieron a los mas vulnerables en víctimas".

Citando estadísticas según las cuales no más de la mitad de los sacerdotes son fieles al celibato, Orsi concluye con impresionante certeza que "los sacerdotes y los prelados siempre están en posesión de porquería sexual los unos sobre los otros. Esto convierte a todos los sacerdotes en íntimamente vulnerables a la red de hermanos sacerdotes, pero también les concede una parte de poder sobre los demás". Nosotros los sacerdotes estamos todos en la conspiración. Pero va incluso más allá: "Por favor, no cometamos errores sobre esto: es imposible separar aquí la religión de la violación de niños, jóvenes, mujeres, seminaristas y novicios". Parece el asco de alguien que ha abandonado no solo a los sacerdotes, no solo el catolicismo, sino toda religión.

Wills, Carroll y Orsi, aunque cada uno escribiendo a su manera, están enfadados y el sacerdocio es su objetivo. Duras palabras de tales autores, y todos sabemos bien escuchar y sentir el fuego de tales críticas. El abuso, la insensibilidad con las víctimas, el encubrimiento ha sido escandaloso. ¿Quién puede no sentir ira? No es la reforma simplemente un asunto de normas y comités, de una Iglesia salvada por los abogados. Debemos reformar la Iglesia mucho más profunda y seriamente, desnudándola de clericalismo, de la mentalidad del club de chicos mayores y de la incapacidad de responsables de la Iglesia para hablar con católicos comunes. Todo esto debe cambiar, mientras nos movemos más allá de la ira, para purificar a la Iglesia Católica por medio de un amor a ella todavía más apasionado.

Pero incluso ahora, incluso en la Iglesia Católica de este año 2019, sería un serio error abandonar el sacerdocio. Sí, el sacerdocio tiene una historia y ha cambiado con el tiempo, seguramente seguirá cambiando en el futuro. Pero no es un mero agregado externo ajeno al "verdadero" cristianismo. Los clérigos medievales no se inventaron los sacramentos para simplemente fortalecer su poder o sofocar lo sagrado limitándolo a algunos lugares, tiempos u objetos. El sacerdocio no es un error impuesto a una imaginaria comunidad original pura. En cambio, es parte de ese aprendizaje por la comunidad de lo que significa ser la santa comunidad de Dios, el Cuerpo de Cristo, a lo largo de los siglos.

La promesa de la repetida y para siempre presencia real de Cristo al partir el pan lanzó a la
Iglesia a encontrar el camino hacia lo que hoy llamamos sacerdocio. Que la Iglesia descubriese la función sacerdotal es un un sentido real una reafirmación de nuestras raíces en el judaísmo que no estaba equivocado en disponer de sacerdotes. Que nosotros también tengamos sacerdotes nos marca un espacio compartido con otras grandes religiones, como el hinduísmo, tan rico en templos, rituales y en el trabajo sacerdotal.

Pero lo que más claramente distingue a estos ensayos es la decisión del autor de hacerlo todo personal. Carroll a menudo se refiere al hecho de que él fue sacerdote y nos recuerda tal hecho en The Atlantic, Orsi nunca fue sacerdote, pero nos recuerda su crianza profundamente católica e incluso el largo tiempo en el que su madre trabajó como una valorada miembro del personal de la Universidad Católica de Fordham. Incluso Wills nos recuerda sus "días del seminario". Anunciar que uno ha crecido como católico y que tiene memoria católica puede ser edificante, y el catolicismo siempre ha sido el mejor receptor para los testimonios y memorias personales. Pero en esos casos, la biografía se utiliza para dar credibilidad a las críticas devastadoras que siguen: "Yo soy, o fui, católico, así que sé de lo que estoy hablando cuando denuncio el sacerdocio".

Pero el tono autobiográfico, aunque sea en buen periodismo, nunca es suficiente. Tales historias tienden a menospreciar los argumentos, pareciendo ignorar la fe continua de muchos católicos, que se nos cuenta en las innumerables historias de personas que también están enfadadas y escandalizadas pero siguen viendo el valor de la Iglesia Católica y encontrando en su vida sacramental algo más profundo y duradero que las pretensiones de la jerarquía y las debilidades de una parte del clero. Como veo en mi parroquia de fin de semana o en mi campus de Harvard, hay gente que sigue acudiendo a la Iglesia -no simplemente por hábito, ni por un anticuado sentido de la obligación, ni porque sean insensibles a la crisis-. Acuden porque siguen viendo el valor de los sacramentos, siguen encontrando a Dios presente en el culto, siguen reverenciando la presencia real de Cristo en la eucaristía y, sí, pueden incluso ver a su sacerdote como a alguien muy diferente de la banda de abusadores y de sus encubridores reverendísimos.

La gente acude porque sigue encontrando a Dios en misa y sigue pudiendo rezar juntos, con un sacerdote lo suficientemente humilde para conducir a la congregación en la oración y el culto. Y sí, hay muchos sacerdotes que cumplen su trabajo, celebran los sacramentos, predican una y otra vez la Buena Noticia, guardan sus votos y, en nuestro tiempo, lloran con quienes lloran. A pesar de la queja de que todos los "buenos sacerdotes" están en realidad en la conspiración, sus historias necesitan ser escuchadas tanto o más que el "mírame a mí" de Carroll y Orsi.

Supongo que puedo contrarrestar las apelaciones de Orsi y Carroll a sus raíces católicas con mi propia historia: nacido y criado católico, como he mencionado arriba, jesuita desde hace más de cincuenta años, sacerdote desde hace más de cuarenta. Si Carroll y Orsi quieren recordarnos que son católicos que anhelan un catolicismo sin sacerdotes, aunque sea sacerdote y célibe he podido vivir en el mismo mundo real que Carroll y Orsi y seguir siendo sacerdote. Veo las mismas cosas que ellos ven, pero sigo rezando con la comunidad los domingos y a menudo durante la semana. Cada mañana temprano rezo ante el Santísimo Sacramento.

Yo también he escrito libros académicos. Yo también me siento en la cátedra de profesor universitario, no a pesar de ser sacerdote sino como sacerdote. No permanezco en la Iglesia por pereza ni por falta de inteligencia sobre la magnitud de la crisis ni por un fallo en comprender adecuadamente la "religión" y desde luego no porque me falten opciones. En cambio, sigo siendo un creyente: en que Dios sigue viniendo a nosotros, en que los sacramentos funcionan, en que los sacerdotes, incluso cuando somos menos santos que nuestros parroquianos y nuestros estudiantes, tenemos un papel que desempeñar en la Santa Iglesia de Dios. No es más honesto ni iluminador llamar a la abolición del sacerdocio que insistir en su redención.

Borrar el papel del sacerdote sería olvidar que la Iglesia es esencialmente una comunidad sacramental, infundida con la santidad de Dios. Dios vuelve a la Iglesia santa en su misma materialidad, en las cosas de este mundo, como es el mundo -siempre pecador, nunca perfecto, y sin embargo el lugar santificado por la elección de Dios de morar aquí-. El pan común y el vino común se transforman en el Cuerpo y Sangre de Cristo, un grupo humano común se sorprende encontrándose que es el Cuerpo de Cristo que nos da Su Cuerpo y Su Sangre, no para darnos asco sino para ponernos en fraternidad radical con Dios y con los demás, una participación tras la que no es fácil echarse atrás.

Las personas comunes se transforman en sacerdotes porque se sienten llamados por Dios y por la comunidad a tomar esta función. Ser sacerdote y ser célibe es una forma de ser santo en un mundo desesperadamente necesitado de tal testimonio. El sacerdocio no significa que los sacerdotes limiten o controlen lo sagrado, como si protegiesen la presencia de Dios del pueblo. Lo Santo siempre está mucho más allá del poder de ningún burócrata.

Redimamos el sacerdocio, sí. Reconectémoslo con la santidad de Dios y comencemos seriamente a imaginar una Iglesia Católica en la que cualquiera de los hijos de Dios pueda ser llamado a este privilegio y responsabilidad. Esta es nuestra esperanza contra la desesperanza, que va mucho más allá que las propuestas apasionadas pero al final sin sentido que pretender prohibir el sacerdocio.

Por Francis Clooney, SJ. Traducido de America Magazine

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